Tres cuentos inéditos de Pablo Ayenao

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Pablo Ayenao es un escritor de Temuco que partió publicando poesía, luego una novela, y que ahora nos presenta tres de sus cuentos. «Trabajo diferentes géneros al mismo tiempo» nos dice «debido a que me aburro y me impaciento si solo escribo el mismo libro»,

Una de las características más notables de Pablo -en el contexto de la literatura hecha en provincias- es la tremenda pulcritud de sus textos. «La indecisión y la vacilación no la pierdo nunca, ni en la vida ni en la escritura» reconoce. Sus textos irradian una exactitud formal que no parece leve ni apocada. Todo lo contrario: son historias intensas y contradictorias; a veces explícitas y a veces alegóricas, y que dejan la puerta abierta a interpretaciones políticas y personales que van más allá de la letra.

«Cuando escribo no pienso en lugares. A mí los lugares no me hablan. Pienso en la precisión que quiero lograr en la hoja (y que nunca logro). Pienso en la letra, no más que eso» afirma.

A continuación, presentamos tres de sus cuentos inéditos, en exclusiva, para revistaelipsis.cl:


 

Frente al hombre dormido

En el rincón más apartado de la multicancha, a escasos metros del terreno baldío, vivía Columbo. Lo apodaban así debido a su larga gabardina gris que se asemejaba a la que usaba el protagonista de una famosa serie norteamericana. Serie que llevaba por nombre, justamente, Columbo. Todos los sábados a la medianoche, con mi hermano mayor nos tendíamos en el sofá del living y mirábamos esa serie sin cruzar una palabra.

La casa de Columbo consistía en una rudimentaria choza construida con telas viejas y abrigos usados. Allí pernoctaba durante la noche y allí también se protegía de la lluvia, siempre en compañía de sus fieles galgos. Desde el ventanal de la pieza de mis padres se apreciaba con perfecta nitidez la multicancha y la silueta de Columbo, puesto que la choza no tenía protección por el frente.

Durante el día Columbo recorría el barrio pidiendo dinero. Algunos vecinos le entregaban unas monedas, con las cuales él compraba pan y mortadela en el almacén que colindaba con el frigorífico.

En eso consistía su alimentación.

Al atardecer, mi madre se asomaba por la ventana de la cocina justo cuando Columbo caminaba raudo por el pasaje y entonces conversaban un rato. Más de alguna vez mamá lo invitó a cenar. Era frecuente que la comida finalizara antes de lo esperado, porque en la noche a Columbo le bajaba una súbita desesperación y no tenía más alternativa que correr rumbo a la botillería.

Los padres de mis amigos asustaban a sus hijos con Columbo. Si no hacían las tareas vendría Columbo y se los llevaría a vivir a su choza. Si no eran obedientes en la catequesis vendría Columbo y los golpearía con un madero que ocultaba debajo de su gabardina. Si no querían ir a la escuela vendría Columbo y les robaría sus recuerdos.

Yo les señalaba a mis amigos que todo eso era mentira y que Columbo era un hombre inofensivo. Mis amigos me agredían cuando yo defendía a Columbo. Se volvían incluso más agresivos de lo acostumbrado.

Mi hermano y sus modos provocaban esas risitas, esa violencia.

En el barrio se tejían muchas historias sobre el pasado de Columbo. Algunos vecinos afirmaban que provenía de una familia acomodada, pero que al sucumbir frente a la bebida fue desheredado, quedando en la inopia. Otros señalaban que era un ex agente militar que se vino a vivir al sur debido al peso de su conciencia. Los más ilusos decían que Columbo fue uno de los millonarios que quebró en la última crisis económica, y que al verse sin fortuna, no dudó en vivir el resto de su vida como mendigo.

Una tarde mi madre me aclaró la historia. Columbo nunca conoció a su familia. Desde su nacimiento fue un niño huérfano que vivió en diferentes hogares de menores. Luego de cumplir la mayoría de edad comenzó a trabajar en una empresa forestal. En ese tiempo el consumo de alcohol se le escapó de las manos. Al llegar a los treinta, Columbo se instaló a un costado de la multicancha, construyó su choza y comenzó a mendigar para sobrevivir.

Ahora que lo pienso, quizás cómo mi madre se enteró de aquella historia. Tal vez el propio Columbo se la relató un día o quizás lo supo de boca de algún vecino impertinente. Incluso es probable que todo sea invención de mamá.

A pesar de su ropa sucia y su afición por el trago, Columbo no producía tanto rechazo. Era habitual que los vecinos le pagaran con ropa o enseres a cambio de que Columbo les picara la leña o les cortara el pasto.

Durante un verano, los padres de mis amigos organizaron un mini campeonato de futbol en la multicancha. No sabían quién podría ser el árbitro, hasta que a alguien se le ocurrió que Columbo cumpliría ese rol con celeridad. Resignados, los vecinos juntaron unas cuantas monedas y así pudimos ver a Columbo vestido impecablemente de azul, repartiendo tarjetas rojas a diestra y siniestra.

Mi padre quedó muy enojado con el arbitraje. A veces él también se ponía violento.

Apenas recibió su pago, Columbo se dirigió a la tienda de ropa usada y compró un inconfundible chaquetón escocés.

Me gustaría quedarme con esa imagen: Columbo recorriendo el pasaje, estrenando su hermoso abrigo de paño. Sin embargo, es otro el recuerdo que surge con implacable precisión.

Era muy tarde cuando me despertó la sirena policial. Aún corría el toque de queda. Llovía a cántaros. Con mi hermano corrimos hacia la pieza de mis padres y nos asomamos por la ventana. Los faroles iluminaban tenuemente la multicancha, un murciélago se escondió tras una techumbre. De pronto papá grita y se muerde los labios. Sus ojos miran hacía la choza de Columbo.

Cinco policías apuntan sus armas hacia el hombre dormido.

Un hilo se sangre cae por la barbilla de papá. Mamá corre a la cocina y lanza los platos contra la pared.

Escuché los disparos mientras veía el cuerpo de Columbo sacudirse debido a la fuerza de las balas. Quise creer que, debido a su borrachera, él no las sintió.

Después de unos segundos fue el turno de los perros. Los galgos fueron ultimados con un disparo encajado justo en medio de los ojos.

Un espeso olor a pólvora se introdujo por el resquicio de la puerta, por la ventilación del baño, por las grietas de la madera. En realidad, no sé por dónde ingresó, pero ese olor se apoderó de la casa. Asesinados

Los carabineros se abrazaban y reían, grotescos. Uno de ellos, el más alto, orinó sobre el cuerpo de Columbo.

Luego de un tiempo interminable, los policías se suben al auto y el fragor de la lluvia se lo traga todo.

Desde esa noche, cada vez que iba a la pieza de mis padres miraba largo rato por el ventanal, buscando un punto fijo, un signo.

Buscando la sangre de los perros.

Papá no quiso participar en el siguiente campeonato de futbol que organizaron los vecinos. La ventana de la cocina nunca más se abrió, fue decisión de mamá.

Los amigos del barrio dejaron de hablarme. De forma paulatina desaparecieron de mi vida.

Nada pudo ser, nunca.

Con mi hermano construimos una muralla infranqueable para no sentir la presencia del otro. Pese a todo, su voz siempre me acompañará.

Aún emiten Columbo en televisión abierta. Ahora lo programan los domingos por la tarde.


 

Colby Keller goes to Wallmapu

 

Una alegre melodía infantil hizo vibrar el smartphone.

Con tanta pornografía follan todos de la misma manera,  dijo Colby al abrir los ojos. Luego bostezó lánguidamente y movió el cuello de un extremo a otro.

Cada martes Colby debía ejecutar su disciplinada jornada de trabajo. Eran cuatro horas de agotador sexo industrial, aunque en pantalla el acto duraba poco más de veinte minutos. La escena se puede desglosar de la siguiente manera: chupar un pene durante cinco minutos, dejar que se lo chupen durante otros cinco minutos, penetrar un culo durante cinco minutos, dejarse penetrar el culo durante otros cinco minutos; finalmente, debían sumarse un par de minutos más, que correspondían a besos, caricias y cumshot. Todo era milimétrico en la industria del porno gay y, por supuesto, nada era real. Existían señuelos pensados en el placer del voyerista: tomas de distintos ángulos que aumentaban el tamaño de los penes, inyecciones de sustancias prohibidas que mantenían la erección firme, semen falso elaborado a base de yogurt natural, cremas que anestesiaban y dilataban el culo. Algunas veces no existía química genital entre los actores. Entonces entraba a escena un fluffer, algo así como un ayudante de erección, figura primordial de la película, aunque nunca saliera en pantalla.

El gringo estaba consciente que su trabajo era solo simulacro, por eso no encontraba ninguna diferencia entre su actuación y la del intérprete que personificaba a Shakespeare. Incluso Shakespeare es mucho más lúbrico y profano, pensó Colby una tarde, justo después de trabajar su elongación.

Un viento inesperado golpeó la ventana. El gringo encendió el televisor. Quizás debemos crear otro porno, musitó mientras miraba monos animados. Si, esta industria ha homogeneizado cuerpos, deseos e imaginarios, agregó ahora en voz alta.

Colby Keller, el monarca del porno gay, decidió no ir a trabajar ese día. Cuando terminaron los monos animados, cambió de canal y prendió un cigarro. Luego, se levantó de la cama con una erección galopante, tomó el mapamundi que colgaba en la pared y lo depositó en el suelo. A continuación, se masturbó concentradamente, pensando en su tonificado cuerpo y eyaculó en tan solo unos minutos El disparo de semen impactó en un lugar llamado Chile. La primera gota cayó en un río bautizado como Bio Bio y la última en una isla llamada Chiloé.

Iré a follar a Chile, dijo el gringo y de su boca se escapó un último bostezo.

Colby agarró su smartphone, se metió a internet y buscó información. Gracias a la inmediatez del ciberespacio averiguó que en el lugar donde vertió su semen existía, desde tiempos inmemoriales, un pueblo que reivindicaba un territorio y una lengua. Era el pueblo mapuche que, al presente, reclamaba su tierra usurpada y su retórica cautiva.

Mi tesis explorará la etnografía sexual- señaló el gringo, mientras pelaba una naranja. Además allá seré solo un investigador decolonial postidentitario, no creo que ningún mapuche haya visto alguna de mis actuaciones-agregó saboreando el primer gajo.

Cuando la idea ya estaba completamente cuajada en su cabeza, Colby cogió el mapamundi y lo colgó nuevamente en la pared. Las gotas de semen rodaron hasta llegar a la Antártica.

***

El súbito reflejo de luz es, quizás, un tránsito inacabado. Maldito e implacable es el calendario.

***

Al verlo, sus compañeros de carrera lo apodaron Alexis Sánchez. Alejandro quedó satisfecho con su sobrenombre. Era mucho mejor que lo llamaran Alexis Sánchez antes que indio curiche o cara de kultrún, como le decían en el internado secundario donde realizó la enseñanza media. Para justificar su apodo, Alejandro comenzó a ir al gimnasio tres veces a la semana y así obtener el preciado abdomen que lucía el bello goleador nacional.

Ese primer año en la facultad transcurría plácidamente, sin grandes dificultades. La vida universitaria era, sin lugar a dudas, mucho más entretenida y más estimulante que la enseñanza media. Alejandro repartía su tiempo entre compromisos académicos, amores fugaces, ejercicio físico y mucha, pero mucha música electrónica.

Si, música electrónica. Un día lluvioso, el muchacho comenzó a crear armonías en el computador, gracias a un programa que bajó de internet  y a unos viejos sintetizadores que le prestó un amigo. Alejandro poseía una inteligencia sobresaliente y en poco tiempo se convirtió en un genio del 8-bit, aunque aún no le mostraba a nadie su trabajo, esperaba el momento preciso.

El calendario avanzaba más rápido de lo esperado. Una repentina ansiedad se acumulaba en los ojos del muchacho apenas apagaba la luz de su dormitorio.

Diciembre resultó más difícil de lo esperado. Alejandro no finalizó el año como hubiera querido. Reprobó tres asignaturas y cayó en causal de eliminación. Aún no sabía si podía retomar su carrera el próximo semestre. Agronomía a ratos le agradaba y a ratos le aburría. Pero, en el fondo, estaba consciente que debía seguir intentándolo. Era el primer universitario de su familia y no podía dejar inconclusa la universidad.

Era necesario trabajar durante el verano, en lo que fuera. Y no solo porque descansar era un privilegio al que Alejandro no podía acceder, sino que cada día le costaba más volver a la comunidad mapuche de donde era originario. Le costaba y, al mismo tiempo, le gustaba. Adoraba a su familia, pero las incesantes preguntas que le hacían sus padres y sus primos lo incomodaban cada día más. ¿Por qué no traes una polola de visita?, le preguntaba su mamá los domingos, apenas se sentaban en la mesa. Déjalo, debe sentir vergüenza de nosotros, contestaba su papá, visiblemente entristecido. La rabia embargaba al muchacho cada vez que su mamá comenzaba con sus preguntas y su padre bajaba la cabeza.

Alejandro no le contaba a su familia de sus romances con otros hombres. Tampoco  les contaba a sus novios que él provenía de una comunidad mapuche. Ocultaba su segundo apellido de la misma forma que ocultaba sus amores.

El verano se presentó mucho más sofocante de lo esperado.

Por más que buscaba y buscaba, el muchacho no encontraba empleo. Alejandro comenzó a desesperarse cuando perdió la cuenta de la entrevistas de trabajo a las que había asistido.

La tercera semana de enero, el muchacho leyó un misterioso mensaje en los avisos clasificados del diario Austral de Temuko.

Se necesita joven mapuche y homosexual para rodar una película
pornográfica gay con el antropólogo  y artista visual Colby Keller.
Favor contactarse a colbygoestowallmapu@gmail.com

¿Qué es eso de necesitar un joven mapuche y homosexual?, pensó Alejandro mientras se rascaba la barbilla. Luego, vislumbró una oportunidad económica y le brillaron los ojos. Por un día de trabajo con Colby seguramente le pagarían mucho más que ejerciendo de temporero en una frutícola o empleándose como garzón en un balneario lacustre.

Lo haré, haré la película, dijo el muchacho, con la voz entrecortada.

Alejandro escribió Colby Keller en un buscador de internet y miró concentradamente el esforzado y penetrante trabajo del pornostar.

No está mal, pensó el muchacho, cuando concluyó de ver todas las películas de Colby Keller. Haremos una muy interesante y emotiva performance, exclamó a continuación, soplando sobre sus manos. Luego, puso un video de zumba en youtube y comenzó a imitar los movimientos que ejecutaba el instructor que se dibujaba en la pantalla

Justo a la medianoche, Alejandro contestó el correo de Colby.

No lo hacía ni por dinero ni por delirio. Lo hacía por él y sus fantasmas.

***

El gringo arribó a Santiago la segunda semana de enero. Una espesa nube de smog fue su bienvenida. En el vuelo, un auxiliar de cabina lo reconoció y tuvieron sexo en el baño del avión. No fue gran cosa. Después conversaron un rato, más por aburrimiento que por curiosidad. Colby le contó su proyecto de investigación epistémico decolonial postidentitario. El auxiliar bostezó indiferente y luego enfiló rumbo a la caseta de mando.

Al verlo, el taxista se sobresaltó. ¡Qué gringo tan guapo!, pensó, con las mejillas enrojecidas.

Lo primero que hizo Colby al llegar a la pieza del hotel fue darse una ducha. Mientras el agua se deslizaba por su cuerpo, recordó su cumpleaños número quince. Ese día su padre le regaló una polaroid. Gracias a esa cámara fotográfica comenzó su amor por la iconografía sexual.

Durante una semana el gringo recorrió todos los rincones de Santiago. Ansiaba empaparse del color local y aprender los modismos chilenos. Colby era muy observador. A los tres días ya estaba familiarizado con el entorno. Además hablaba un castellano perfecto debido a que pasó su infancia en Miami.

Justo cuando comenzó su segunda semana en Chile, el gringo viajó a Wallmapu, específicamente a su capital, Temuko.

A Colby le gustó mucho la ciudad. Pequeña, tranquila, un poco parecida a esos pueblos del medioeste norteamericano. Fue un amor a primera vista. En Temuko reinaban, a la par y sin ningún contrapeso, la naturaleza prodigiosa y el humo tóxico.

La mañana posterior a su arribo al Wallmapu, Colby dejó intacto su desayuno en el hotel, caminó al diario Austral de Temuco y publicó dos mensajes en los avisos clasificados.

El primero era muy breve y elocuente.

Se necesita joven mapuche y homosexual para filmar una película
pornográfica gay con el antropólogo y artista visual Colby Keller.
Favor contactarse a colbygoestowallmapu@gmail.com.

El segundo era un poco más técnico.

Se necesita camarógrafo y potencial fluffer, experto en proyección,
colores y sombras, para rodar proyecto artístico postpornográfico
desde un discurso de identidad/alteridad. Es decir, proyectando
imaginarios del nosotros/otros.
Favor contactarse a colbygoestowallmapu@gmail.com.

Apenas salió del diario encontró un salón de pool. El gringo se enfrentó a unos hombres robustos que lo miraban con una mezcla de recelo y deseo. Colby ganó todas las partidas, dejando a sus contendores muy excitados

El gringo recorrió la ciudad el resto del día. Lo que más le llamó la atención fue la gran congestión vehicular que dificultaba todo desplazamiento. Al oscurecer enfiló a su pieza de hotel y durmió sin ninguna interrupción. Apenas despertó, nueve horas después, abrió el correo electrónico.

***

Levantarse al alba nunca estuvo entre los planes de Raúl. Sin embargo, ahora no tenía más alternativa que acatar los sinsabores de trabajar arduamente y sin descanso.

Cuando Raúl cumplió diez años, su mamá le regaló una videograbadora. Desde ese día se obsesionó con las imágenes que captaba el lente. Pasaba horas grabando a sus vecinos, a sus amigos, a sus familiares. Se esforzaba en  atrapar el último destello azul que arrojaba el sol antes de ocultarse. Y al pasar los años, esa ilusión continuaba inalterable. Porque su gran propósito en la vida era descubrir el resplandor de un color imposible. Todo lo demás era secundario.

 Al salir de cuarto medio, Raúl declinó entrar a la universidad. Someterse a la jerarquía académica no estaba entre sus planes. Por eso se rebuscaba la vida grabando las clases de los profesores municipales que se sometían a la evaluación docente, captando las felices imágenes prodigadas por los recién casados al bailar el relamido vals de los novios y mostrando su hermoso cuerpo desnudo en Cam 4.

Su vida reproducía un trazado inalterable y fatigoso.

Ahora no tenía tiempo para descubrir un color.

En el verano, Raúl siempre se encontraba cesante. Los profesores estaban de vacaciones en aquella época del año y los matrimonios no se celebraban debido al calor infernal que impedía toda celebración. Por tanto, los malabares sexuales se multiplicaban frente a la cámara. Y le gustaba mucho, no lo podía negar. Que le pagaran por ser objeto de deseo lo colmaba de satisfacción. Además, su notable parecido con el actor y músico norteamericano Jared Leto incrementaba ostensiblemente su popularidad en el lúbrico e insondable suprasistema pornomarika.

Una mañana de enero, Raúl leyó los clasificados del diario Austral de Temuko. Un extraño aviso captó de inmediato su atención.

Se necesita camarógrafo y potencial fluffer, experto en proyección,
colores y sombras, para rodar proyecto artístico postpornográfico
desde un discurso de identidad/alteridad. Es decir, proyectando
imaginarios del nosotros/otros.

Quizás pueda atrapar un color desconocido mientras filmo a dos hombres culiando, dijo Raúl con sorna. Luego agarró su celular y se puso a jugar candy crush.

Raúl estaba cada día más flaco.

***

Se reunieron en un céntrico café temuquense. El día estaba muy caluroso. En el cielo, un helicóptero del Gope peinaba hasta el último rincón de la ciudad. Escondido tras un pilar se encontraba Colby, leyendo una historieta infantil. Alejandro y Raúl entraron al café al mismo tiempo e inmediatamente enfilaron hacia el rincón donde estaba parapetado el gringo. Los hombres se estrecharon las manos con timidez, mirando un punto inexacto en el techo. El garzón se acercó a la mesa, tomó el pedido con cierta dificultad, y luego se perdió tras el mostrador.

Transcurrieron unos minutos. De las mesas contiguas se diseminaba un eco de risas y gritos.

Con un mohín burlesco, el garzón dejo los tazones sobre el mesón. El recio olor del café se mezclaba con el perfume agrio que emanaban los cuerpos sudorosos.

Los hombres se miraban, sonreían, revolvían sus tazas de café y volvían a mirarse. Un niño, moreno y desarrapado, entró al local con un manojo de calendarios en su mano derecha, pero no pudo vender ninguno, porque el administrador del local lo echó con una reprimenda.

– Lo haremos mañana a las cinco de la tarde en la pieza de mi hotel -señaló Colby, al fin.
– Perfecto, a esa hora se proyecta una muy buena luz -agregó Raúl.
– ¿Haremos cosas muy extrañas? -preguntó Alejandro, levantando la cabeza.
– Tú puedes hacer lo que se te ocurra -contestó Colby.
– Aún no decido mi rol, siempre he sido versátil -apuntó Alejandro, con un puchero.
– Como practico sexo de consumo masivo trataré de hacer lo acostumbrado. La industria pornográfica crea una didáctica moral. Esa es mi hipótesis de investigación. Sé que no es una idea muy novedosa, pero yo estudiaré casos y justamente en eso consiste mi originalidad. Aunque, como ya te habrás dado cuenta, los resultados dependen de ti. Yo haré mi trabajo, el mismo que realizo hace ya veinte años- sentenció Colby.
– Excelente, como soy tu objeto de estudio quizás te daré una sorpresa -replicó Alejandro, entrecruzando los brazos.
– El pornostar sonrió y miró la televisión. Un partido de la Europa League languidecía en la pantalla..
– A propósito, Raúl, es muy probable que también tengas que oficiar de fluffer -señaló el gringo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Raúl.
– El fluffer es el encargado de mantener la erección de los actores. Durante las grabaciones, las esperas son bien largas y a veces se necesita una ayuda extra -contestó Colby.
– De acuerdo, si me pagan más por eso no hay problema -dijo Raúl.
– ¿Tú también eres mapuche, cierto? -interrogó el pornostar.
– Claro, por autoreconocimiento, además el segundo apellido de mi abuelita materna era Pillancari, que es Williche, así que también soy mapuche de tercera generación -respondió Raúl.
– Muy bien, es un requisito necesario, porque mi investigación es interseccional, bioindígena, transidentitaria y postqueer. Además, metodológicamente me sustento en una visualidad sintética y, al mismo tiempo, heteroestandarizada; sin embargo, de ninguna manera refutaré el milenarismo hiperprotésico. En algún momento pensé en utilizar una lógica protoesencialista, transrecursiva y bioextractivista; así me aseguraba el Master en Harvard, pero aún tengo dudas – sentenció Colby.

El garzón les informó que ya era iban a cerrar el local. La televisión se había averiado. El gringo pagó la cuenta y después revisó cuidadosamente su vuelto.

Los tres hombres se despidieron en la calle.

Colby asumió que, gracias a su investigación, al fin sería un hombre respetado en el ámbito académico.  Raúl se imaginó masturbando a los dos hombres y sintió una punzada en el pecho. Alejandro decidió desplegar todo su kimún sexual en la performance, porque nunca tuvo nada que perder, ya le habían quitado casi todo.

***

El pornostar prendió un incienso. Eran las cuatro treinta. No estaba nervioso, quizás algo desganado. Abrió la ventana y el calor invadió el cuarto. A continuación, puso la cabeza sobre la almohada y descansó un rato con los ojos cerrados hasta que sonó el intercomunicador.

Sus invitados eran puntuales.

Los dos hombres entraron a la habitación con la mirada perdida en la alfombra. Raúl acarreaba una cámara y un trípode. Alejandro solo cargaba su mochila.Se saludaron con distancia.

Raúl cerró la ventana y enganchó la cámara en el trípode, apuntando hacia la cama. Luego, conectó los cables, probó la luz y ajustó los focos. Colby sintonizó música instrumental andina en el computador. Una mañana, en su casa en San Francisco, había grabado un pendrive con diabladas, pensando que esas melodías eran muy populares en Wallmapu. Alejandro mordía con insistencia su labio superior. Siempre realizaba ese gesto cuando estaba nervioso.

Un inmenso mapa de América colgaba en la pared del cuarto.

– Escucharemos música un rato, pero cuando grabemos debemos apagarla -dijo el gringo.
– Ya está todo conectado, podemos comenzar ahora mismo -señaló Raúl.
– Muy bien -contestó Colby.
– Yo estoy listo -exclamó Alejandro.
– ¿Quieren algo de beber? -preguntó el gringo.
– Con una piscola estamos ready -contestó Raúl.
– Creo que me queda una botella de pisco y algo de bebida -respondió Colby, completamente familiarizado con aquel trago, que fue lo primero que probó cuando llegó a Santiago.

Alejandro caminó al frigobar y preparó las piscolas, con poquísima bebida y demasiado pisco.

Antes de beber hicieron un brindis.

– Por Wallmapu-dijo Alejandro.
– Por la película- dijo Raúl.
– Por mi investigación decolonial transidentitaria -dijo Colby.

Las copas se vaciaron en un abrir y cerrar de ojos.

– Debemos grabar ahora, en un rato más la luz natural se habrá extinguido- señaló Raúl y cortó la música.
– Que empiece el show -sentenció el gringo.

Cuando Colby terminó de hablar, sintió que alguien tocaba su pene, por sobre el pantalón. Alejandro ya estaba trabajando. Los hombres se acariciaron durante un buen rato y luego se desvistieron con algo de nerviosismo. Cuando ya estaban desnudos, el gringo buscó la cara de su compañero y lo besó concentradamente en la boca. Después le rasguñó los pezones y sus dedos afilados comenzaron a descender por las costillas. Al llegar al ombligo, Colby besó  detenidamente el enjambre de oscuros vellos y siguió descendiendo. Alejandro balanceaba su cabeza de un extremo a otro. Cuando al fin estuvo frente a frente con el pene ancestral, el gringo succionó ese trozo de carne con entrega y devoción. Sus mejillas se hundían cada vez más, su lengua saboreaba el tierno prepucio, su saliva lentamente caía en las sábanas.  Alejandro suspiraba de forma teatral y resistió los embates de Colby todo lo que pudo. Pero después de unos minutos, el muchacho acabó con un jadeo profundo. Colby alcanzó a sacar el pene indígena de su boca y el semen mapuche humedeció sus rubicundas mejillas.

El gringo sonreía mientras se limpiaba la cara con una toallita húmeda. Alejandro tomaba aire con los brazos en cruz.

– La toma quedó excelente -dijo Raúl.
– Me muero por verla -señaló Alejandro.
– Casi casi me calenté -apuntó Raúl.
– Fue todo muy rápido -señaló Colby.
– ¿Eso es malo? -preguntó Alejandro.
– No necesariamente -contestó el gringo.

Pasaron unos veinte minutos. Durante ese tiempo Alejandro no paraba de hablar. A sus nuevos amigos les contó de sus amores, sus anhelos, su infancia. Todo de forma deshilvanada y chispeante. El gringo y Raúl lo escuchaban con cara de aburrimiento.

– Ahora vamos con la segunda escena. Esta vez debe haber penetración anal -dijo Raúl.
-Así debe ser y así será -contestó Colby.

El gringo y Alejandro estaban tirados sobre la cama. Sus músculos apagados, sus miembros fláccidos, sus caras encendidas. Alejandro comenzó a masturbar a Colby muy lento, pero con ritmo ascendente. Su mano era experta. Luego besó cada pliegue terciopelo de ese pene yanqui y después lo chupó dulcemente, con prolijidad y técnica. Colby agarró la cabeza de Alejandro y comenzó a mover las caderas rápido, muy rápido. El pene colonizador entraba y salía de la boca de su oponente. Alejandro comenzó a asfixiarse y una lágrima rodó por su mejilla izquierda.

Raúl no aguantaba más. Él siempre fue orgullosamente heterosexual. Nunca se lo cuestionó. Le iba muy bien con las muchachas. Pero ahora, al ver a dos hombres teniendo sexo frente a sus ojos, no pudo evitar calentarse. Dirigía la escena con el pene completamente erguido.

El gringo puso a su compañero en cuatro y le metió la lengua en el culo. El orificio comenzó a dilatarse con la saliva opresora. Colby clavaba la lengua hasta lo más hondo y después enterraba un dedo. Luego, volvía a meter la lengua e introducía un segundo dedo. Finalmente, cuando encajó el tercer dedo, ya el trabajo estaba hecho. Entonces, el gringo ajustó el condón en su pene postcolonial y lo hundió entre las nalgas de su compañero. Alejandro sentía oleadas de placer que explotaban en sus sienes, porque Colby le taponeaba el culo indígena y, al mismo tiempo, el muchacho se masturbaba con determinación. El gringo eyaculó a los pocos minutos, con un grito áspero. Alejandro acabó al mismo tiempo y su leche autóctona bañó el mapa que colgaba en la pared.

Fue un perfecto orgasmo intercultural. El semen de Alejandro cayó justo en el estrecho de Bering.

La segunda escena estaba lista.

Los hombres descansaron otro rato. Estaban exhaustos y acalambrados. Cuando sus cuerpos comenzaron a enfriarse, se levantaron de la cama y enfilaron al frigobar. Las piscolas los esperaban.

– ¿Cuál dijiste que era tu metodología de investigación, Colby? -preguntó
– Una deconstrucción epistémica del sur decolonial, aunque siempre vectorizada- contestó el gringo.
– ¿Eso qué significa? -insistió Alejandro.
– Es disenso postestructuralista, contrario al neocapitalismo académico -respondió Colby.
– ¿Y sirve de algo tu investigación? -inquirió Alejandro.
– Bueno, yo pretendo hacer una Maestría en Harvard. Además culiar sirve para la piel, porque limpia los poros y disminuye el colesterol -sentenció el gringo.

– ¿Tiene título tu tesis? -sondeó Alejandro.
– Por ahora es un proyecto de tesis. Y se llama: Emancipación sexo/pornográfica desde el abya yala sur. Máquinas deseantes y decolonización rizomática interseccional bifurcada por la fisura pene/culo y su dispositivo activo/pasivo en indígenas nativoamericanos. El discurso genital/didáctico (re) construido desde el otro/nosotros epistémico milenario, concebido y articulado en la semiósfera transcultural y su devenir crítico insurgente- recitó Colby.
– Se ve entretenido el tema -apuntó Raúl.
– Sí, es un análisis de casos, así que debo penetrar a otros dos objetos de estudio. Después de Wallmapu iré a Perú a tener sexo con un Aymara y para finalizar la investigación viajaré a la Amazonía para follar con un Bora -explicó el gringo.
– Culiar decimos acá -aclaró Alejandro.
– Bueno, culiar entonces -señalo Colby, con una sonrisa.
– Queda menos de una hora de luz, debemos volver a grabar- anunció Raúl.
– ¿Te unes entonces? -preguntó Alejandro.
– Por fin me invitan, mi pantalón está a punto de explotar -señaló Raúl.

Ahora eran tres hombres desnudos sobre la cama.

El gringo se colocó en cuatro y Raúl le embutió su pene multicultural en la boca. Colby lo saboreaba con delectación y mordisqueó cada pliegue, chupó la cabeza, deslizó la lengua por el tronco y se lo tragó hasta sentir arcadas. En ese mismo instante, unos dedos afilados dilataban el culo invasor y el gringo se erizó de placer. Sin previo aviso, los dedos dieron paso al pene subalterno de Alejandro, que comenzó a bombear a Colby hasta llegar a la próstata hegemónica. El gringo casi estallaba de placer al tragarse analmente el diestro pene aborigen de Alejandro y zamparse oralmente el colosal pene híbrido de Raúl.

Luego, Alejandro y Raúl cambiaron roles. Estuvieron culiando mucho, mucho rato.

Colby bebió la leche prehispánica de los hombres, por la boca y por el culo. Y cuando Alejandro y Raúl descansaban sobre la cama revuelta, el gringo los bañó con su leche extractivista.

La tercera escena había concluido con éxito.

El mapa cayó de la pared.

Súbitamente, Raúl se levantó de la cama y desconectó el arsenal fílmico, su pene champurria colgaba laxo y rosado. Alejandro, con la yema de los dedos, comenzó a masajear las nalgas y los muslos del gringo. Colby, en tanto, despertó de su letargo y besó al muchacho en la boca. Raúl se acercó a la pareja y entonces los tres hombres sellaron sus labios con fervor.

– ¿Vamos a seguir culiando el resto del día? -preguntó Colby.
– Por supuesto -dijo Raúl.
– Cuando llegue la noche debemos dormir abrazados -sentenció Alejandro.
– Sin la vigilancia de la cámara, el trio fue más intenso.

Los hombres decidieron culiar arriba del mapa. Cuando Alejandro y Raúl, en conjunto penetraban analmente a Colby, el gringo derramó unas gotas de sangre que, con el movimiento de los cuerpos, manchó a toda América, exceptuando a  Estados Unidos.

A la mañana siguiente, los hombres dormían entrelazados. Colby fue el primero en abrir los ojos y mientras se sacaba las legañas pensó que su premisa era cierta: gracias a internet las prácticas sexuales se han asimilado. Raúl y Alejandro despertaron al unísono, debido a las campanadas procedentes de una iglesia vecina. Los tres hombres se abrazaron y besaron durante un buen rato. Luego, Raúl cogió el celular y comenzó a fotografiar los cuerpos desmadejados sobre la cama. Colby, entonces, sacó un cuaderno y registró todo lo que aconteció el día anterior. Alejandro, aún somnoliento, se levantó de la cama, caminó hasta el computador y, como buen músico, compuso la mejor melodía electrónica para sus nuevos amigos.

Faltaba  más de un mes para que finalizara el verano.

El mapa colgaba en la pared. La sangre y el semen se habían secado.

***

El avión despegó ruidosamente. El gringo miró la ciudad, que desde el aire semejaba una maqueta anodina y umbrosa. Después tomó su celular, reclinó la nuca en el reposacabezas y buscó el mapa de América en internet.

Colby se durmió apenas cerró los ojos.

Antes de la investigación, el gringo siempre guiñaba un ojo cuando eyaculaba frente a la cámara. Ahora debía volver a ensayar esa mueca. Era necesario rescatar aquel mohín de su memoria.

Mientras el avión cruzaba la cordillera, Colby soñaba con la polaroid que le regaló su padre hace ya tantos años.


 

Otro día de octubre

Invierno

Siento una punzada en el pecho. Creo que no será un buen día. Desde hace mucho tiempo que no tengo un buen día. Escucho el crujir del rocío sobre los techos de zinc. Necesito dormir aunque sea un par de horas. Una imagen, la fuerza de una sola imagen. La mujer cae de bruces. Maldita imagen. Otra vez el zumbido en el cráneo. Sangre de nariz. La almohada se mancha con sangre y el corazón se agita dentro de mi pecho. El pañuelo se impregna de color rojo oscuro. Busco las pastillas en el velador. Las meto en mi boca y me bebo el agua de un sorbo. Los labios se me parten. Seca la boca y seca la lengua. Los vellos de mis brazos se endurecen con el frío. Miro por la ventana. La noche se disipa y todo es bruma. Todo es smog y humo y el color grisáceo de los interminables días de invierno. Días de mierda y la maldita imagen. La mujer cae de bruces. Maldita la bolsa rodeando su cabeza y el aire que falta y el cuerpo que se desploma exangüe sobre las baldosas frías. Ahora la nariz ha cesado de sangrar. Las pastillas ya no me producen efecto. O tal vez sí. No lo sé en realidad. Malditas mis manos sobre el cuello. Su nuca poblada de canas. La bolsa que asfixia y la mujer que cae. El crujido del hueso, el crujido del cráneo.

Maldigo el crujido.

Aún escucho sus gritos. Aún veo su nuca. Afuera llovía y adentro la música ocultaba los aullidos. Los segundos se hacen interminables cuando acaba la canción. Afuera la gente camina con la mirada perdida en el pavimento. Afuera decenas de camionetas se desplazan sin patente.

La maldita imagen y el crujido del hueso. Ese sonido.

Ese preciso sonido.

Los fósforos. Enciendo un cigarro, lo fumo hasta la mitad y lo apago con los dedos. Mis manos tiemblan. Observo el techo. Las manchas de humedad han invadido el cielo raso. Prendo otro cigarro y ahora lo fumo entero, hasta quemarme los labios secos y partidos.

Mi tos se hace incontrolable.

Las cenizas caen sobre el velador. Unto mi dedo con saliva y aplasto aquel polvo gris. Mi dedo se calienta y me lo llevo a la boca. Me gusta tragar ceniza. El insomnio me ha cercado y no hay remedio para eso. Viviré con la tos y la taquicardia y la sangre que se me vacía y los pulmones negros y la maldita imagen. La maldita imagen y el corazón que se acelera.

El quejido.

Las volutas de humo se acumulan en el techo y forman otra figura: una nube gris macilenta. Después de tres cigarros el corazón se calma. Acaricio mi sexo con dedos tibios por la nicotina. Comienzo a masturbarme. El espiral, el humo asciende en espiral y escupo la ceniza que tragué. Todavía no amanece. Me masturbo tratando de olvidar la maldita imagen. Mi pene se endurece y luego se encoge. La mujer cae de bruces sobre las baldosas frías. Las pisadas se alejan y la música cubre los gemidos.

No pensar en la bolsa sobre su cabeza.

Es otro día de invierno.

Verano

Escapó ascendiendo la montaña, soportando el dolor en su pierna y el viento que bajaba desde la cordillera. El sudor mojaba su ropa y en su espalda la pesada mochila todo lo dificultaba aún más.

Debía cruzar la frontera.

El sonido de los helicópteros la inquietó, pero sabía que el espeso follaje jugaba a su favor.

A lo lejos se apreciaba el humo negro proveniente de la quema de árboles nativos.

La mujer llegó a un claro y rasguñó la tierra durante largo rato. Luego untó su cara roja y despellejada con el barro y un leve alivio exhaló su boca.

Tras los boldos encontró un arroyo que corría colina abajo. Juntó el agua en sus manos y bebió hasta sentir el cuerpo reconfortado. Lentamente se quitó toda la ropa y entró en el riachuelo. Sumergió la cabeza y pudo escuchar el ruido de los helicópteros aun aguantando la respiración, bajo el agua.

Una lagartija descansaba asoleándose entre las piedras que circundaban el arroyo. El vuelo rasante de un gavilán intentó interceptarla, pero la lagartija alcanzó a esconderse bajo los pedruscos.

La mujer miró el cielo. La tarde declinaba.

Antes de vestirse lavó cuidadosamente su herida, se cambió las vendas y guardó agua en un recipiente que cargaba en su mochila.

A pesar de ser verano, las noches eran extremadamente frías. Decidió no hacer fuego, para no dejar indicios. Acurrucada, con las manos en las axilas, se aprestó a dormir utilizando un rugoso tronco como refugio. Pero no pudo dormir. El dolor se multiplicaba, la fiebre se expandía.

Los helicópteros sobrevolaban la cordillera. Toda la noche un haz de luz traspasaba la oscuridad.

Apenas clareó intentó levantarse, sin embargo, su cuerpo aterido no respondía. La herida bajo su rodilla se había tornado oscura y secretada una sustancia lechosa, nauseabunda. Con cada paso sentía mil aguijones horadando su carne.

Miró su pierna con rabia. Pensó que no tenía más opción.

Sacó el machete de su mochila y lo dejó sobre un tronco recortado. Luego, se secó la transpiración de la frente con su mano derecha y con la misma mano tomó el arma. Sentía las hélices de los helicópteros cada vez más cerca.

Asestó el golpe con renovadas fuerzas.

Justo antes de cerrar los ojos escuchó el sonido de la carne desgarrándose.

Octubre

No han sido buenos años. No han sido buenas noches. Malas épocas me persiguen como galgo tras la liebre. Ahora no tengo ganas de mirar por la ventana. Ahora no puedo mirar por la ventana. El humo del cigarro dibuja figuras inciertas sobre mi cabeza. Aún escucho el crujir del rocío sobre los techos de zinc. Nunca podremos sacarnos el invierno de encima. Necesito dormir aunque sea un par de horas. Una imagen, la fuerza de una sola imagen. La mujer cae de bruces. Maldita imagen. Solo me calman los cigarros. Solo me calman las pastillas. Es octubre y maldigo el frío. Nunca podré sacarme este frío de encima. Todavía no amanece. Debo dormir aunque sea un par de horas. Todos mis días son idénticos: agazapado en mi dormitorio. ¿Cuándo fue la última vez que abrí las cortinas? Las pastillas se atascan en mi garganta. Los labios se me parten. Seca la boca y seca la lengua. La noche se disipa y todo es bruma. Todo es smog y humo y el color grisáceo de los interminables días de octubre. Días de mierda y la maldita imagen. La mujer cae de bruces. Maldita la bolsa sobre su cabeza y el aire que falta y el cuerpo que se desploma exangüe sobre las baldosas frías. Las pastillas ya no me producen efecto. O tal vez sí. No lo sé en realidad. Malditas mis manos sobre el cuello. Su cabeza poblada de canas. La bolsa que asfixia y la mujer que cae. El crujido del hueso, el crujido del cráneo.

Maldigo el crujido.

Su cabeza poblada de canas. Sí, recuerdo sus gritos cuando la rapamos.

Ahora parecerás hombre, eso le dijimos mientras removíamos los mechones con su machete ensangrentado. Luego, la rasuramos con la navaja hasta que quedó completamente calva. Entonces aparecieron las canas que poblaron su cabeza. Ahora eres todo un hombre aunque te falte una pierna y lo que hay entremedio, eso le decíamos antes de conectar los electrodos. Ella temblaba sin control.

Mojadas mis manos. La transpiración humedece mi cigarro. Maldita la imagen de la bolsa sobre la cabeza. El crujido del hueso. Ese sonido.

Ese preciso sonido.

Observo el techo. Las manchas de humedad han invadido el cielo raso. Una gotera cae monocorde sobre la cómoda. Prendo otro cigarro. Vendrán por mí, me lo advirtieron, vendrán por mí.

La tos se hace  incontrolable.

Ahora las cenizas caen sobre el velador. Unto mi dedo con saliva y aplasto aquel polvo gris. Mi dedo se calienta y me lo llevo a la boca. Me gusta tragar ceniza. Me gustaba apagar cigarrillos en su cuerpo. Sí, recuerdo su cuerpo, su abdomen abultándose. Los camiones madereros nos indicaron el camino. Nos llevaron hasta su escondite. Ella convulsionaba. El insomnio me ha cercado y no hay remedio para eso. No hay remedio ahora. Viviré con la tos y la taquicardia y la sangre que se me vacía y los pulmones negros y la maldita imagen. La maldita imagen y el corazón que se acelera.

El grito.

Acaricio mi sexo con dedos tibios por la nicotina. Comienzo a masturbarme. El espiral, el humo sube en espiral y escupo la ceniza que tragué. Le asesté en la nuca con el mango del corbo y escuché un crujido. A continuación, puse la bolsa en su cabeza y apreté con todas mis fuerzas. Ella se defendía con su única pierna. Finamente, oprimí su cuello con mi mano derecha y removí la silla. Todavía no amanece. Me masturbo tratando de olvidar la maldita imagen. Mi pene ya no se endurece. Cierro los ojos: la mujer cae exangüe sobre las baldosas frías, la música se detiene.

Ensalivo mis dedos y atrapo la pistola que brilla sobre el velador.

Es otro día de octubre.


 

Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).

Imagen de la cabecera: Men who Hug de Scott Richard (2014).