La Voz
¿Sabes qué es el eco?
Una voz que se oye
cuando la verdadera
ya se ha extinguido.
(Dolores Redondo)
Mi primer trabajo fue en un edificio que guardaba un secreto y, lejos de revelarlo, sus ocupantes pasaban los días ignorando su existencia por temor a crear una imagen de perturbados.
Llegué a ese lugar en el verano de 1995, con mi título de Administrador Público y mi terno recién planchado.
Tenía la idea de hacer algo por mi país y su reciente democracia, esperanzado con los espacios públicos que habían sido abiertos y los concursos para ingresar a las reparticiones del estado.
Mi entusiasmo inicial se fue perdiendo en el marasmo de la burocracia, pero tenía mi sueldo y promesas de mejoras, lo que fue consolidando mi intención de quedarme y hacer una carrera como todos los demás.
La edificación que albergaba nuestras oficinas era una estructura de hierro y concreto, un monumento esculpido al borde de un río que estaba repleto de un centenar de oficinas, con empleados que pasaban sus horas en tareas bien intencionadas, pero que se perdían en prácticas inútiles y hacía que el propio lugar tuviese la lenta oscilación del abatimiento.
De seis sólidos pisos, su silueta se recortaba perfecta por el armazón rectangular, engarzado sin gracia, pero solemne a la hora de los terremotos.
La base sobre la cual estaba construido era un subterráneo cuya superficie ocupaba la mitad de una manzana y, por dentro, un enjambre de pasadizos con giros inesperados se extendía mal iluminado.
Su única belleza era el desordenado sexto piso donde estaba mi escritorio, que comenzó como un mirador y al cual se le fueron agregando espacios de trabajo, porque sobraban funcionarios a medida que acababan los gobiernos y había que acomodarlos de algún modo.
Así, pequeñas oficinas se fueron sumando como un lego de materiales diferentes, que terminaron configurando una extraña y colorida corona para el gris y geométrico rey. Luego, las palomas dejaron su huella y desde lo alto chorrearon su desecho blanco, esculpiendo lágrimas calcáreas en el rostro indolente de la voluminosa edificación.
Atraviesa la estructura, como un caracol gigante, una escalera que en espiral se apega al muro desde donde nacen sus peldaños, uno a uno, vinculando los niveles con amplios descansos entre los pisos y, al centro, se forma un vacío circular, un ojo atento, una boca de aire y viento. En el acceso a cada nivel, los escalones se abren en semicírculo como una flor acabada y distante.
Es la columna interior de este universo de granito, y desde allí, en el invierno de hace veinte años, escuché la Voz por primera vez.
Llevaba pocas semanas en mi puesto y el funcionamiento de los computadores eran un misterio para muchos de nosotros, la pantalla azul y los códigos de los teclados nos hacían subir y bajar al departamento de informática para pedir ayuda. Yo no ocupaba los ascensores, que a pesar de ser cómodos y modernos, no armonizaban con la solemnidad del ambiente y me parecían innecesarios para una construcción de seis pisos.
Ese día, al bajar la escalera, sentí que alguien venía detrás de mí, pensé que era Julio, el nuevo administrativo de la oficina de partes, que tenía la gracia de hacer su trabajo en silencio y con gran eficiencia.
Sin embargo, estaba solo y algo impalpable se acomodaba al ritmo de mi paso, apuraba o detenía la velocidad de su desplazamiento según saltaba los peldaños o los bajaba uno a uno en las curvas difíciles de la escalera. Miré varias veces hacia atrás. Estaba solo. Sin embargo, la impresión de ser seguido por alguien fue tan intensa que me detuve en el acceso a los pasillos del tercer piso a esperar que alguien apareciera.
A los pocos segundos, percibí un aire tibio que me rodeaba, como un anillo que subía y bajaba desde los pies a mi cabeza y se detuvo frente a mis ojos. Allí la tibieza se transformó en frío y la sorpresa me hizo cerrar los ojos como si algo me hubiese golpeado.
Luego, comencé a escuchar un susurro cerca de mis oídos, un canturreo sin palabras, una melodía cuya sucesión de sonidos se alejaba de mí para acercarse al ojo de la escalera. Desde allí se fue serpenteando por las barandas como una entidad que crecía o se empequeñecía a su antojo. Era como si avanzara ondulando, con la presencia que su realidad sonora le otorgaba, se imponía en el aire, exigente, presionándome para que la reconociera en su transparente existencia.
Me sentí sobrecogido, asustado y fascinado al mismo tiempo, pues nunca había tenido una experiencia así. Mi mente racional me hizo buscar explicaciones en un largo listado de posibilidades, incluso bajé al subterráneo para ver si alguien se ocultaba y nos asustaba con su canto, pero a nadie encontré.
Guardé silencio para no provocar comentarios de mis compañeros y porque al final de la jornada no estaba seguro de lo que había escuchado.
Ya era parte del secreto.
Al poco tiempo de esta experiencia, me di cuenta de que la Voz se hacía presente en cualquier momento del día. A veces encontraba a algún colega sorprendido observando el techo o mirando repetidas veces por sobre el hombro y, al verme, sonreía nervioso para seguir en sus tareas.
Nadie hablaba de esta compañía invisible, pero sabíamos que transitaba entre nosotros como si fuera una más y en ocasiones pasaba inadvertida entre los ruidos cotidianos de los pasillos y sus oficinas.
Un día encontré a un grupo de secretarias cerrando ventanas y cortinas, apagando la radio y haciendo gestos con las manos para guardar silencio. Me quedé con ellas para ver qué ocurría. Observé que se quedaron largos minutos mirando a su alrededor, atentas, expectantes.
Con los ojos llenos de ansiedad intentaban escuchar o descubrir algo en el aire, como si una mano invisible estuviese deteniendo una cascada de sonidos extraños para asustarlas. Pasaron varios minutos hasta que una de ellas dijo: es el viento, y fue como una revelación tranquilizadora, porque las otras regresaron a sus puestos de trabajo para seguir con la rutina de siempre. Excepto la joven de la fotocopiadora. Ella se me acercó con sigilo y me dijo: Si escucha que alguien dice su nombre y no hay nadie, no haga caso y busque compañía, no se quede solo ni siga a esa Voz. Yo la miré y abracé en un gesto amistoso, como si su comentario fuera producto del nerviosismo, pero la verdad es que no dije nada porque me sentí, de pronto, sorpresivamente alarmado.
Semanas después, cuando me animé a saber más acerca de su comentario, fui a buscarla, pero Julio me informó, a la entrada de la oficina de la fotocopiadora, que ella había renunciado ese mismo día y que otra joven estaba recibiendo las órdenes de los anillados. Como siempre, la discreción de Julio me inhibió de hacer algún otro comentario, aunque noté que él disimulaba una inquietud parecida a la mía, como si también hubiese sido alertado de los extraños sonidos que habitaban el edificio.
A finales de otoño, tuve un segundo encuentro con la Voz. Una emergencia sanitaria obligó a la compra de insumos clínicos extraordinarios y me asignaron para corroborar su correcto almacenaje en las bodegas del edificio, que quedaban en los amplios subterráneos donde el ojo de la escala comenzaba en su simétrica espiral.
A pesar de que no pasaban de las tres de la tarde, el lugar estaba oscuro, iluminado por tubos fluorescentes y con el olor a humedad propio de tuberías antiguas y sin mantención. Hacía mi trabajo sobre un pequeño escritorio instalado en el costado de una amplia bodega, cuadriculada con andamios y cubículos de acopio.
Inclinado sobre las guías de despacho, un aire frío comenzó a acariciar mis manos. Sentí como si otros dedos tocaran los míos en un suave masaje que me paralizó por completo. Levanté la vista buscando una explicación, pero el sudor de mi frente resbaló hacia mis párpados y me hizo pestañear reiteradamente. Nada visible pude observar.
Entonces escuché una voz dulce, seductora, que comenzó a llenar el espacio. Pude sentir la vibración que se deslizaba entre los pilares, por sobre las cajas, avanzando y alejándose de la bodega por el pasillo y, desde allí, pude oír cómo los sonidos comenzaron a variar hacia un murmullo ronco, que se interrumpía a sí mismo con breves carcajadas, burlonas, irónicas, hasta que la melodía suave subió de tono a un estribillo frenético, que alguien tarareaba en forma desquiciada, como si quisiera agredir a invisibles espectadores.
Me fui corriendo hacia el sector del subterráneo que estaba ocupado por el personal de aseo y servicios generales, con ellos me quedé tomando café y buscando excusas para regresar a mi oficina acompañado, una conmoción se apoderaba de mi conciencia y pensé, seriamente, en la posibilidad de renunciar y no volver jamás a ese misterioso edificio. Pero por necesidad y orgullo, continué con mi trabajo, concentrándome en mis tareas y negando finalmente lo que había vivido.
Hasta que llegó el invierno y con él un feroz temporal, que dejó la mitad de las calles anegadas por el caudal del río que divide la ciudad.
El desborde de las aguas provocó que el fango cubriera las avenidas y las casas, y luego el retorno a la normalidad fue dificultoso, pues los equipos de emergencias también estaban enterrados en el barro.
En las jornadas que siguieron a la catástrofe, pocos funcionarios llegamos a nuestros puestos de trabajo y quienes lo logramos distendimos las horas conversando y reuniéndonos en torno a las estufas y el café, secando nuestras ropas, contando anécdotas y atentos a la hora del regreso con nuestras familias.
El edificio estaba casi vacío, pero presentí que la Voz nos merodeaba con inusitado interés, al punto de que una compañera bajó pálida del ascensor y se sentó junto a nosotros temblando.
Contó que mientras subía hasta nuestro piso, alguien le cantó en el oído. Era un susurro casi imperceptible que fue creciendo hasta convertirse en gritos que la ensordecieron. Quiso detener el ascensor, pero éste no respondía y subió y bajó los seis niveles hasta que la Voz se detuvo, las puertas se abrieron y ella logró escapar.
Un largo silencio siguió a su relato, hasta que el miedo que sentíamos nos animó a contar nuestras experiencias y todos, al menos una vez, nos habíamos encontrado con el extraño sonido. Sorprendido, escuché relatos de bellos acordes musitados mientras mis compañeras se maquillaban en el baño, susurros y risas muy cerca del oído cuando bajaban las escaleras y algunos contaron, para mi sorpresa, que en el subterráneo se escuchaban gemidos que luego se alteraban en una risa ronca y provocadora.
Entre nosotros estaba Julio, con su silueta delgada y escuchando atentamente los relatos, pero manteniendo su actitud de siempre, cordial y discreta. Yo lo había aprendido a conocer y lo apreciaba. Sus desplazamientos habituales por el edificio eran conocidos por todos, entraba y salía de las oficinas con grandes paquetes de documentos que transportaba ágilmente, aunque en contadas ocasiones subía por la escalera, porque sufría de vértigo y el anillo central de la estructura de caracol lo estremecía.
Mientras reconfortábamos a la compañera que había tenido la experiencia del ascensor, pude notar que Julio estaba inmóvil mirando la puerta, como si algo escondido lo observara hipnotizándolo. Al poner atención y guardar silencio, escuchamos una sucesión de sonidos emotivos, inquietantes en la dulce suspensión de sus notas, que tenían a nuestro compañero perplejo. Intentamos descubrir el origen del sonido. Luego, en un trance inexplicable, nos quedamos absortos, escuchando.
Incrédulos, vimos a Julio comenzar a seguir la entonación que se había transformado en un arrullo. Como si un abrazo invisible lo acompañara, caminó con los ojos vueltos hacia el techo. Parecía que algo estuviera allí suspendido, indicándole dónde dar el próximo paso.
Escuchamos la Voz. Era un canto dulce, pleno de añoranza, que también nos hipnotizó. Una insinuación convincente a descansar, a yacer sobre la nada, a estar suspendido, emancipado.
Vimos a Julio subir uno a uno los peldaños, con el cuerpo rozando el borde del espiral, los ojos traspuestos y una sonrisa triste en sus labios delgados. La entonación magnética de la Voz lo dejó atrapado en una malla invisible, neutralizando su voluntad y el sentido del tiempo.
Reaccionamos con un grito cuando nuestro compañero inclinó su cuerpo en la baranda. Apenas logró sostener el peso de su cuerpo que se balanceaba sin vértigo, mientras la Voz le cantaba en un idioma extraño pero gentil.
Continuó subiendo hasta el último escalón, ajeno a nuestros gritos de advertencia, mientras tratábamos en vano de darle alcance. Entonces, el susurro que lo seducía lo llamó desde el centro del ojo de la escalera e, impaciente, transformó sus notas en una voz atronadora y áspera que le ordenó saltar.
El cuerpo de Julio cayó atravesando todos los niveles del caracol de granito, con su rostro sin expresión y los brazos encogidos como un pichón incompetente y lastimado.
Escuché el golpe brutal, un ruido seco, breve, macizo, una conmoción que despedazó sus huesos y mi inocencia.
Lo demás, fue el ensordecedor silencio que anegó el subterráneo y la certeza de que mi vida debía continuar lejos de allí.
Nata Arroyo (1964) es terapeuta ocupacional y licenciada en Ciencias de la Ocupación Humana. En los años ochenta participó en los talleres de poesía de la SECH. Más tarde se integró a los talleres de cuento de la Fundación Arrau, como parte de una investigación sobre relatos populares campesinos de la zona central de nuestro país. Ha participado en los talleres de narrativa de Pía Barros, donde fue incluida en la publicación de los libros objeto En Crisis y Desaforados. En 2016, su cuento “Ofrenda” fue incluido en el libro Escrito por Mujeres, publicado por el Servicio de Salud Metropolitano Norte y el Ministerio de Salud. Ese mismo año se integra al taller literario de Malú Urriola, donde explora la temática de la monstruosidad como metáfora de la marginalidad, proceso que continúa y profundiza en el taller Punto de Giro, de la escritora Jean Véliz D´Angelo, en el que concibe los principales textos de este libro.