Parto con una confesión: me encontraba haciendo estos apuntes sobre las pantallas y la escritura, cuando me di cuenta de que había empezado a hacerlos desde mi celular. Lo hice inconscientemente, sin pensarlo. Ese gesto me llevó a reconsiderar las ideas que venía incubando durante la semana (demasiado sólidas y distantes) para partir desde la absoluta complicidad que tengo con estos aparatos, así como el apego y los temores que me generan.
Usualmente escribo desde mi computadora, y otras veces (como ésta) lo hago desde mi celular. Tener mis archivos en la nube me permite trabajar así: en un tránsito permanente entre dos aparatos; tomando y retomando mis textos desde varias pantallas sucesivas. Suena frenético, pero uno se acostumbra a este ritmo, lo vuelve parte de su rutina. Si alguien quiere escribir en la actualidad, no le queda otra que optar por esa intermitencia, forzar esos intervalos que se cierran en horas o segundos. Aislarse en una cabaña, o tener otro departamento, ya es prácticamente imposible. A cambio, la tecnología nos ayuda a multiplicar los espacios creativos, a escribir más y mejor, y a aprovechar cualquier momento disponible para registrar ideas que, de otra manera, se habrían perdido entre el desasosiego y la mala memoria.
El gran punto en contra, es que estos aparatos no están hechos para escribir literatura. Son totalmente opuestos a la idea de simbiosis y concentración que requiere la escritura creativa. En cierta forma, escribir frente a una computadora es como escribir frente a un televisor, un equipo de audio, un teléfono, una contestadora, y una película pornográfica, todo a la vez.
Las herramientas tecnológicas no son neutras: no son pautas en blanco: traen su propio ecosistema y sus propios ritmos, diseñados para las funciones más típicas de su tiempo en detrimento de otras menos populares; basándose, para ello, en marcos rígidos cuya apariencia de “libres” obedece a una calculada oferta de diversidad. Por ejemplo: al escribir poesía, los procesadores de texto comienzan a llenarse de alertas, resaltados y autocorrecciones debido a sus extraños saltos de línea, sus conjugaciones inexistentes y sus rebuscados giros sintácticos. Es como si la lírica fuese un cuerpo extraño tratando de ingresar a un organismo matemático: regulado por campos clausurados, vigilancias automatizadas y funciones de oficina.
Las computadoras y los teléfonos están creados, cada vez más, para el consumo audiovisual, para el trabajo colaborativo y para las redes sociales. Las computadoras hiperconectadas del presente tienen infinitas ventajas para almacenar y corregir textos (entre otras cosas), pero carecen de una cualidad esencial que poseían todos los dispositivos anteriores: hacer una cosa a la vez: el ser, ante todo, dispositivos de escritura. Una ventaja que, por mucho que hayan cambiado los medios y las obras, sigue siendo importante. Al esfuerzo por abstraerse de las interferencias del entorno, ahora se suma el esfuerzo por ignorar las distracciones del propio dispositivo. Las computadoras de hoy son herramientas muy eficaces para multiplicar la productividad escritural, pero también sirven para sabotearla.
Hay algunos libros que hacen de esta relación con el dispositivo su principal argumento. Pienso en La Novela Luminosa y en El Discurso Vacío de Mario Levrero. El primero trata acerca de la escritura a computadora, y el segundo, sobre la escritura a mano. El primero enumera las distracciones y las costumbres que llevan a su autor a lamentarse por su procrastinación, y a irse cada vez más por las ramas -a veces con resultados geniales-, sin escribir la novela que debería escribir. El segundo, por el contrario, se despliega cada vez más hacia dentro; hacia la búsqueda del yo, la psicología y la espiritualidad, como si esa relación con su motricidad fina también fuese un instrumento para sensibilidades cada vez más específicas de su fuero interno. Por otro lado, Bukowski le dedicó varios poemas a su Mac e incluso a su tarjeta de video, demostrando un gran entusiasmo por las pantallas (dicen que llegó a inscribirse en un curso de computación). Pero el autor en quien más se notó este cambio de dispositivo fue Nietzsche. Su primer libro escrito a máquina: El Ocaso de los Ídolos, dejó las grandes parrafadas y fue compuesto por fragmentos, chispazos y aforismos.
A veces, fantaseo con un aparato ideal para emprender largas jornadas de escritura. Algo así como como una computadora minimalista, sin mucho brillo y sin muchas prestaciones, cuya pantalla sea como una hoja de papel con carácteres y párrafos que vayan apareciendo junto con el tecleo ansioso de la noche, o mejor todavía: una pantalla muy delgada, casi abstracta y sin teclado físico, conectada directamente con la afluencia verbal de mi cerebro, sin tentaciones de ningún tipo; solo el continuar una idea ignorando los cambios del mundo exterior y de mi propio cuerpo. Siendo realista, es muy difícil que la tecnología vaya por ese camino. Quizás, de entre los sistemas de escritura aún en desarrollo, siento entusiasmo por lo que traiga, por ejemplo, el reconocimiento de voz, que por ahora es un sistema muy grueso, limitado a órdenes simples, y donde todavía queda mucho por hacer. El día en que podamos dictar un libro perfectamente, tanto en su contenido como en su sintaxis, se volverá común dictar nuestros borradores con todos sus puntos y comas. Una gran novela dictada así -en voz alta- es Olas de Eduard Von Keyserling, “escrita” cuando el autor ya estaba ciego. Al contrario de lo que podría suponerse, esta novela sobre la aristocracia es una obra marcadamente visual: colmada de imágenes impresionistas sobre personajes ociosos, bellos y confundidos, que pasan sus días caminando por el Mar Báltico en busca de amor y sosiego.
Aunque la proyección transparente e ininterrumpida desde la mente hacia la escritura fuera posible, aún quedaría una gran pregunta: ¿será que ese ruido (justamente esas distracciones) son las que modelan al arte y le otorgan su personalidad?
Creo que hay distracciones y distracciones. Las distracciones negativas, como la tristeza y la muerte, pueden asimilarse a la escritura con relativa facilidad. Gran parte de la literatura canónica gira en torno a ellas, y de hecho, fue redactada bajo su presencia histórica y personal. Por otro lado, existen otra clase de distracciones (llamemoslas positivas) a las que cuesta mucho más sobreponerse. Dicho de otra manera: se puede escribir bajo la influencia del dolor y el sufrimiento. Lo difícil es escribir bajo la tentación permanente del goce o la felicidad.
Cristian Rodriguez (Valdivia, 1985). Poeta y narrador. Profesor de lenguaje y Mg. en Literatura Hispanoamericana. Ha publicado Lluvia de Barro (cuentos) y Caligrafía del Insomnio (poemas). Actualmente trabaja en su tercer libro.