Epílogo a «Luz de Día» de Blanca Varela (por Natalí Aranda Andrades)

Crear es descender a la luz.

 

(Epílogo de la reedición de “Luz de día” de Blanca Varela a cargo de Komorebi ediciones, Valdivia, 2020. )

 

Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo.
Blanca Varela

 

 

Una intuición va adquiriendo luz en su descenso. El mundo y la palabra surgen del derrumbe de la oscuridad. Dualidad establecida por la creación. El  nombrar y lo nombrado, la herida que palpita entre la noche y la noche.

Un presentimiento se va expandiendo lentamente en el descenso. Aparece la forma, la línea, la conciencia, la ambigua figura que fácilmente regresa a la oscuridad.

Leer Luz de día de Blanca Varela es establecer un vínculo con esta experiencia.

“Hacer la luz aunque cueste la noche”, nos señala la poeta. ¿Por qué no quedarse en el abrazo de la oscuridad? Hacer luz es el acto originario de una conciencia que se da cuenta de sí misma. ¿Es la herida? Darse cuenta de ser, “en que es dulce la herida de estar vivos. Esa es la luz que se desprende de las tinieblas, palpitante como la respiración de una llama, de un centro observando la penumbra que lo rodea. “Voy hacia la ventana, / me asomo al día negro y allí estoy, / al centro de la tiniebla. / Algo roto, sustancia herida, desgarrón luminoso súbitamente borrado”. La ventana nos devuelve la imagen, la ambigua imagen al centro de la tiniebla. Un reflejo que puede ser borrado de forma súbita, como una herida que repentinamente desaparece.

La luz que surge de la noche volverá a ella inevitablemente. Una experiencia que cada ser, que cada herida, tendrá que padecer.

La palabra poética en Blanca Varela es una palabra siempre al borde, entre la claridad y la sombra. Una palabra que nos enfrenta con nuestro límite, con ese punto en que todo nace y, al mismo tiempo, todo termina. La creación es un regreso a ese acto originario en que la oscuridad deja tomar algo de su infinito, darle un nombre, un signo, un camino que ayude a comprender algo de la condición humana. Esta frágil, temerosa y mortal condición que nos habita.

Estas son imágenes que van surgiendo de una lectura compleja y repleta de matices, lectura en la que repentinamente comienza a descender una comprensión, una intuición que se manifiesta no solo en imágenes, sino también en sonidos, en respiración, en tacto, en música. Un sentido profundo que desciende a la tierra y que va más allá de un hacer de la razón.

En el texto “Del orden de las cosas”, la poeta nos habla de la desesperación como un momento del proceso creativo, pero intuyo que no es la desesperación entendida comúnmente, sino algo que trasciende el estado anímico y se transforma en un estado del ser. Un estado que es un padecer que nos predispone a estar atentos y susceptibles a la experiencia. “Volviendo a la desesperación: una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla”. La desesperación surge de la pérdida de toda esperanza o creencia a la cual aferrarnos. Desesperación como el único eco del vacío, el único sonido de la apertura. No es fácil aceptar este estado, pero es allí, en este no saber, en este silencio de uno mismo, donde el crear encuentra su camino. “Tal vez ese silencio dice algo, /es una inmensa letra que nos nombra y contiene /en su aire profundo”.

Desesperar es padecer en este estado de silenciosa apertura.

Sigo en el descenso, en la creación que desciende al barro, a la materia. La oscuridad es sacrificada momentáneamente para que surja un universo. Las cosmogonías de muchos pueblos hablan de un sacrificio cósmico, un estado anterior se pierde o es modificado para dar paso a lo creado.

“En la rama vencida estalla una breva furiosa, la pupila en llamas / buscándote, exigiendo su razón de luz”. Desde el interior de la rama, desde su noche, actúa la potencia, la posibilidad de esa nada viva de ser en el fruto. ¿Qué busca este movimiento de vida? Busca el nacer de la luz, de la pupila que al mirar da paso al mundo.

El fruto no solo necesita la luz del sol para ser, sino también la luz proveniente de la atención. Hay acontecimiento cuando el ojo permanece atento, presente ante la posibilidad latiendo en la oscuridad.

Los poemas de Luz de día tienen un movimiento vertical, descendente y ambiguo. Son la atención que persiste en sacar del vacío una palabra, un esbozo, un sonido. La persistencia de una realidad expandiéndose en el acto creador. La poeta es una conciencia a la espera de la palabra, de esa herida que se abre entre dos oscuridades.

La noche es la infinita apertura. El acto creador es descender desde esta noche a la finitud del día, de la luz, de la forma. Es ir de lo universal a lo particular, como señala la filósofa Simone Weil al hablar del movimiento descendente de la creación.

¿Qué somos en este movimiento? ¿Un instante de luz? ¿Una conciencia de la oscuridad? Tal vez vivir sea un aprender a desapegarse de la herida que somos y volver así a esta gran noche en la que todo es posibilidad.

Cito el poema “Siempre”: “No eres tú. / Siempre yo. / Casa, árbol, dolor, / ventana, pan, baile, temor. / Siempre yo. / Siempre saliéndome al paso”. El temor y el miedo al dolor nos mantiene en el apego a la herida, lejos de la experiencia del vacío y de la posibilidad de ver lo real sin un yo que divida la experiencia en un adentro y un afuera, en una continuidad semejante a la noche, a la nada. La poesía de Blanca Varela es también un intento por aprender a morir, un aprender a sacar del centro al pequeño y temeroso yo para experimentar lo real como apertura. ¿Cómo no sentir temor frente a la pérdida de aquello con lo cual nos identificamos? ¿Quién soy si ese pequeño yo se ausenta o muere? Al lado de este yo está la muerte. Hemos creado tantas cosas para no sentir esta certeza.

De alguna forma intuyo que la creación nos vuelve consciente de la hermosa fragilidad que hay en todo lo que existe.

Crear es descender, pero también es ascender desde lo creado a su ausencia, ascender a esa noche que habita en todo. Sin esta noche, sin la posibilidad que nos entrega la oscuridad, todo estaría hecho, lo real sería algo dado, acabado y limitado. La asfixiante realidad no daría espacio para respirar en la creación. La desesperación es una necesidad, nos predispone a la creación de algo distinto a lo dado, algo distinto a lo que ya es completo y cerrado en sí mismo. Como expresa Blanca Varela: “Respira y canta. / Donde todo termina abre las alas”. Donde todo termina nace el poema, el centro de todo, como observa la poeta[1]. Un centro en movimiento que se desliza hacia la tierra y la palabra.

En el corazón del poema está la noche inabarcable, tocando sutilmente la palabra, como un vislumbre de oscuridad entregándose a la luz. Un latido.

El poema contiene el ritmo nocturno, es aquello que se encuentra “suspendido como una luz eterna / entre la noche y la noche”. Es aquí donde “Canta el pantano, / arden los árboles, / no hay distancia, / no hay tiempo”. El poema es una luz sin tiempo, sin espacio, porque también es la noche, es lo abierto.

¿Cómo un poema puede ser luz y noche a la vez? La eterna paradoja de una sabiduría que trasciende nuestras estructuras habituales de pensamiento. Solo la intuición parece capaz de habitar las aparentes contradicciones que surgen de un pensar al borde. Pensar que soporta la incertidumbre que otorga la apertura.

Las palabras de Blanca Varela van conjurando un descenso, un instante vertical, un atisbo de luz en la profundidad de las aguas. “Asciendo y caigo al fondo de mi alma / que reverdece, agónica de luz, imantada de luz”. Hay una comprensión que solo puede darse en la repetición de ese mismo movimiento en nuestro interior. Leer Luz de día es ascender y descender a nuestra propia alma. Es un encuentro con la creación en toda su desnudez. El encuentro con una intuición que va pendiente abajo, iluminando formas que se desligan por un instante de la oscuridad.

Surge nuevamente la pregunta: ¿Quiénes somos en este movimiento? “Tal vez la muerte detrás de esa sonrisa / sea amor, un gigantesco amor / en cuyo centro ardemos. / Tal vez el otro lado existe / y es también la mirada / y todo esto es lo otro / y aquello es esto / y somos una forma que cambia con la luz / hasta ser sólo luz, sólo sombra”.  El amor y la muerte. Amar es aceptar nuestra ausencia para que en ella surja el árbol, el río, la casa, el pan, el poema. Tal vez esto sea lo que somos: una forma que cambia, un respirar entre la luz y la sombra, entre el latido y su silencio.

[1] Varela, Blanca. Poesía reunida (1949-2000). Casa de cuervos / Sur librería anticuaria. Lima, 2016, p. 145.

 

 

 


Natalí Aranda Andrades (1987, Santiago). Ha publicado «Lo uno, lo otro» (poesía, 2016, Ediciones Inubicalistas, Valparaìso) y el ensayo «El poema como huella en Ximena Rivera» (2019, Ediciones Inubicalistas).