El Sendero de: Guillermo Riedemann

Le pedimos a los escritores que grabaran con sus celulares el camino que recorren normalmente : la ruta por donde caminan, pasean o trabajan, y donde decantan las ideas que luego quedan (o no) en el papel. Que registren los paisajes y objetos que capten su atención para ver las cosas como ellos las ven. Nosotros agregamos la música y el montaje.

Guillermo Riedemann nos envió una serie de fotos y un poema. Aquí está el resultado:

VIA MUERTA

 

En relación al objeto

el movimiento es el mismo.

El movimiento no es el mismo

en relación al objeto.

El objeto es el mismo.

No cambia.

 

La dirección y la velocidad

del movimiento

experimentan variaciones.

Hacia el interior,

Hacia el exterior,

en un círculo inestable.

La dirección y el origen

son el espejo y el rostro.

 

Cualquiera sea el sujeto

la finalidad del movimiento

es la misma.

El resultado no mostrará variaciones.

Ninguna variación.

 

El resultado será idéntico, cualquiera

el movimiento, la dirección y la velocidad.

 

A partir de entonces se olvida.

 

El porvenir se distancia.

Cambian de lugar las sillas.

Por desprecio a quien las hizo 

son destruidas.

 

Manos familiares comienzan.

Esta vez no queman.

En la  esquina de dos calles

lanzan discos ciegos.

No consideran detenerse.

 

Arrancan un vestido.

Apilan fotografías.

Artefactos de lejanos lugares.

Sueltan torniquetes.

Desconectan cables.

Sobrevienen accidentes domésticos.

 

Cesa la fiesta en los tejados. 

No reparan en viejas fotografías

con casa quinta y carro de bomberos.

Escopeta de caza apuntando

hacia el bosque.

                                                                                         

Las partes pierden su sitio

desperdigadas en los cuartos.

Transcurre el día.

Entran y salen sin ver

la fotografía del desaparecido.

Se detienen en la acera

frente a la casa, venidos

desde una misma sombra.

 

El tren sale del túnel,

libera cenizas

de artefactos borrosos.

Una luna inmóvil.

Mejillas rosadas y

manos que abandonan.

 

 

 

El día cualquiera cae sin espasmo

en el vientre de los espectadores.

La locomotora a vapor

ingresa al campo de visión.

 

Una mancha de caseríos

destinados a desaparecer.

La casa es el último vagón

que tarda una noche.

La sopa quema.

 

Se aleja entonces la luz.

Los ojos se escabullen.

La muerte propia por

la vida de otros.

Monedas para una botella

que no comparten.

Pasajes agotados.

Ni viajan juntos.

El transporte ha sido suspendido.

Se pudren esos letreros

que ponen el nombre de los pueblos.

Ha comenzado la tarea de la demolición.

 

Cuerpos intoxicados por los golpes,

con hilos de voz preguntan

por una casa rodante, por la puerta

que sale de la noche

y un vagón descarriado.

Toneladas de ropa en los andenes.

Por niños preguntan.

Se pasa lista al ingresar

a la escuela de primer grado.

 

El niño carga el rifle.

No existe blanco alguno.

La tranquilidad puede ser

familiar y extraña.

Esperan que se detenga.

 

Piedras al rojo,

brazos calcinados,

trampas insaciables,

anticipos del derrumbe.

Están perdidos.

Parecían audaces,

ahora esperan algo.

Nada tiene nombre.

La cuenca de los ojos

se hace más profunda,

mira en el vacío.

 

Quién puede explicarlo.

Suponen algo cierto.

Una silla ortopédica.

Juegan con los comandos.

Parecen tranquilos.

Preparados para el regreso.

 

Los árboles liberan algodones

que ingresan por las ventanas.

Desean posar la cabeza allí,

en esa nube de bondad inesperada,

en esa fragilidad.

Montón de huesos bajo frazadas de lana.

Mota de cielo sin alas.

 

Se olvida el comienzo

a partir de aquel día.

Agua y arena en una mano.

El movimiento varía,

la dirección tiene

un solo sentido.

El resultado será el mismo.

 

Hora tras hora

el juego concluye.

Que se enteren al fin

huéspedes deshabitados,

animales en bosques solitarios,

esteros secos,

golpes en la cara.

 

Mirar el objeto es detenerse.

El abismo es un sitio florido de lirios

y palabras bestiales

que se devoran a sí mismas.

El sol desfallece

en el borde.

 

Sobre el dedo índice,

el dedo medio.

Sobre el dedo medio,

el dedo anular.

Montado en el anular

el dedo pequeño.

Extraña pirámide.

Primero la mano izquierda,

en seguida la mano derecha.

Dos manos con dedos

encabalgados.

El ritual de las manos.

A veces

en un solo movimiento.

Los dedos de una mano

tuercen los de la otra.

Las articulaciones

truenan como cáscaras.

Ramas secas aplastadas

por botas llenas de noches.

 

El anciano del bosque levanta su bastón,

lanza puntapiés  en la tormenta.

El espejo se rompe en los ojos.

 

Viajan de regreso.

Desarman lo amado.

Almas abandonadas

en un tren de mercancías.

Delgado y humilde,

desesperado.

 

Todo se borra entre este punto

y el anterior.

Se contrae, convulsiona

un caserío en la tierra.

El lugar es exacto en sus inicios.

 

Bufidos y golpes.

Galpones desiertos.

Castillos de botellas y clavos bajo la lluvia.

Teléfonos de manivela colgados de la pared.

Tamaños y proporciones han sido alterados.

Así van a quedar, a medio deshacer.

 

Daguerrotipos de novias ahogadas en la niebla.

Niños tendidos sobre el pasto,

ebrios movidos por el viento.

Se desploman las paredes,

vuelcan las embarcaciones.

Ventanales pulverizados

y somnolencia en los jardines.

 

 

La madre ponía en cintura.

Un camión militar raptaba niños.

Enzimas para el dolor estomacal,

vendas para los cortes de navaja.

 

El agua arrastra un cuerpo,

el agónico no recuerda nada,

no reconoce a nadie.

Todos los días tras la ventana.

 

Tubos de oxígeno.

Una cuidadora y su cofia.

La habitación de siempre.

Una cama.

Han puesto la casa en venta.

Se cortó la cuerda del reloj.

El ahogo.

Se rompe un estribo

y se fractura la clavícula.

Esta es la época

de las endoscopías.

Algo se inflama,

hay una parálisis,

un conducto se obstruye.

La frontera entre la vigilia

y el sueño se disuelve.

Los baños entran en desuso,

se pliegan las sábanas.

 

Ni pan ni agua.

Ni huevo ni sal.

La habitación tenía

una pequeña ventana.

Ni huerta ni luz.

Tempestad y callejones.

Piedras y barro.

Ni techo ni zapatos.

Desalmados.

El pueblo.

Los bosques.

La casa.

Una iglesia de madera.

La campana es el punto más alto.

 

Estrecho es el cauce.

El cuerpo de agua lo sabe.

Abrevadero de cerdos

y liebres perdidas.

Vidrios de invierno.

Cajas de perdigones.

El animal colgaba entre dos árboles.

Era desollado,

abierto en canal,

vaciado, puesto al fuego.

 

Años de formación.

Errar el tiro y volver a cargar.

Preguntas a los pinos,

preguntas a los perros,

a los zorros, a los mudos.

El arroz mezclado con leche

en la mesa vacía.

Esa náusea.

 

El buey bufa.

Resopla la locomotora.

El anciano resuella.

El invierno gruñe.

El padre rebufa.

Humos huraños

sin línea férrea.

El viajero aguarda

por sí mismo.

 

La dirección puede cambiar,

el movimiento puede variar,

el objeto es el mismo.

 

Nadie lavará pies.

El rabillo del ojo lo ve todo,

dirección y movimiento, resultado.

 

Todos dicen, nadie dice.

Las manos trabadas

sangran sin despedida.

A partir de entonces

vislumbramos habitaciones

que anuncian la devastación,

y ronda la derrota.

 

Masteidoctomía

con botas de goma

hasta la rodilla

a las seis de la mañana.

La hora de las perdices

y el tiro con honda.

Es inútil.

Lo primero que se extermina

es el habla.

Liturgia de la aniquilación.

 

No se detuvo,

no miró hacia atrás.

Siguió hasta la imagen del río,

incrédulo y desfalleciente.

No salió palabra de su boca.

Con prisa la casa fue vaciada.

Lejos ladró un perro.

De rodillas se inclinó

para poner una oreja

en la línea férrea.

 


Poema y fotografías: Guillermo Riedemann.
Lectura y producción: Cecilia Ascencio.
Edición: Cristian Rodríguez.
Música: Kai Engel – Salue.