Dosis de tiempo y oxígeno en Porque ya no somos niños (Alíster) y Bajo amenaza (Memet) por Ricardo Herrera Alarcón

Uno

Porque ya no somos niños (1981), de Hugo Alíster y Bajo amenaza (1979), de José María Memet, son dos libros a los que no he dejado de volver a través de los años. En ellos sus autores alcanzan una precoz madurez y, a pesar del tiempo trascurrido desde su escritura, siguen teniendo una alta calidad estética. Bajo amenaza, es el segundo libro de un joven Memet, que se empina sobre los 21 y quien, al decir de Hugo Montes en el prólogo, “ha recorrido en muy poco tiempo el itinerario que para otros duró una vida”.

En el caso de Alíster, su libro trae en la contratapa un pequeño comentario de Enrique Lafourcade, que señala a Hugo (que tiene 24 años en ese entonces) como el relevo que tomará la posta de los mayores. “Es uno de ellos”, señala el narrador y crítico. Los poemas de Porque ya no somos niños, son en su mayoría breves y desprovistos de retórica. Cito algunos textos: “El silencio/ Es el precio que debe pagar/ El sepulturero/ Al enterrar/ A su hijo muerto” (Cortocircuto N-3), “No somos/ Más que unos seres confundidos/ después de una lluvia de invierno/ Sin saber/ Si reír o llorar/ O morirnos” (Con la lluvia nos confundimos), “Nadie soy/ Tras el cristal de la ventana/ Y nadie soy/ Aunque no exista la ventana” (Quien en la ventana). Cuando  Alíster sucumbe a la tentación del poema extenso, este pierde fuerza y tiende a diluirse. En estos versos no hay figuras literarias, casi. Lo que hay es una mezcla de objetivismo y nostalgia al describir una cosa o situación. Lo que hay es una percepción aguda de la precariedad de la vida, mucho registro del instante, un poeta que da en el centro de la experiencia, siempre. Es como si hubiera atrapado una porción de tiempo en este libro que comienza con la famosa cita de Esenin: “Soy el último poeta de la aldea,/ mis cantos son humildes como un puente de madera”. A partir de ella un leve tono de derrota le imprime a su poética una levedad que contrasta con la poesía social de moda. Eso es lo que existe también acá: humildad y simpleza frente a lo que se dice. También una rabia solapada, un querer no dar cuenta del “pastel entero  de la historia” sino de un fragmento. La crítica social presente en los poemas, como en Memet, relaciona el sufrimiento de Cristo con el del ciudadano común: “Sí /Aún recuerdo/ Que sólo te perforaron las manos y los pies/ Hoy veo/ Que te perforan el cuerpo”.

Eso también me pasa con Bajo amenaza. Si Alíster comienza con una cita de Esenin, el poeta nacido en Neuquén lo hará con una de Evtuchenko (“Nosotros debemos justificar con nuestra vida/ La muerte de los que murieron por nosotros”) y otra de Nazin Hikmet (“Para que la muerte sea justa/ ha de ser justa la vida”). Los epígrafes, en ambos casos, son buenas introducciones de lo que se viene. En Memet es una poesía abiertamente política, un destino al que se ve conminado: la misión del hombre que respira y debe luchar por la justicia en el mundo. En Alíster la denuncia no se sobrepone a la experiencia, es más bien una pantalla que reproduce el sonido de lo personal por sobre el de la calle. Ahí su logro. Memet también ensaya esa posibilidad  y es cuando alcanza la mejor poesía de Bajo amenaza, la de las secciones Los pasajeros de lo que nunca hemos dicho, Herencia siglo XX o Desde el amor. Aunque en algunos casos se deje seducir por la idea del poeta como mesías, por el poema como redención, por la historia como protagonista, el hablante nunca hace del discurso un panfleto. Bajo amenaza también encapsula una porción considerable de tiempo, leer sus poemas es regresar a una época donde lo heroico era compartir el dolor, donde la magia no estaba en los versos sino en la calle.

Porque ya no somos niños fue publicado en la capital de La Araucanía. Bajo amenaza, en Santiago, pero ambos autores comparten el Temuco de los años setenta y desde allí escriben. A su alrededor caminan las arterias de la ciudad otros escritores: Guillermo Chávez, Juan Pablo Ampuero, Cecilia Castaings, Guido Eytel, Elicura Chihuailaf, Bernardo y Juan Carlos Reyes, Gustavo Adolfo Becerra; y algunos más jóvenes como Jorge Salazar, Juan José Irarrázabal, Hurón Magma, Luis Riffo, Gerardo Araneda.

Vuelvo a estos dos libros, entre otras razones, porque en ellos veo la sangre y la fuerza de una época oscura. Y porque ambos autores logran traspasar, en dosis distintas y densidades diferentes, esa fuerza y esa sangre a dos proyectos escriturales que continúan siendo importantes para entender la poesía de ese tiempo.

Dos

Un poeta puede no tener talento pero debe tener sangre, que es mejor que la lucidez o el talento y tiene la honestidad de la violencia y la piel. Y cuando hablamos de piel no nos sirve el talento ni la lucidez, sino la valentía y el instinto por alcanzar, como sea, la luz al final del túnel o la luz de la mañana luego de una noche de insomnio. Un autor puede no tener talento ni experiencia, pero debe tener lecturas, aunque la sola lectura lo hará un escritor pulcro pero sin coraje. El coraje se puede sacar de los libros, pero en general te lo entrega la vida. Un autor debe tener lectura y coraje, ojalá por partes iguales, que es lo mismo que decir lectura y calle. Pero que se entienda que no hablo de calle como experiencia de la miseria o el dolor como justificación del arte. Hablo del equilibrio entre intemperie, lectura y coraje. Ese equilibrio es el que diferencia a un escritor de otro.

Salir a cazar las palabras, implica la sangre y el instinto. El instinto es como el temperamento: viene en el ADN y es lo más parecido a la marca de Caín en la frente: no se aprende y es genético. El instinto es la sangre, y se permite la arbitrariedad, la supone y necesita. La fuerza también pero implica mayor contención. En un poema no puede faltar sangre (aquella huella digital, a veces casi indefinible de un poeta) pero sí puede faltar fuerza. Muchos poemas anémicos y perfectos que se escriben dan cuenta de esta falta. Algo de grasa no le hace daño al cuerpo del texto.

Es fácil confundir la fuerza con la rabia. Muchos poetas escriben mirando demasiado hacia un pasado que condenan. No está mal, pero la crítica al pasado se debe hacer con astucia, inteligencia, incluso con cierta ternura, de lo contrario la poética se transforma en manifiesto. Parra, en su poema titulado irónicamente Manifiesto, es un ejemplo de la mordacidad poética. No es rabioso, es ácido. El afán de originalidad de mucha poesía (quizás el gran pecado de la lírica chilena) no es más que el afán de movilidad social en el establishment literario. Propongo primero escribir buenos poemas, la originalidad será su consecuencia directa. Casi nunca es al revés. Pero la rabia afuera, por favor.

Un poeta es un hambriento que se acuesta pensando en la comida del día siguiente. Pero que come y solo alimenta al animal que vive en su cerebro. En lo personal, habita un gato en mi cabeza (no el tigre, del poema de Rioseco), un gato que olfatea el aire y se concentra en lo invisible, como si la vida se le fuera en ello. Ese tigre o gato que alimentamos es pura fuerza y sangre. Y sabe que la fuerza es la proposición de una idea o una imagen, más que el uso de un lenguaje agresivo. Cuando a la radicalidad de esas ideas la acompaña un dispositivo verbal que no se subordina al sentido sino que es capaz de reclamar su propia atención hablamos de Vallejo y hablamos de fuerza. La sangre es más imprecisa. Un poema tiene sangre cuando altera nuestro comportamiento, cuando lo recordamos mientras nos afeitamos y nos cortamos la cara, como decía Teillier. Cuando hablamos de sangre hablamos también de Vallejo, que es fuerza y sangre pero en dosis de alta pureza y concentración.

Un poeta no debe tener mucho margen de condescendencia con su obra, no sucumbir a las sirenas del elogio. A esto se le confunde con la falsa modestia. No importa. Es mejor la falsa modestia que la arrogancia del que cree haber llegado a un lugar. En poesía no se arriba sino que se parte. El desagrado de escuchar a alguien que se autocelebra, en cualquier ámbito profesional, es mucho peor en un oficio como la escritura, donde es evidente la sonrisa autocomplaciente del payaso que cree haber llegado a un público que aplaude de pie. En literatura el circo siempre está vacío y la única que sonríe al poeta es la trapecista que vende manzanas confitadas en el entreacto. Un libro contiene tiempo y palabras sostenidas sobre una estructura retórica. El tiempo es el oxígeno del que disponen las palabras para respirar. El oxígeno de los libros está compuesto por partículas de fuerza, sangre, originalidad, talento, coraje, tradición. Cada uno de estos elementos, por separado, generan diferentes lecturas y lectores más o menos entusiastas o deprimidos. Combinados, todos juntos, generan adicción.

 

Tres

Por qué volvemos a un libro? Por placer. Buscamos una lectura que genere un efecto sobre el cuerpo y las terminaciones nerviosas del cerebro. Un placer más que intelectual, físico. Hacia allá queremos ir, hacia la lectura como erotismo y reflexión. Los libros ponen en funcionamiento mecanismos de persuasión que nos convencen, más allá de lo racional, sobre su valor: una argumentación oblicua que afecta nuestros sentidos.

Vuelvo al poema “Eres tan triste cuando te marchas”, de Bajo amenaza: “Eres tan triste cuando te marchas/ Pareciera que me dejas/ Y cruzo las veredas/ Y me acerco a cada amante/ Para ver cómo se odian/ Para ver cómo les crecen heridas en los labios después de cada beso./ El mundo está sin cariño. /Cualquiera puede ser un dictador hoy día”. Acá, el pequeño fascista que nos habita hace crecer heridas en los labios del otro. La sangre en el poema es esa textura tan personal que nos recuerda los epigramas y el exteriorismo de Cardenal, junto a un neorromanticismo que es amoroso y político. Ese sincretismo es la sangre de Bajo amenaza. Su fuerza suele ser menor, pero no menos importante. Recordamos tantos poemas de este libro también porque su dispositivo retórico no atrapa al sentido sino que lo libera. El trabajo sobre el lenguaje es casi imperceptible. O se hace evidente solo cuando el poema falla. En general eso no sucede y no hay amarras sobre las palabras. En “El niño de la calle San Diego”, nos dice: “Hoy día/ No soy yo el que escribe/ El mundo maneja mi lápiz”, versos que me siguen pareciendo una síntesis acertada de su trabajo poético.

Vuelvo a “Desde ayer”, de Porque ya no somos niños: “Perdón/ El niño que pide un peso/ Cuando se han ido todos/ Soy yo”. Alíster, nuevamente, convertido en un Robin Hood para quien “la poesía (…) es un continuo lanzar flechas/ para herir a esa bestial realidad/ que aún se ama”. Su fuerza y su sangre están contenidas en esta poética de Gonzalo Contreras. Los poemas de Hugo son como flechas o alfileres puestos sobre porciones de realidad. Su alta dosis de concentración verbal es fuerza contenida, elipsis constante. En Porque ya no somos niños existe una voz, un tono que, al igual que en Memet, parece absolutamente ajeno a los experimentos que Muñoz, Maquieira, Zurita o Martínez  publicaban a fines de los setenta y comienzos de la década siguiente. Alíster va por otro lado. La búsqueda formal no les es ajena, pero no es lo importante. ¿Qué es lo central entonces? El testimonio, la construcción de un universo privado cercano muchas veces a la mudez. Eso me interesa sobremanera, las dosis (mayores o menores) de sangre, tiempo y fuerza. De silencio. El tanque de oxígeno de cada uno de estos libros es distinto, pero siempre que vuelvo a ellos no tengo dudas que sus poemas me permiten respirar mejor y mirar hacia un época llena de violencia que estos dos poetas enfrentan con belleza, instinto, coraje.

 

 

 


 

Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).

Imagen de la cabecera: Puxão de orelha de José Ferraz de Almeida Júnior (siglo XIX).