Dos ensayos de Martín Cinzano

lada

Novecento

A fines de los ochenta llegaron los Lada a Santiago. Era el auto ruso, el auto que parecía simbolizar por lo menos el fin de la dictadura. Pero, más que eso, era el auto del reacomodo, de la renovación; quien tenía un Lada era porque trabajaba en el gobierno de la Concertación y/o había sido exiliado, condiciones ambas curri-cularmente idóneas. El Cacho, por ejemplo, exiliado en Italia, de regreso a Santiago había conseguido un buen puesto en la (desaparecida) Compañía de Teléfonos de Chile, y tenía un Lada nuevo, color crema, modelo Station Wagon. Era amigo de mis padres, quizá uno de los más íntimos, pero algo había ocurrido entre ellos que ahora sólo se saludaban de vez en cuando con monosílabos cortantes. Incluso el Cacho, aprovechando su puesto de trabajo, se había ofrecido a instalar una línea telefónica en nuestra casa de La Florida, comuna donde casi nadie tenía teléfono, pero el ofrecimiento fue tajantemente rechazado. A mí, por el contrario, me caía bien, me gustaba escucharlo cuando lograba trasponer la puerta de la casa y se explayaba sobre diversos temas, especialmente relacionados con Italia. Una noche, ante la ausencia de mi padre, se sentó a hablar conmigo; dijo que venía del cine, donde acababa de ver Novecento, la película de Bertolucci. Me la contó completa y además me habló de Antonio Gramsci, un tipo que había cambiado el mundo desde la cárcel. Quizá también me habló de Pavese y de Pasolini, puede ser, quiero pensar que sí. Según él, y a despecho de los comunistas rusos, franceses, alemanes, cubanos y chilenos, el asunto sin duda estaba entre los comunistas italianos. No sé, tampoco, de cuál asunto me hablaba, pero asunto había. Es bueno conocer la historia de esos italianos, me dijo, seguramente de haberla conocido… no la habríamos cagado tanto, sentenció mirando el suelo. Se quedó callado y yo empecé a preguntarme dónde estaba mi padre. Después dijo: Puuuta, de haber sabido, de haber sabido mejor no salíamos de la casa, ¿o no? Antes de subirse al Lada me aseguró que la próxima vez que viniera me iba a hablar de las Brigadas Rojas y el secuestro de Aldo Moro, pero el Cacho nunca más apareció. Supongo que así es esto: uno también quizá aparece en la vida de alguien una tarde cualquiera, dice algo que queda grabado y se va.

Sangre de copiloto (2017, Biblioteca Brautigan)

aki

Dichos de Aki

Blandir la inactividad o decir “no estoy inspirado”, como lo hace Aki Kaurismaki, se oye disruptivamente silencioso, aún más si lo dice un cineasta. El cine se concibió alguna vez como un hacer más o menos febril, a contramano, por ejemplo, de la pintura y la escritura, cuyos resultados —un cuadro, un libro— llevaban algo más de tiempo para salir al ruedo del mercado. Hoy no; hoy los ritmos están más o menos a la par. Publicar escrituras, cualquiera sea su tipo, resulta casi más instantáneo como publicar un video; todo el mundo sufre de una inspiración incontenible, o tal vez “parecen todos César Aira”, como dice Pedro Mairal. La lectura, en tanto, aún tiene un ritmo distinto: está más sobrepasada que nunca, aparecen miles de escrituras mientras se lee una sola palabra; y aun así, la crítica se sostiene sobre una o dos premisas y rápidamente profiere su dictamen, sin el cual, por supuesto, no puede vivir. Entonces el silencioso “no-hacer” de Aki no provoca más que indiferencia en un entorno para el cual el mucho-hacer funciona ante todo como una carta de legitimación.

Pero Aki viene y dice: yo ya no hago nada, ni cine, ni nada. Es como si hacer algo, una película en primer lugar, pero también cualquier cosa, de inmediato entrara en juego con el andamiaje del capitalismo. El cine tal vez desde sus inicios cargue con ese peso, o con esa ligereza, como la primera gran forma de arte producida —la palabra no es casual— por el capitalismo. Es muy realista el cine en ese sentido, inmediatiza un problema que para otras artes se presenta después o no se presenta nunca. En su factura misma interviene el problema del dinero, de los medios y tecnologías de producción; es un hacer empresarial pero a la vez proletario, acusa de inmediato una ausencia que está ahí para recordarle su dependencia junto a su potencia transformadora. ¿Ha cambiado esto con la expansión de la autoría? En la sociedad de la inspiración —la misma por la cual la autoría obedecía a ciertas reglas y exclusiones para circular— se realizan películas por doquier, a cada instante. Ahí está la cartelera, en tu whatsapp. Mírala. Es infinita. Pero nunca suficiente.

No se trata de romantizar la inactividad ni la pereza ni la mística. Habríamos de aprender al menos algo de la vanguardia histórica, de esa breve época del cine pre-industrial, cuando el cine no era solamente, como dice Aki, un medio para amansar trabajadores. Se trata del aprecio por el no-hacer. Ni siquiera habría que decirlo. Pero el silencio tampoco alcanza; el silencio en ocasiones hace demasiado, tiene cara de estar muy inspirado él también.

Con el no-hacer tenemos una relación permanente, difícil, tal vez subterránea o por lo menos latente. ¿Cómo entrar en él, y aún más: en el no-suceder? Para ponerlo en términos de Macedonio Fernández (algo así como nuestro filósofo de la Nada): el hacer es la pura omisión del no-hacer. Marca un hito de discontinuidad, interrumpe una línea de inactividad, la fiesta de la siesta de los Aki, donde tal vez hay películas pero no se filma nada.

(Sala de ensayo)
Fotografía: Draupadí de Mora


Martín Cinzano (Guayaquil, 1977) escribió el libro de crónicas Perdido (Ciudad de México, UACM), los poemarios Peatonal (Cuernavaca, La Ratona Cartonera) y Yo ya (Santiago, G0 Ediciones), además de la novela En pana (Santiago, Libros del Laurel) y el desplegable Cuando vienen poetas (La Plata, Gatos Negros Ediciones). Coedita la revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.