Manos al Fuego
Un día 14 de febrero de hace cinco años se suicidó Arturo González, curiosamente en el “Día de los Enamorados”. Con mi madre y mi hermana nos enteramos por la prensa mientras almorzábamos. En algún momento tomé el diario y leí en voz alta la nota que aparecía en la página 14. Al finalizar la lectura ninguno de los tres hizo el menor comentario. Seguimos almorzando y optamos por mirar las noticias de la tele, donde alguien hablaba del calentamiento global y esas cosas por el estilo. Después del almuerzo guardé el diario para mantener viva la memoria de Arturo. El reportaje anunciaba que falleció por inmolación o quemadura a lo bonzo en el cerro Mariposa de Casas Viejas, y no existían terceras personas involucradas en el hecho. Me pregunté el por qué atentaría contra su vida y de esa manera. Imaginé su rostro arrugado, sus manos hechas cenizas y el fuego al rojo vivo atravesando las cuencas de sus ojos. No sé el por qué asocié esas imágenes con las del monje budista Tich Quang Duc, cuando el 11 de junio de 1963 se sentó sobre un cojín en un concurrido sector de la ciudad de Saigón de Vietnam del Sur, mientras alguien le arrojaba gasolina y lo encendía como a un leño. El monje se mantuvo inmóvil sin emitir ninguna señal de dolor.
La noticia de Arturo me afectó sobremanera pues fuimos amigos de juventud cuando éramos vecinos en Casas Viejas. A cinco años de su muerte aún mantengo en mi retina ciertos momentos especiales: tardes eternas escuchando heavy metal en el living de su casa. Otras veces nos encerrábamos en su dormitorio y mientras escuchábamos a Kiss nos hacíamos cosquillas y nos besábamos con lengua (aunque a mí me gustaban sus besos sin lengua). Y si bien es cierto mis padres lo consideraban una mala influencia, nunca hice caso a sus comentarios, y más de alguna vez metí las manos al fuego por él.
Fiel a nuestra amistad nos hacíamos regalos: CDs de nuestros artistas favoritos: Mötley Crüe; Accept, Metallica, Iron Maiden, Black Sabbath. Cuando cumplió los 18 le regalé mi chaqueta de cuero, y él, para no ser menos me regaló su cadena de oro.
La última vez que lo llevé a casa -un día 14 de febrero de 1985- Arturo estaba hermoso: traía puesta la chaqueta de cuero y de su cuello colgaba una cadena de plata. Mi madre y mi hermana lo saludaron con ojos de reptil y despreocupadamente lo invité a mi dormitorio. Apenas ingresamos nos tiramos a la cama y mientras nos besábamos vimos que alguien espiaba tras la puerta y bruscamente nos separamos. Arturo se levantó de la cama, agarró la chaqueta de cuero y lo perdí de vista para siempre.
Así es como anoche, buscando hojas para encender el brasero, encontré el diario y debo reconocer que aún me impactó la noticia. Pero lo que más lamento es que sin darme cuenta arrojé el diario al brasero. En mi desesperación metí las manos al fuego y saqué, como pude, el resto de hoja que quedaba. Pero la fotografía se hizo cenizas. En un dos por tres las recogí para luego esparcirlas sobre mi pecho.
Pastelero Motoquero
Apenas ingresé al local mi jefe me retó pues venía atrasado y las espátulas, las batidoras y los ingredientes de la pastelería estaban esperando por mí. Me disculpé y le eché la culpa a la música que me hace feliz y canté hasta altas horas de la madrugada: “No me imaginaba que eras tan le lush / tu beso en el vidrio / dejó marcado el rush / no me importa nada en cuestión de amor / tomo lo que encuentro / me siento algo mejor…
Al acto me agarró el brazo llevándome a empujones a la sala de proceso exigiendo producción a gran escala y que olvidase de una vez mi faceta de cantante.
– ¡A trabajar!
Mientras sintonizaba la radio y agarraba la espátula volví a pensar en mis viejos amigos, los músicos y sus cancioneros cubiertos de polvo, reclamando que alguien abriese sus páginas para ventear esas letras que, tal cual aseveraba mi jefe, no servían para nada. Y no sabría explicar el cómo, pero me envalentoné, me saqué la pechera y salí detrás de mi jefe dispuesto a sacarle la cresta.
Decidido a convertir mi vida en un eterno concierto musical en aquellas noches me entregué a la tarea de revisar mis cancioneros. Un día domingo abrí una caja platanera llena de CD’s y revistas musicales y descubrí una frase de Ozzy para el bronce: una vez más intento civilizar el universo. Al acto coloqué un CD en el equipo musical y agarré el escobillón lanzando aullidos en medio de la oscuridad de mi habitación. Me agradaba permanecer en esa pose de niño rockero, imitando al cantante, y mientras escuchaba Suicide solution grité: ¡what you sow can mean hell on this earth! (algo así como “¡lo que siembras puede significar el infierno en esta tierra!”). Al terminar me di cuenta que Ozzy me observaba con sus ojos agusanados y sentí cosquillas en la guata. Pero antes que desapareciera le grité que sabía lo de John McCollum.
– ¿Quién es ése? – preguntó.
No te hagas el huevón, le respondí. Y salió arrancando como culebra por los hoyos de la caja platanera.
McCollum fue una triste víctima de las canciones de Ozzy. En efecto, una tarde de octubre del 84 mientras el joven bebía, en sus auriculares se escuchaba Suicide solution con un mensaje subliminal: Get the gun, get the gun, shoot, shoot, shoot, shoot, shoot, shoot. En español: coge el arma, coge el arma, dispara, dispara, dispara, dispara, dispara, dispara. Y de tanto escuchar se pegó un tiro con el calibre 22 de su padre. Tenía 19 años y era fanático del príncipe de las tinieblas.
El cantante lo pasó mal, tanto así que debió enfrentar una demanda interpuesta por el padre de McCollum. Pero se salvó gracias al abogado Howard Weitzman. El día del juicio Weitzman le dijo al juez que, si querían prohibir Suicide solution tendrían que prohibir a Shakespeare porque Romeo y Julieta aborda igualmente el suicidio. También sostuvo que la libertad de expresión en Estados Unidos incluye las letras de canciones. El juez estuvo de acuerdo, pero sus conclusiones no fueron halagadoras con el cantante, sosteniendo que a pesar de que Ozzy era “totalmente repugnante y reprobable, la basura también está protegida por Primera Enmienda”.
Así son las vidas de los rockeros, le dije a mi jefe al día siguiente al frente de la vitrina pastelera. Él sonrió, palmoteó mi espalda y dijo que las vidas ejemplares eran las de los pasteleros que producían tortas y pasteles exquisitos. Luego me encerré en la sala de proceso, agarré la pechera, sintonicé la radio Futuro y con la espátula imité la guitarra de Judas Priest. En ese momento se oía Dreamer deceiver: He said in the cosmos is a single sonic sound / That vibrating constantly / And if we could grip and hold on to the note / We would see our minds were free… En español: Él dijo que el cosmos es un único sonido / Que está vibrando constantemente / Y si nosotros pudiéramos tomar y sostener esa nota / Veríamos que nuestras mentes serían libres…
En medio de aquella power ballad con aires de rock espacial me sentí volado, agarré los bizcochos y la crema y al ritmo de la guitarra hice un montón de tortas y pasteles que dejaron feliz a mi jefe.
Al llegar a casa besé el poster de Rob Halford, el vocalista de Judast Priest que parecía un ángel arriba de su moto. Le dije que amaba su voz, que sus baladas me producían cosquilleos en la guata y cuánto me alegraba que ya no consumiera drogas ni alcohol y que su condición homosexual lo elevaba a la categoría de culto del heavy metal. Y me quedé pegado al techo mientras escuchaba Run of the mil.
Es difícil creer que Judast Priest corriera la misma suerte de Ozzy. El 23 de diciembre del 85, Raymond Belknap de 18 años, y James Vance de 20, después de seis horas tomando y fumando marihuana, agarraron una escopeta y decidieron suicidarse. ¿Qué pasó? Habían escuchado mensajes subliminales del disco Stained Class. Belknap falleció al instante, mientras que Vance quedó con vida y el rostro completamente desfigurado, falleciendo tres años después a consecuencia de la medicación que consumía para sus lesiones. Los familiares de los jóvenes demandaron al grupo y a la compañía CBS Records por varios millones de dólares. La demanda judicial se centró en una malinterpretación de la canción Heroes end, cuya letra decía ¿Por qué tienes que morir para ser un héroe? / Es una vergüenza que una leyenda comience en su final. También se sumaría la canción Better by you better tan me, que supuestamente contenía un mensaje oculto que decía “Do it” (Hazlo). Finalmente, el 24 de agosto del 90 Judast Priest fue absuelto de todos los cargos. En una sentencia de 100 páginas y con más de 40 testigos claves, el juez dictaminó que los familiares de los suicidas no pudieron probar los mensajes subliminales.
A esas alturas mi vida era un concierto casi las 24 horas del día. Estaba harto de la pastelería y de mi jefe que ahora me seguía por todas partes y me apestaba cuando hablaba de Julia, su amante, y de sus hijos malcriados. Varias veces estuve a punto de gritarle que no me interesaban sus problemas pues tenía bastante con los míos. Aunque en mi condición de solterón no tenía a nadie, ni siquiera una mascota. No obstante, contaba con la fiel compañía de mis amigos de Rush: Geddy Lee, Alex Lifeson y Neil Peart quienes se lucían en sus motos en un poster gigante arriba de mi cama. Tenemos una tarea pendiente, le dije a Neil el día de mi cumpleaños N° 50, y rememoré el sueño de un viaje en motocicleta que hiciéramos entre Papudo y Viña del Mar.
El día que renuncié. Le dije a mi jefe que cambiaría las espátulas por una moto.
Marco López Aballay Nace en Petorca el año 1968, ha publicado Diálogo nocturno (poesía, Ediciones Casa de Barro, San Felipe 2003), Cuentos grabados, Antología imaginaria (Ediciones Altazor, Viña del Mar 2006), Historias de rock (cuentos, Ediciones Inubicalistas, Valparaíso 2012), A partir de la provincia, Crónicas desde un bus rural (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2017), A este lado del muro (poesía, Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2018), Piedra Grande (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2019), Madonna´s (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2020).
Imagen de la cabecera: Franz Jachim.