Por Cristian Cruz
Ese allá suena lejos, como un eco que obliga a agudizar los sentidos. Este título no es mío, es parte de una cuarteta del canto a lo poeta que representa este allegarse a un lugar, y que supone, un venir desde muy lejos. Esta alegoría del ausente, del invisible, es parte de algo a lo que llamamos poesía chilena y que deambula por pequeñas ciudades. Me queda la sensación que cuando se habla de provincia, se la trata de aldea o villorrio. Territorialmente se adquieren figuraciones casi folclóricas de la creación poética en ese contexto. Pero me toca hablar sobre algo profundamente adscrito a tierra de nadie. Hasta los mismos poetas que viven en ciudades de provincia se molestan si es que los mencionas como “poetas provincianos”. Recuerdo haberme acercado conscientemente a la poesía gracias a que existían poetas que planteaban volver o regresar para doblarle la mano a la modernidad, evitando abordar el tren que desdeñaba Esenin, que significaba la muerte de la pequeña aldea.
Ahora vivo en una ciudad en miniatura, pero una ciudad después de todo. Creo que así lo viven todos los poetas de Chile. Esto tiene sus ventajas; puedes prender tu cocina a leña todos los días, ir al centro caminando, o largarte a la montaña, o al mar, si es que te apetece.
Pero se escribe, esa es la verdad. Se escribe mirando un mundo kitsch, porque eso podría ser la provincia, una vida fronteriza entre lo auténtico y la copia de la gran urbe, por supuesto, una malísima copia. Se nos reprochan ciertas escrituras, algunos modos, dudosos lenguajes. Como dije más arriba, el poeta vive en una pequeña ciudad y le basta. La provincia hace rato dejó de ser una aldea, sigue el modelo urbano de occidente, el mercado no pierde tiempo, somos equivalentes al dinero. Visto de esta forma, la provincia me suena a: Curicó, Castro, Chillán, y un etcétera donde siempre hay poetas. De esta manera, el poeta es la antiestrella rockera de la poesía. Más solo dónde. Cada vez que escribo pienso; ¿Están los poetas escribiendo junto a un río, una montaña, un cielo descubierto?, ¿Están entrando o saliendo del poema; junto a embarcaciones, trenes, o avionetas que despegan en el profundo sur? Hay poetas que llevan su automóvil al mecánico, o pagan las cuentas en cajas vecinas de la población. Pueden darse el gusto de mirar las vigas rojas de nubes al Oeste de la ciudad.
No se puede condenar a los poetas por cierto grado de romanticismo, o por los temas que relevan su espíritu. De igual manera se está solo y en parte eso implica un ejercicio sobre el silencio, sobre lo que escribes. Los límites de venir llegando a ti mismo, porque tú eres el centro y la cocina a leña es la periferia. En definitiva, tú eres la provincia y el poema es el centro, eso podría ser. Racionalmente el país está lleno de poetas, por lo tanto, cualquier pasada de rollo debe ajustarse rápidamente a las escasas posibilidades. La austeridad me gusta, quizás así se nos ve desde el centro, el núcleo que cita Riedemann. Pero me he dado cuenta que las cosas se ordenan de tal manera, que ya no sientes temor al silencio ni a la postergación. Es cosa de leer y te tranquilizas. Leer sobre todo a los poetas que con sus libros de igual forma llegan a tu casa. La provincia no tiene porque ser sinónimo de aislamiento lector, o modorra por conocer. La lectura elimina toda frontera, todo canon. Si se piensa en figurar, si se enferma el espíritu, aplica de inmediato silicios a tu espalda y vuelve a cambiarle el agua a las aceitunas cuyo proceso es lento “Como un leve deslizar de remos en el agua”. En cualquier ciudad existen cuatro o cinco poetas, y comparten tu mismo pan y tu mismo vino.
He logrado equilibrar las cosas últimamente. La poesía podría ser para quedarse callado y así no ahuyentar al poema. He observado como los poetas huyen de la ciudad, se diversifican en litorales centrales, compran casas prefabricadas, y aprenden a vivir de nuevo. Se apestaron, y en verdad se les ve bien. Hicieron un revés a la figuración, se enfermaron, o los enfermaron los demás poetas. Y cuando los visitas, se ponen contentos, relucen sus mejores vestidos y hablan como nunca te hablaron. Simplemente huyeron con sus bártulos y la biblioteca a cuestas.
Mi gran satisfacción era la biblioteca pública. Allí pude evadir las vallas papales de la poesía. Me sentía poseedor de un gran secreto, puesto que en esos estantes estaba lo que quería y sentía que ellos me querían a mí. Qué academia puede impedir que un poeta se forme a sus anchas, qué canon puede impedir que no gestemos nuestro propio canon. Allí estaba gran parte de la poesía chilena y con eso bastaba. Estaban todas las posibilidades. No ha existido más frescor que esas tardes consumidas en la biblioteca de calle Riquelme, en San Felipe.
Como pueden ver, la formación del poeta no depende del territorio, del espacio, ni del tiempo. No importan los modelajes, las poses, o la política reinante para con los poetas o los escritores. Se puede prescindir de aquello. Si me he afincado a algún club, han sido poetas de regiones distantes, y claro, el centro aparece en el camino. Lo importante es beber una cerveza y pregonar nuestras canciones con quienes dan el ancho. Adscribo a cierta cofradía que echa humo desde sus chimeneas cada noche. Me imagino intentándolo una y otra vez, como el recolector de algas que vuelve todas las mañanas a la orilla. O el cielito de mi pieza, como el espacio en donde no hay trabas, de lo contrario, todavía estuviese allá.
Cristián Cruz: Nació en San Felipe, en 1973. Editor de Ediciones Casa de Barro de San Felipe. Ha publicado los libros de poesía: Pequeño País (2000), Fervor del Regreso (2002), La Fábula y el Tedio (2003, Premio Alerce de la SECH), Reducciones (2008), Dónde Iremos esta Noche (2015), Entre el Cielo y la Tierra. Antología Poética (2015), La Aldea de Kiang Después de la Muerte (2017). En ensayo ha publicado Papeles en el Claroscuro (2003). Es también editor de la antología de ensayo y poesía Felices Escrituras. Poetas Chilenos Pensando una Provincia (2019).