No son precisamente ruinas, pero se arruinan, y la mar en su movimiento, gravedad y agua en el viaje del planeta, los recoge o los guarda, regazo acuoso y vivo. Naufragios: barcos o botes, chalupas o buques, superficies rotas a punta de cañonazos o tormentas, lluvia y truenos, cielo cayendo al mar, estrellándose. Paul Virilio escribió que cuando se inventó el navío, se inventó el naufragio: potencia negativa de la materia. Pensado así, los automóviles fueron diseñados para los accidentes que Ballard pesquisaría en esa novela ejemplar sobre las pesadillas del siglo en curso. Porque el siglo XX y su sombra se proyectan sobre el nuestro, pasando boleta, cobrando la deuda.
Entonces: navíos y naufragios. Olas que azotan los barcos y los hacen pedazos, dejando esqueletos morando entre rocas llenas de algas y pulgas marinas, juntando sol y noche en esa piel que se escama con los días. El mar tiene sus ruinas, pero las esconde. Los secretos del mar son revelados a los buzos, a los peces abisales. El mar es la memoria del mundo.
En una nota de Internet encuentro lo siguiente: “En escritos de Petronio, se lee que aquellos que estaban en peligro inminente de naufragar se cortaban los cabellos y colgaban de su cuello algunas piezas de oro o algún otro objeto precioso a fin de excitar y recompensar la piedad de aquellos que les dieran sepultura”. El que va a morir en el mar sabe que no tendrá sepultura. Que su cuerpo quedará, con los restos del barco, merced del capricho de la marea. Una muerte que entrega el cuerpo a la incertidumbre. Huesos y carne descompuesta que alimentarán a los peces.
El naufragio es una ruina, pero en un sentido que intuyo distinto al de las ruinas tradicionales, a los edificios abandonados y maltrechos o triturados por la locura de la guerra: sus restos o la inexistencia de estos, ese doble movimiento, depositados en el mar o hechos añicos –el mar es la memoria y el olvido—, hablan de un modo de vida radicalmente distinto al de los que habitamos ciudades asentadas en valles o cauces de ríos inofensivos.
Simon Leys, en su libro sobre el Batavia, anota lo siguiente: “Aun en las mejores condiciones posibles, la vida en el mar (al menos hasta el siglo XIX) se antojaba al hombre de tierra, no sin razón, como una prueba espantosa. Aunque también él perteneció a una gran nación marítima, Samuel Johnson resumió perfectamente este sentimiento: «Ningún hombre se hará nunca marinero si encuentra alguna manera de que lo envíen a prisión. Pues la vida a bordo de un barco es ni más ni menos la de una cárcel, con el riesgo añadido de morir ahogado»”. Algunos cuentos de Francisco Coloane describen esta clase de locura de la que habla Leys. En uno cuyo nombre no recuerdo, tres cazadores de lobos pierden su chalupa en una tormenta y con las pocas fuerzas que les quedan, nadan hacia el interior de una cueva alojada en un roquerío de altamar, probablemente cerca de las Guaitecas. Uno de los sobrevivientes, atormentado ante el panorama, decide nadar fuera de la cueva y buscar una forma de ser rescatado. Un par de horas después, sus compañeros ven cómo el mar devuelve los restos de su cuerpo, destrozados.
Locura de hombres arrojados a la mar sin certeza de salir vivos. Lanzarse al abismo a buscar peces o cangrejos, sirenas o una enorme ballena blanca que parece sacada de las pesadillas de Dios. El mar es la memoria y el olvido: el mar es el abismo y lo habitan bestias que atormentan nuestra imaginación.
El cine norteamericano, acostumbrado a generar ingresos millonarios a partir de la sugestión emocional, puso en la memoria colectiva el naufragio del Titanic como uno de los acontecimientos marítimos más radicales de nuestra época. Perpetradas las hazañas marítimas de Colón o Magallanes, la imaginación occidental parece archivar la carpeta del ítem “mar” con el choque entre un barco y un iceberg. La historia es conocida y aun así, en un breve repaso por Google, nos encontramos con sendas crónicas que especulan en torno a la semiótica de ese particular naufragio. “Con el Titanic se hundió el símbolo de un grupo de hombres que se sentían seguros e infalibles. Algunos críticos de la época se atrevieron a proyectar que el naufragio de aquel buque era la metáfora perversa del fin de un modelo (desde los inicios de la modernidad que se vienen publicando textos sobre el derrumbe del modelo)”, escribe Cristián Zuñiga en un periódico .
La obviedad de la metáfora es, a estas alturas, un lugar común tan grande como el iceberg contra el que se estrelló el barco de marras. Porque los lugares comunes suelen tener esa particular característica: destruir de forma impiadosa a los navegantes que se les ocurre visitarlos.
Por eso es que los naufragios parecen ser una forma particularmente interesante de ruina: las empresas de marineros y pescadores, de colonos afiebrados por ser los primeros en pisar tierras ignotas, desaparecen tan rápido bajo el lecho marino que desafían incluso a la Historia y sus detectives. El mar es la memoria y el olvido, el abismo y la desaparición.
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En las viejas leyendas marinas, los barcos ruinosos suelen estar poblados de fantasmas. Flotando a la deriva, usualmente rodeados de niebla, estas naves espectrales son ruinas que la mar ofrece a los navegantes como un espejo que muestra el destino de los perdidos. El Caleuche es una de las primeras embarcaciones fantasma de la que tengo recuerdo. El autor chilote Nicasio Tangol lo describe así: “Generalmente se presenta como un velero hermosísimo, íntegramente pintado de blanco y profusamente iluminado. Sobre su cubierta, la tripulación se entretiene bailando al compás de una música enervante y tan maravillosa que subyuga y atrae con magnético encantamiento”.
Más adelanto, Tangol señala que el Caleuche es una barca de brujos que seduce a los navegantes con su música y los sumerge en la locura. El Caleuche, pienso, es como el Hotel Overlook de The Shinning: un lugar donde el tiempo ha quedado detenido. A pesar de que la descripción lo muestra como un lugar radiante, oropel para cautivar a marinos y pescadores, mi memoria lo retiene como un montón de despojos poblados de seres espeluznantes con la piel carcomida y las cuencas vacías.
Thimor, la novela utópica de Manuel Astica, parte con la noticia de un velero ruinoso que es remolcado por un vapor japonés hasta las costas de Valparaíso: “Los más ancianos vecinos del puerto creían recordar vagamente en las líneas del viejo cascarón, la elegante silueta del ‘Burlador’, que cincuenta o sesenta años antes hacía la carrera entre Valparaíso y San Francisco”. Más adelante, se lo describe como “un viejo barco velero que por lo desmantelado y destruido más bien parecía un ruinoso pontón”.
Al interior del velero, de color apergaminado, una carta. De acuerdo al testimonio allí consignado, la tripulación del “Burlador” escribió la misiva desde “la Gran Ínsula de Thimor, desconocida de vuestro mundo, último vestigio del perdido continente de Lemuria”. Manuel Astica, que por cierto fue marino y pasó gran parte de su vida en Valparaíso, seguramente conoció al dedillo las profusas historias y teorías sobre continentes perdidos en altamar. En la novela misma se discuten y conjeturan estos asuntos con pasión afiebrada. El protagonista, que termina en una civilización avanzada, superior a la nuestra, narra con entusiasmo este nuevo mundo.
El mar es la memoria, el abismo. El mar oculta y muestra, en un movimiento pendular, sus despojos.
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El relato de Poe, A Descent into the Maelström, describe un huracán cuyo embudo llega hasta el fondo mismo del suelo oceánico. El fenómeno, que llega a nosotros a través del narrador, ocurre en las costas de Noruega. Vale la pena transcribir un fragmento para mostrar como Poe imagina escombros de naves esparcidas en el océano: “Mirando en torno a la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas”.
Una narración similar realizada en nuestra época tendría que mostrar una cantidad superior de escombros y basura submarina: aviones destruidas en la primera o la segunda guerra, submarinos, vehículos que arrastró algún tsunami, aviones comerciales, fragmentos de cruceros, basura de las grandes ciudades costeras.
Como en el relato de Moisés, en el cuento de Poe, el mar es abierto y su interior aparece ante los ojos del narrador como un cuerpo en la mesa de disección.
El mar es la memoria del mundo. El mar esconde sus ruinas y las vomita según el favor del viento.
Jonnathan Opazo Hernández (San Javier, 1990). El año pasado publicó «Baja fidelidad» (Aparte ediciones) y «Cian» (Cuadro de Tiza). Actualiza el blog https://lacitadeunacita.wordpress.com
Imagen de la cabecera: El Naufragio, de J. M. W. Turner (1805)