1.-
Encontramos al gatito en la plaza. Estaba a mal traer. Debe haber tenido una o dos semanas de vida. Lo trajimos a la casa, le compramos comida y un baño con piedras. Empezamos a cuidarlo, poniéndole un nombre: el gato Renato, tal como el cuento. Al salir al patio, entretenido con las plantas y los árboles, Renato se encontró con el enorme felino de collar rojo que atravesaba el techo todos los días. El rechoncho animal se lanzó contra Renato; lo arañó en la espalda con el deseo de matarlo. Sería su rival en el futuro, supongo. Dañado como estaba, tuvimos que llevarlo al veterinario. Se recuperó bien después de unos días paralizado y convaleciente en la cocina. Empezó a jugar y salir de nuevo, bajo nuestra vigilancia. Pero el gato con el collar volvió cuando estábamos dentro de la casa. Solo sentí los maullidos de la lucha desigual. Renato tenía el ojo arañado, casi no lo podía abrir. Aunque asusté al agresor con una piedra, escapó. Pensé formas de espantarlo, pero después se me ocurrió una mejor idea.
Abrí la cocina y esperé en la puerta del costado, mirando por la ventanilla. Ocupé al pequeño Renato como cebo. Apareció, con sigilo, el otro felino: entró luciendo su collar. Cuando ya estaba dentro, cerré la puerta rápido. El enorme gato corrió por todas partes, y me enfrentó desde el rincón del refrigerador. Justo lo que quería. En la cocina tenía un palo con puntas de clavos que fabriqué para la ocasión. Arrinconado y esgrimiendo sus dientes, le pegué un certero clavo en el hocico. Gritó despavorido. Lo hubiera empaquetado y lanzado a la playa, como tenía planeado, si no fuera por su intrepidez. Tanto fue el dolor de los golpes que su estupor me permitió lanzarle parafina. Se me tiró encima como último recurso, pero le abrí la puerta y salió arrancando. Ya tenía en mis manos los fósforos. Brillaba hermoso como una estrella fugaz entre los ciruelos y las cerezas. Veía su collar más rojo que antes entre los cálidos colores de la vegetación.
2.-
Mi hija hace un gesto hacia arriba cuando llega el día. Hace un gesto hacia abajo cuando asoma la noche. Sus manos recorren una línea recta y mira sorprendida cuando aparece la luna. “Papá dijo que me extrañaba”, la escuché murmurar en la escalera. Detuve los pasos. Miré su sombra que coincidía con la luz de la ampolleta. Sus zapatos tenían un color azul. Fui en busca de un abrigo y un paraguas. Al tomar el mango, su textura me hizo sentir la piel suave de un conejo. Partimos en busca del auto.
Peggy, se llamaba. Así le pusimos, no sé la razón. La teníamos en el patio, muy pequeña. Comencé a darle de comer y la hacía pasar adentro de la casa. Pronto empezó a molestar su presencia. Se comió las escasas plantas y destrozó el jardín; más encima había que portegerla de los gatos que se asomaban por la pandereta y limpiar sus desechos. La hice entrar a otra parte de la casa donde fuera menos invasiva. Apenas llegaba del colegio pasaba a verla. Me llamaba la atención su hocico suave y juguetón al momento de alimentarla. Pero la molestia de mis padres fue creciendo cada vez más y escuchaba sus murmullos contra la coneja.
Un fin de semana fui a la casa de mi abuela. Reinaba la ironía y ciertas risas entre los adultos. Mi padre me sentó a la mesa. La carne estaba recién hecha; algo raro pasaba, las miradas me prestaban demasiada atención. Probé dos o tres veces la comida, hasta que en un momento mi abuela no aguató más. Riéndose junto con mi padre, preguntó: “¿sabes a quién te estás comiendo?”
3.-
Decidí volver a visitar la pequeña ciudad donde nací. Alojé por cinco días en casa de mi primo Miguel. Fuimos -como cuando éramos adolescentes- a cazar conejos. Nunca me ha gustado el sabor de estos animales. Su carne me parece insípida. No creo que la forma de preparar la comida haya sido la causa de mi desagrado por este tipo de carne. A mi abuela la vi sacarle el pescuezo a una gallina con rapidez impresionante, y no tuve problemas con el almuerzo. Miguel siempre fue experto en descuerar conejos. Los ubicaba uno a uno en los alambres de la ropa, les pegaba un golpe en la cabeza y luego con un cuchillo les sacaba el pellejo. Los perros saltaban alrededor, y como premio les daba algunos pedazos del animal.
Salir con la jauría es una aventura; se siente la energía vital de la manada, de los roles y funciones de la caza. En los ladridos comunitarios se escucha la conexión con la naturaleza. En el cerro, los perros pequeños cumplen una función mucho más importante que en la ciudad; se meten en las cuevas y agarran a los animales para que los más grandes los muerdan después. En ese momento hay que apurarse y mostrar quien manda. Mi primo los golpea en el hocico y les quita la presa, aturdiendo a la vez al futuro alimento; listos para ponernos en sacos atravesados por un alambre, como si fueran una colección pictórica.
Muchas veces se siente el olor sanguíneo. Cuando se palpita esta belleza, hay algo místico en la unión ritual; el sentimiento de pertenecer a una entidad superior, donde todo cobra sentido y la naturaleza asigna un lugar a cada ser vivo. El cazador experto es aquel que puede con un lazo o un golpe bien dado emplear la fuerza corporal. Estamos hablando de estos tipos de animales que funcionan como plagas, los que deben ser arrinconados y atrapados en su guarida. A diferencia de las fábricas alimenticias, caminar por los cerros, montañas y cauces; correr siguiendo la ruta de los cebos y rodearse de una jauría sedienta, conforma un desafío que se transmite de generación en generación. Es parte de nuestra sabiduría popular.
La última vez que salimos a cazar había granizado la noche anterior. Los pájaros recién comenzaban a sobrevolar el lago. Recorrimos partes de la cordillera de la costa. Algunas trampas estaban con conejos aturdidos por el frío. No reaccionaban. Pero uno de ellos, que todavía tenía energía e intentaba escapar, Miguel lo agarró del pellejo y en vez de romperle el pescuezo rápidamente, tomó un cuchillo y lo fue desangrando poco a poco. Lo exhibía delante de la jauría hasta que el animal sucumbió. Maldito, decía para sí, mientras sonreía introspectivo.
4.-
A.-Llegaba a la casa de mi tío. Entraba a una antesala, como una especie de comedor con un ventanal enorme. Me llamó la atención el jardín: estaba sucio y con maleza. Sentí un ruido y fijé la vista. Divisé los huesos de un gato pequeño, mientras otro enorme tenía atrapado motas de pelo en su hocico. Me di cuenta de que este animal masticaba y quebraba el cuerpo del pequeño. El sonido era nítido y el dolor agudo. La escena de la alimentación continuaba sencilla, sin dramatismo. Les avisé a los dueños de casa e intervine: puse mi dedo en el animal como si atravesara una herida. El gato enorme no tenía carne; mi mano llegaba directa a sentir el vacío de sus órganos.
B.- Estábamos haciendo el aseo con mi madre; juntos poníamos insecticida para ratas en un tubo roto, ubicado en el patio de nuestra antigua casa. Al otro día aparecieron pedazos de un animal que no pudimos identificar. Mi madre lo barrió mientras miraba un pájaro en el cielo; luego me dijo algo al oído que no recuerdo. Vi su delantal de cocina, las manos recién lavadas y la sonrisa infantil de desamparo.
Jorge Polanco Salinas (Valparaíso 1977-). Ha publicado los libros de poesía: Las palabras callan (Altazor, Viña del Mar, 2005), Sala de Espera (Alquimia, Santiago, 2011; Funesiana, Buenos Aires, 2019) y las prosas Cortes de Escena (Barcelona, 2019), entre otras publicaciones en revistas, antologías, plaquettes y ediciones en diferentes géneros y formatos. Ha recibido becas de creación literaria y financiamiento de libros. Actualmente vive en Valdivia.
Imagen de la cabecera: Ciervo, Perro y Gato, de Charles Jervas (1730).