Nunca he sido socio de una biblioteca (por Pablo Ayenao)

          Antes de acomodarme la mascarilla tomo aire. No vaya a ser que me falte en el camino. La fila del banco da una vuelta completa a la manzana. Debo armarme de paciencia. No hay problema. Si hay algo que me sobra, eso es tiempo. Nada más, pero nada menos. Tomo mi teléfono, buscando algo que sé que no voy a encontrar y entonces repaso unas fotos. En el suelo reposan unas latas de Becker y mirando el horizonte dos hombres y una mujer se abrazan tiernamente. La fila avanza despacio y mi mente divaga. Creo que a eso me he dedicado la vida entera: divagar. Justo tras de mí, un señor, con el pelo brillante por la gomina, habla sobre comer pájaros, incluso da recetas y secretos culinarios. Mi abuelo también cazaba pájaros y claro, después los cocinaba. Nunca los probé. Ahora me arrepiento de eso y también de otras cosas. Dos amigos, que están un poco más adelante que yo, entregan consejos para ganar dinero. El tamaño del ego es el tamaño del éxito, dice el más alto y ni idea por qué su frase se me queda grabada. Sigo divagando, mi eterno derrotero, y miro tras de mí. La fila crece y crece. En mi mochila traje unos libros, pero no me atrevo a sacarlos.

           Son autores ultraconocidos: Bolaño y Lemebel.

           Leí a Roberto Bolaño y a Pedro Lemebel al mismo tiempo, en una cuarentena autoimpuesta y muy fructífera. El sábado leí a Lemebel y el domingo leí a Bolaño. O pudo haber sido al revés. Yo tenía diecisiete años, recién cumplidos. Me gustaría decir que tenía quince, pero supongo que hay que decir la verdad. Mi papá era socio de la biblioteca municipal y trajo a esos autores a la casa. Los libros estaban nuevos. El único nombre que tenían anotado en el cartón pegado al final era el nombre de mi padre. No enganché con Estrella distante de Bolaño, su lectura me produjo un celestial bostezo, encontré tan fría su prosa, tan aséptica, tan descafeinada. Unos años después leí otros libros de Bolaño y claro, caí en cuenta de mi torpeza. A algunos escritores uno los aprende a amar con los años y a otros uno nunca los logra querer, por más que lo intenta. Como un matrimonio, supongo. Pero nada de eso me pasó con Lemebel, la Pedra, la yegua malquerida, que siempre será el amor a primera vista, el amor que se duplica en cada entrega, en cada caricia dispuesta en la hoja. Lemebel me provocó un ardor que, de cierto modo, me cobija y me sostiene. ¿O quizás me sostendrá? Me sostiene ahora, pienso, porque ha pasado un tiempo, mucho tiempo y este encierro inagotable no fue lo que prometieron en los doce juegos. Ya no vivo con papá y nunca he sido socio de una biblioteca. Así que, sin más opción y sin dinero, releo y releo, como un obseso. Y por eso volví a hojear Estrella distante de Bolaño y De Perlas y cicatrices de Lemebel, con la distancia que entregan los años. Pero es imposible mantener la distancia social con los libros que te marcaron la piel y otras porosidades

          Después de tres horas de espera llegó mi turno. La promesa de una casa me tiene en este lugar. Mis ojos se pierden en el reloj de pared. Los minutos no pasan ni lento ni rápido. Solo pasan y hay que dejar que hagan lo suyo. Firmo papeles, timbro mi dedo, sonrió tontamente. Nadie ve mis labios. Debo seguir esperando un rato más, no hay problema, ya dije que si algo tengo, eso es tiempo. Un anciano insiste que en su libreta de ahorro aún le queda dinero y el guardia le explica que no, una y otra vez. ¿Ese anciano será mi padre? Puede ser, todo puede ser. Al salir del banco intento tomar aire, no me vaya a faltar de nuevo, pero la mascarilla me impide llenar mis pulmones de oxígeno. Me subo al auto y doblo el cuello. En la carretera, los camioneros dirigen el tránsito, deciden quién pasa y quién no. Yo paso, por ahora. Cuando llegue a casa voy a tirarme en la cama y releer. Debo hojear los mismos libros, recorrer los mismos laberintos y hablar con la misma gente. Nada particular. Nada que arruine la tarde.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).

Imagen de la cabecera: La cama, de Sophie Körner (1930).