En la facultad de agronomía de la Universidad de Talca hay un mural de arcilla cocida que tiene como figura principal al naturalista Juan Ignacio Molina. Allí está representado en terracota y el cromatismo de la escena es avivado por los colores de la tierra cocida a fuego directo. Son treinta piezas cuadradas de arcilla que dan una extensión total de un metro y medio de alto por cinco de largo. Allí el abate Molina es representado escribiendo en un escenario natural: a su derecha un águila y a su izquierda un puma que asoma su cabeza entre araucarias. Si bien el naturalista sostiene un manuscrito y está acompañado de algunos libros, el entorno es la geografía de Chile, hay un volcán que podría ser el Descabezado Grande, hay árboles, copihue, aves. Una sugerente luz lo envuelve, luz que es pura acción química del fuego sobre la tierra moldeada. Ese mural está frente a otro de similares dimensiones que representa la abundancia de la huerta maulina, y aún más, hay dos murales cerámicos en relieve de dimensiones un poco menor, que representan faenas agrícolas con animales. El autor de esos 4 murales cerámicos es Alejandro Lavín.
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Lavín, además de ceramista fue poeta. Me tocó la suerte de trabajar en la edición de su libro Fiesta del alfarero para Inubicalistas. Me citó una mañana en la sede Lircay de la Universidad de Talca, así podríamos sacar fotos de los murales. El gran terremoto del 2010 había ocurrido hace apenas un par de semanas y quería saber además si había algún daño en las piezas. Después de hablar sobre su libro en una cafetería nos fuimos a ver los murales y me contó cómo los había hecho: realizó bocetos a escala y traspasó los dibujos a bloques de arcilla, luego modeló cada uno de los bloques, los que fue cociendo en un horno cerámico diseñado y construido por él mismo. Con ese trabajo se construyó su cabaña-taller en la localidad cordillerana de Vilches Alto.
El verano siguiente tuve la suerte de presenciar una cochura de una horneada cerámica, la última que realizó en vida. El horno era un gran tambor recubierto interiormente por ladrillos refractantes. Ahí se guardaron vasijas, fuentes, campanas, caballos, músicos, todo un ejército de seres cerámicos a un infierno de fuego lento durante horas. El resultado era que las llamas se paseaban entre las piezas de arcilla, cociéndolas de manera irregular, ganando con eso en cromatismo de la familia de los ocres. Imagino las semanas de cocción para lograr las piezas de los murales, alimentando el horno, una columna de humo en medio del bosque, la alquimia de los artesanos en honor del primer naturalista chileno.
La arcilla que utilizaba Lavín, era recolectada personalmente en distintas localidades de la región. Y no deja de haber algo de paradójico aunque lleno de sentido: un mural sobre el naturalista Molina, con arcillas de la zona natal de este, como las que el científico observó y describió con más de doscientos cincuenta años de anterioridad. En su Ensayo sobre la Historia Natural de Chile, publicado en Bolonia en 1810, afirma:
“El origen de estas arcillas es un problema difícil de resolver; pero reflexionando sobre su situación, color y elementos, se puede conjeturar, con mucha probabilidad, que ellas provengan de la descomposición de las lavas esquistosas y basálticas, por un trabajo químico de la naturaleza, la cual, a menudo, le agrada componer o descomponer recíprocamente los cuerpos más duros. Estas arcillas tienen todas las buenas cualidades que se requieren —y yo también las creo aptas— para fabricar crisoles y otros vasos químicos, porque a menudo son refractarias y resisten la más violenta acción del fuego sin agrietarse o quebrarse.”
Y razón tenía Molina en casi todas sus especulaciones, si se compara con las actuales teorías de composición de las arcillas. Pareciera que su interés de naturalista solo se saciaba con agudas descripciones de la naturaleza observada, junto a desarrollar especulaciones teóricas propias. Entre sus afanes también describe otro tipo de arcilla blanca y la apellida con el gentilicio del río que da nombre a la región:
“La segunda, que puede llamarse Argilla maulica, por el nombre de la provincia donde se encuentra, es una tierra blanca como la nieve, resbaladiza, esparcida de puntos resplandecientes micáceos y de un grano finísimo. Existe de ordinario sobre las riberas de los ríos, en estratos que se internan mucho en la tierra, los que de lejos tienen toda la apariencia de un terreno cubierto de nieve. Su carácter resbaladizo es tal, que no se puede poner los pies encima sin resbalarse o caer. Expuesta a la acción de los ácidos, no muestra efervescencia alguna y, puesta al fuego, adquiere allí un poco de trasparencia, sin perder nada de su reluciente blancura. Estos motivos me inducen a sospechar que ella es más bien una tierra de porcelana, análoga al Koalin chino (…)”
En alguna conversación, Lavín hizo alusión a esa arcilla parecida al caolín chino y a los procesos químicos que ocurrían bajo la acción del fuego. El ceramista es un poco alquimista, hace una diablura con la materia, transforma, mezcla, moldea. El naturalista también se fija en las composiciones y sus mezclas, en ese interés común sobre la materia aparecen también los lugares geográficos, los territorios que otorgan estas materias, como Lavín lo dice en su poema El hacedor y su terracota, al hablarle a un caballo creado por él:
Forjado estás / con oropeles / del río Purapel / Glorioso te saqué / de las fauces / del chino dragón / de mi horno cerámico / No es justo / que te maneje / el tonto Morales / Las piritas / y el fuego te pintan / rebelde y troyano / metedor de pecho / Con tus narices / de terrón pencahuino / olisquea de Nuevo / el diente del león / Tu relincho volcánico / le da julepe a los quiques / que se zampan los pollos / Encumbra tu lomo / de mondo cerro cauquenino / Airea tu crin / de cuarzo de Curanipe / Levántate y lúcete / en la parentela de los ladrillos / más duros de Pilén / Tiñe con tu óxido / estas palmas / de viejo alfarero.
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Otro que sabía de arcillas, de vino y de estrellas, fue el persa Omar Jayam, matemático y astrónomo, escribió unas cuartetas que hasta hoy se pueden leer, con la legítima duda sobre algo escrito hace mil años en persa antiguo y vaciado de vasija en vasija hasta ahora, aun así es claro en su punto, la transmutación de la materia y la vida pasando por el barro: En voz baja / la arcilla dijo al alfarero que amasaba: / No olvides que fui como tú. / No me maltrates. Jayam fue uno de los poetas más queridos por Lavín. En la última visita que me hizo, tomó de la biblioteca un ejemplar de “Rubaiyat”, un económico “clásicos universales” hallado alguna vez en una liquidadora de Santiago, y estuvo toda una mañana leyendo en un sillón de mimbre. Tiempo después, cuando ya había fallecido, noté que algunas hojas tenían las puntas dobladas y como la mayoría de los poemas marcados hacen alusión a la alfarería, pensé, y pienso hasta hoy, que las marcas fueron suyas. Otro de esos textos: Vi ayer a un alfarero modelando / Modelaba los costados y las asas de un cántaro. / El barro amasado eran cráneos de sultanes / y manos de mendigos. Jayam escribió esas cuartetas sobre la fugacidad de la vida y el vino, así como hizo aportes al álgebra, la geometría y la astronomía. De manera parecida que Molina, el ámbito del conocimiento natural le era de interés, parece haber una relación sinérgica, en algunos casos, entre la curiosidad sobre la naturaleza y el trabajo con la materialidad; la del alfarero en moldear y cocer, el naturalista en explorar y conservar ejemplares, el astrónomo en observar manipulando instrumentos. Ninguno de ellos es trivial al referirse al barro.
Juan Ignacio Molina también escribió poesía, la primera obra que se le conoce es de 1761 y se llama Elejías latinas, un poema escrito en metro clásico sobre su experiencia como enfermo de viruela: Una prodigiosa enfermedad, salida de las cavernas de la Estigia, me invadió el cuerpo, sin tener compasión conmigo. Primero la cabeza, luego el resto de los miembros, advierten los síntomas del mal que se avecina, y así sigue con una larga y detallada descripción de los síntomas, tema sensible por hoy, del cual se podría hacer un especial periodístico en medio de un noticiero central. Si bien abandonó prontamente la poesía en metro, siguió desarrollando otro tipo de poesía que ocurre en el ámbito de los naturalistas, y posteriormente en algunas ciencias, en el sentido de usar las facultades creativas sobre el lenguaje para designar nuevos conceptos, o entidades que antes no habían sido observadas. Es natural ahora hablar de un “agujero negro” o de “velocidad luz”, conjunciones de lenguaje para denominar situaciones u objetos invisibles al intelecto anterior. Lavín tenía una especie de aviso a la entrada de su cabaña, escrito sobre el estanque de un WC, decía: “Se venden huevos de poiesis”. Se supone que poiesis es una palabra de origen griego que denomina esa facultar de la creación, esa facultad de la inventiva que de caer sobre el lenguaje, lo hace arcilla modelable. En el caso de la ciencia, cuando se ve necesitada de nombrar lo nuevo, generalmente adopta neologismos a partir de analogías, por ejemplo, muchas de las especies bautizadas por Molina son el resultado de analogías con otras plantas, un caso de esos lo menciona el teólogo e historiador Walter Hanisch en su libro sobre el naturalista:
Molina tiene orgullo de las palabras griegas formadas por él para designar cosas nuevas en la historia natural. A la patagua le dio el nombre de Crinodendron porque: “sus flores pendientes semejantes en la forma y color y olor a las del lirio aunque más pequeñas (de dónde deriva el nombre crinodendrón: árbol del lirio). Al coipu le dio e1 nombre de hydromys, que significa ratón de agua y distingue tres especies: coipu, crysogaster (panza de oro), leucogaster (panza blanca).
Quizás, a la manera del extraño encuentro entre un paraguas y una máquina de coser en una mesa del surrealismo, el cruce acá entre la alquimia de la cerámica, y el asombro por la naturaleza, se entremezclan en una red continua que toca al lenguaje, como esos filamentos de hongos que unen como una red el suelo bajo un bosque. Hongos-palabras que sintetizan y metaforizan para explicar lo nuevo, atribución del lenguaje científico cuando bautiza mediante analogías y genera nuevas denominaciones con la licencia que permite la poesía.
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El taller de Alejandro Lavín era de una simpleza de carpintería de barrio, por acá un saco de arcilla traída de algún pueblito interior, por allá su rueda de alfarero hechiza, donde giraban las formas que salían de sus dedos, su interés estaba en los volúmenes, las líneas, y si utilizaba engobes eran simples y planos, para destacar dibujos que adornaban los platos y las vasijas: pájaros, zorros, racimos de avellanas o geometrías que extraía de algunas semillas. En invierno la nieve cubría los avellanos que rodeaban su cabaña taller, en primavera los pájaros hacían su fiesta mientras el hombre moldeaba figuras y pulía sus versos. Eso duró hasta el año de su muerte en el 2012. Mucho tiempo después, el verano del 2018, tuve la oportunidad de conocer, en la lluviosa y vegetal Valdivia, el taller del ceramista Menashe Katz.
Al entrar tuve la impresión de entrar en un búnker o un laboratorio de física, todo estaba bajo un gran orden y modernos hornos eléctricos permitían dosificar las temperaturas y los tiempos de cocción con gran precisión. Si venía un fin de mundo, una erupción colosal, una inundación primigenia, Menashe seguramente sobreviviría modelando un Big Bang cerámico desde su refugio. El Mena, como lo llaman sus conocidos, proviene de la pintura, del grabado, sus búsquedas están relacionadas con procesos que producen atmósferas inquietantes, la poeta Damaris Calderón apuntó certeramente sobre su obra gráfica de la exposición Excoriare (2004): Estas son atmósferas que no pretenden, por innecesario, de(mostrar) la desolladura. Muestran, sugieren, develan, señalan acaso, en guiños oscuros, algo terrible e impreciso. Bajo una aparente impersonalidad, una «tranquilidad» engañosa, tienen una señal premonitoria, y la ausencia de patetismo, acentúa aun más lo terrible, que sobrecoge. Esta pintura me recuerda lo que va a acontecer. Estos no son paisajes- advierto. Estas son zonas de peligro.
Cristalizar esas zonas de peligro en el barro pudiera ser una de las búsquedas posteriores del artista visual, que antes de serlo a tiempo completo, estudió y ejerció largos años como químico, y se nota en su búsqueda de las variables y en la diversidad de formas geométricas modeladas, uno piensa en enlaces moleculares, abstracciones, engobes químicos secretos que a diferentes cocciones estallan en cristalizaciones que parecen derrames, o diminutas explosiones atómicas, que suceden en las finas capas que recubren las obras y generan pinturas azarosas.
Pienso ahora en estas búsquedas distintas, estos modos distintos de talleres, uno en medio del bosque cordillerano, el otro en la selva húmeda valdiviana, dos laboratorios terrestres de la forma y la alquimia bajo el amparo de la alfarería, ambas búsquedas guiadas por el conocimiento íntimo de la materia y/o del lenguaje, y que desembocan en el barro.
Termino acá este breve acercamiento al lenguaje poético desde la arcilla, copiando un texto escrito al poco tiempo de la visita al taller de Menashe Katz, pero que seguramente se venía gestando desde la observación del horno de Lavín, quizás como un modo de renunciar a la idea de ofrecer una conclusión.
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El problema parece sencillo: Detener el tiempo. Experimentar. Moldear con polvo de huesos rotos vasijas de reyes y mendigos. Darle cintura al barro. Dar vueltas alrededor del Sol. Volver a inventar un fuego, recién nacido de inocente maldad. Hacer obedecer al átomo. Ser el volumen medido de lo posible, su testimonio. Hacer dormir el tiempo entre volúmenes opacos de tierra. Detener ese instante en que el cristal se derrama hacia su frontera irreversible, pero se queda. Congelar el nacimiento de la burbuja, cuando se oxida el cobre en su memoria de metal destinado a la corrupción. Hallar la temperatura precisa de los segundos que afinan su cólera en el Origen del horno. Sacudirse la maldición de suelo quebradizo destinado a polvo. Agregar una perturbación que podría no estar, pero que es bello que esté, si aún algo puede ser bello. Contener el agua, ser el complemento de la sed, brillar. Pulir la corteza terrestre. Soplar el barro para que despierte y te mire con ojos de asombro. Esperar.
Talca, 20 de julio 2020
Felipe Moncada Mijic: Nació en Quellón, en 1973. Profesor de Física y Matemáticas (USACH). Editor de Ediciones Inubicalistas de Valparaíso.
Ha publicado los libros de poesía: Irreal (2003), Carta de Navegación (2006), Río Babel (2007), Músico de la Corte (2008), Salones (2009), Mimus (2012), Silvestre (2015, Premio Municipal de Santiago 2016), Migratorio (2018, Premio Mejor Obra Literaria Inédita CNCA en Poesía, 2017). En el género ensayo ha publicado: Territorios Invisibles. Imaginarios de la Poesía en Provincia (2016, Premio Mejor Obra Literaria Inédita en Ensayo, 2015).