Dos cuentos inéditos de Leonardo Videla

Hualve

 

Como en el poema de Cavafis, esta ciudad ha ido siempre en mí, no importando dónde haya creído dormir. En Milán, por ejemplo, solía tener un sueño recurrente: de noche, tomo un autobus hasta una zona alejada de mi casa, y me bajo con la certeza de saber exactamente dónde van mis pasos. En el sueño, el punto donde desciendo de mi transporte siempre es un lugar de edificios altos, iluminados, corporativos o institucionales, un sitio higienico e impersonal en cualquier caso. Por lo visto, el lugar donde me dirijo en esos sueños es la casa de alguien querido, un amigo o un familiar, y es extraño saber que voy tras ese afecto en medio de calles vacías de personas y que parecen el calco de las vías de algún circuito integrado. Pero, como ya dije, me parece conocer muy bien mi itinerario, y no dudo en tomar tal o cual calle sin que nada llegue a desconcentrarme, ni la visión apabullante de los rascacielos que flanquean mi itinerario, ni el tráfico intenso y luminoso que trepida por las calles. Nada me detiene, voy seguro y, tal vez, contento por la perspectiva del próximo encuentro. Hasta que -así he soñado en el DF, en Milán, y en Santiago también- doblo una esquina y quedo paralizado frente al hualve.

Enredo de arrayán, canelo y quila con el agua a las rodillas, los hualves se presentan como estribaciones de bosques acuclillados en el barro que interrumpen a menudo las calles de Valdivia. Para los mapuche, según me dicen, el hualve es sitio sagrado, territorio de n’gnechen, al cual sólo el ngen-ko, el dueño del agua, puede franquear el paso. Para los valdivianos, según sé, el hualve es el pantano del cual se levanta una hedionda bruma en los días de otoño, donde a veces se descubren fetos flotando o, a veces, se escuchan los tiros que ponen fin a una transacción mal avenida entre narcos. Algunos han sido rellenados por las inmobiliarias, y sobre ellos han levantado casas cuyos dormitorios amanecen sembrados de babosas flacas. Otros, persisten enjaulados entre cuatro calles suburbanas, un metro bajo el nivel de la calzada, y cuando la lluvia comienza en serio, suelen regurgitar hacia el cemento el resumen de toda la podredumbre con que los vecinos, durante los meses secos, han obstruido el trabajo de sus raíces: pañales, bolsas de basura, perros muertos. Sea como sea, el hualve valdiviano tiene dimensiones que bien alojarían un barrio de la ciudad, y en mis sueños extranjeros -en Buenos Aires, o en el DF- éste me corta el paso con una extensión y una oscuridad proporcionales a la ciudad que lo contiene: a lo lejos, en el horizonte, altas torres y helicópteros cuyas luces guiñan en el denso vaho de la noche, y entre el borde del mundo donde mis pies han quedado quietos, y el borde del mundo donde se agita inquieto quien me espera, un mar de juncos sibilantes por la brisa, erizado de ramas naufragadas en el lodo, apenas iluminadas en sus retorcidas muecas por el débil haz de un faro que gira a mis espaldas.  

Fuera del sueño, en el caso valdiviano, hay algunos hualves que están clausurados, no por el ngen-ko sino por un par de frescos que, queriendo evitar paseantes indeseados alrededor de las propiedades colindantes, han levantado rejas o, más astutamente, antenas de repetición de celulares que bloquean el paso con hilo electrificado. Pero hay hualves liberados, y es posible penetrar en ellos sin hundirse ni perderse, siempre y cuando se preste atención a ciertos resguardos. Hay senderos que los flanquean. Algunos de esos senderos son simples derivaciones de las calles asfaltadas entre las cuales están recluidos. En el barrio Huachocopihue, las calles Irlanda e Inglaterra se transforman, sin solución de continuidad, en senderos que desembocan en el hualve. Uno puede bajar por ellos, y caminar por ellos, y luego hacer un pequeño esfuerzo de respiración y de equilibrio para seguir el camino sobre la cóncava superficie del tubo de alcantarillado que se abre paso a través del denso totoral y que desaparece bajo un pequeño montículo, cerca de barrio El Bosque. Algunos senderos, también, suelen replicar el trazado de algún curso de agua que irriga la vegetación del lugar. Entre la Villa Europa y la Villa Pedro Montt, hay un hualve inmenso. Alguna vez hice, y espero que aún pueda hacerse, el siguiente recorrido: caminar por la calle de la villa Pedro Montt que flanquea el hualve, llegar al final de esa vía, bajar con cuidado entre la quila cortada y los tocones de árboles, pisar el lodo, y buscar el sendero que va a la vera de una vieja acequia -abierta quizás por los peones cuando el lugar era un potrero del fundo Krahmer- y, entre árboles podridos y esporádicas ranas que salen al encuentro, llegar casi seco, casi intacto, hasta el otro lado, donde comienza la calle Italia, al final de la villa Europa.

En ese camino, aparte de ranitas, a veces, también, encuentras niños. Con la ropa enlodada, mimetizados con el contexto, son los niños, supongo, los únicos que suelen tener algo de tiempo para transformarse por un rato en habitantes de esa ciudad vegetal. Yo tuve cuando niño algo de esa experiencia. Igual como el habitante Jorge Torres lo fue a veces, enterrado en el lodo fui un árbol más; y por eso sé que el hualve, al recorrerse, multiplica la ciudad. Sé que, a fuerza de insistir en caminos mínimos, es posible que algunos adultos también lleguen a transitar cotidianamente por esa ciudad distinta, hecha de árboles chuecos, viento fétido y monedas viejas, que vive en los reductos que la ciudad real aún no ha invadido.

Pero en mis sueños nunca logro atravesar el inmenso hualve que me separa de quien me espera. Generalmente, me vuelvo hacia el pedazo de ciudad que he dejado a mis espaldas. O, si me atrevo a dar el primer paso hacia la oscuridad, caigo. Como sea, despierto de inmediato. Y abrazo a D., que, a mi lado, duerme tranquila y respira regularmente, porque ella fue niña en otra ciudad.

 


Horizontes

 

Encuentro una edición de 1992 de la revista de bolsillo Caballo de Proa, publicación del Habitante Pedro Guillermo Jara. Leo una columna satírica firmada por un tal José Mariquina. Durante unos segundos intento descubrir quién se emboza tras el seudónimo. Sin lograrlo, paso a enterarme que el tal Mariquina -¿será quién pienso que debe ser?- dice haber soñado con una poderosa voz que emitía regulaciones urbanas. La voz, según Mariquina, decía algo así: ocúltese de la luz toda plaza de Valdivia mediante altos muros que otorguen, también, sensación de recogimiento e intimidad. El caso emblemático debía ser la Plaza de la República, que por esos años había sido ensombrecida por la Catedral, recién reconstruida en su vereda poniente. Arrogándose funciones patrimoniales, la voz declaraba a tal adefecio de hormigón Primer Modelo de Arquitectura Ecológica: su sombra estimularía a los tilos a crecer hacia la luz, adquiriendo notable tamaño e interés turístico. En el mismo espíritu de tapiar la mirada, se estimaba conveniente multiplicar las construcciones en altura, siguiendo para tales efectos el ejemplo paralelepípedo de la torre Inés de Suárez, headquarter de la empresa constructora SOCOVESA que, por esas fechas, a principios de los 90, remachaba solitaria, como un pionero altivo en medio de la chatura aborigen, el extremo oriente del puente Pedro de Valdivia. 

Veinte años después, se ha cumplido cabalmente el vaticinio respecto de los árboles de la plaza. Algunos de ellos han alcanzado alturas peligrosas antes de que el vendaval les haya quebrado el pescuezo; otros, si bien beneficiados en su adolescencia por la sombra catedral, no han sido suficientemente protegidos en su adultez por el pararrayos que es la cruz. Como sea, todavía hoy podría imitar al Habitante Jorge Torres e, igual como él lo hacía herido de amor en 1975, sentarme “a esperar / en un banco de esta plaza / a que me sepulten los tilos”. También, la regulación urbana de Valdivia parece haberse hecho eco de los bandos arquitectónicos emitidos por esa voz que Mariquina -ya creo saber quién es ese Habitante, pero dudo- dice que le habló en sueños. Mirando desde el centro, con la honestidad del experimentador que sólo tiene permitido mirar sin adivinar lo que hay allende el hormigón, ya poco queda de esos “horizontes amplios y mofletudos” que Maurice van der Maele recuerda haber visto en su llegada a Valdivia a mitad de los años 50. Incluso quienes más debieran saber de cuestiones ambientales, parecen haber hecho un pacto con las sombras. Hace unos años, en uno de los pocos lugares que aún quedaban sin cementificar en General Lagos, la recién inaugurada autoridad medioambiental decidió erguir un muro de hormigón que ostenta la inscripción TRIBUNAL AMBIENTAL, en grandes caracteres sin serifa. El muro -ciertamente inexplicable, pues detrás de él no hay más que viento- ha pasado así a engrosar la fachada de General Lagos que hoy cubre por completo la vista del río, de la Isla Teja, y de parte de las colinas hacia la costa.

 

La arquitectura es el arte que negocia con horizontes, y en los últimos años los horizontes parecen haber tenido aquí la parte peor. El río, que es la forma más abundante de horizonte en esta ciudad,  ha sido tapiado de manera intensiva por las obras ribereñas: las ávidas ventanas de los edificios lo hurtan a la mirada pública, en desmedro del caminante, que a veces quisiera tener a ese otro caminante conversando junto a él. Sin duda, hay en todo esto algo del usual destino de las riquezas que, de ser comunes, se convierten en prebendas de unos pocos; pero más grave me parece el hecho de que, cortando la mirada, matándola apenas se alegraba ya de dejar el ojo y vagar a sus anchas, el Habitante se hace una mala idea de lo que es su ciudad. Un río impone un límite natural al crecimiento de la ciudad que abraza. Sin cordillera visible, el río Valdivia funcionó siempre como un eje, torcido y difícil pero eje al fin, en torno al cual la ciudad se construía y destruía. Una férula, en definitiva, contra la cual medía sus ambiciones. Pero sucede que Valdivia cada vez dialoga menos con su río, y es necesario ir a la periferia, hacia Angachilla o Las Ánimas, para que su abrazo sea correspondido por el abrazo de la ciudad que, en todas las otras partes, juega a escabullirse, con la pretensión de un niño crecido que ya no quiere ser arrullado en público por su madre.

Ahora bien: la historia chilena enseña que lo que Municipio no multa, Natura castiga, y soy de la opinión de que es justamente esta certeza incómoda la que funciona en la mente de las constructoras que tapian nuestros horizontes. Quizás ocultarlos no es sólo una forma de cortar nuestra mirada, sino tambien de cortar la mirada a esos mismos horizontes para que, de ese modo, podamos crecer a sus espaldas, al resguardo de su admonición. En este punto la Municipalidad debiera contrarrestar ese impulso de inmadurez. No quisiera imitar la voz del sueño de Mariquina, pero se me ocurre que hay gente formada en esos usos que podría emitir unos bandos de sentidos opuestos a los que dictó en ese sueño del 92. Bandos que nos recordaran, 20 años después, que el espacio público es, antes que público, espacio. No espectáculo sino telón. Si no por otra cosa, las ambiciones turísticas de las que esta ciudad hace gala cada verano son una buena razón para implementar tal política de vaciamiento estructural. Siendo el tiempo del Turista siempre escaso, hay sitios a los que puede llegar sólo con la mirada. Si no lo logra, si el Turista debe marcharse antes de cumplir el reclamo del Lugar Señero o del Sitio Histórico, esa deuda crecerá en su vergüenza hasta asumir las dimensiones de la culpa. De modo que la urgencia del Turista, y la consecuente torpeza y arrebato, se verán acrecentados si además imponemos restricciones artificiales a su ya natural miopía. Porque es necesario que en brevísimos instantes el Turista proyecte su mirada desde la punta de sus sandalias hasta el horizonte, y es dudoso que logre agilidad en ese ejercicio si, además de vadear la opacidad del Habitante, le ponemos por delante obstáculos inmuebles. Se corre el riesgo,  por lo demás, que en su premura la mirada se extravíe y se inmiscuya en los primeros y segundos pisos a través de ventanas o puertas mal cerradas, hasta el comedor del Habitante, o hasta su habitación, hasta su escritorio, hasta el sitio exacto donde D., dándome la espalda, encara la ventana que hacia el norte mira con las persianas apenas guiñadas.

Tendido en la cama, pienso en la identidad oculta del Habitante Mariquina y en el posible dueño de la voz que él oyó en sueños. De reojo observo a D., que se debate intentando abrochar con una sola mano un porfiado sostén.

-¿Has escuchado hablar de José Mariquina?- le pregunto.

D. me dice que no con la cabeza. Luego arroja el sostén en la cama y, llevándose las manos a sus caderas desnudas, irguiendo su torso frente a la ventana, exhala todo el resentimiento que guarda hacia sus prendas chinas. Más allá de su silueta está el muro de la casa aledaña. Más allá, los techos de zinc oxidados del barrio donde vivimos. Más allá, troquelando las colinas hacia el norte, las grúas que desde la calle Beaucheff me recuerdan a Mauricio Wacquez y a esos inmensos jugadores mecánicos que el vio un día de milnovecientosetentaytantos enredados en el mismo ajedrez que siguen jugando hoy.

-¿Quién es Mariquina? -me pregunta D. sin voltearse.

-¿No te da miedo que te miren? -le pregunto, y preciso:- ¿que te miren desde afuera?

D. se gira. Achica los ojos para encuadrarme con precisión. No responde. Se ve ofuscada, aunque presiento que ya no se trata solamente del odio hacia su ropa interior.

Girándose de nuevo hacia las ventanas, desnuda todavía, levanta con energía las persianas. 

 

 


Leonardo Videla (San Bernardo, Chile, 1978). Ha publicado los libros «La escalera anterior» (poesía, Leviathan, Valdivia, 2001), «Safari» (poesía, Alquimia, 2012), «Campo de Tiro» (novela, Alquimia, 2013) y «Las Leyes de la Herencia» (relatos, Das Kapital, 2015). Actualmente vive en Viña del Mar.

Imagen de la cabecera: Formación de nubes sobre las montañas de Karl Nordström (1904)