Pequeña Piedra Azul (Por Pablo Ayenao)

 

          Cuando niño nunca recordaba mis sueños. En ese entonces apenas dormía. Mientras tomábamos desayuno, mamá le preguntaba a mi hermana y a mí qué habíamos soñado durante la noche. Era su rutina inquisidora, como lo son todas las rutinas familiares. Yo siempre le copiaba los sueños a mi hermana. Ahora le copio otras cosas. Mi hermana decía que soñaba con piedras azules que brillaban bajo el agua. Recuerdo esto porque hoy un amigo me envió un audio por wasap diciendo que había soñado conmigo y con un árbol. El árbol, según él, simbolizaba la protección que, un lejano día, nos procuraremos mutuamente. Con el encierro y la multiplicación de las pantallas, uno sueña cosas así. Algunos aún se imaginan el futuro y vislumbran la vejez. Yo todavía sueño poco. Por las noches, un ratón que mastica las vigas del entretecho me dificulta el ansiado descanso. Entonces dejo correr el tiempo esperando que el roedor desista su búsqueda. Dejo correr el tiempo y con otro amigo comentamos una serie gringa por wasap. A ese amigo solo lo conozco por las pantallas. Nunca hemos estado frente a frente en el mundo, digamos, palpable. Ahora que lo pienso, quizás duermo tarde para no divagar y el pequeño ratón es solo un presagio que resuena en mi cabeza. Pero no, debe ser otra cosa, porque desde pequeño la noche siempre ha sido mi preciada madriguera, aquel lugar inexpugnable. Allí me quedo y allí me quedaré, entonces, esperando que el amanecer ralentice lo más posible. O bien, rogando que el sol sobrevenga tan solo un segundo, para así poder apaciguar los malditos ruidos y cuando arrecie el silencio, sus rayos cambien abruptamente de dirección.

         Al amigo que solo conozco por las pantallas deseo conocerlo algún día en el mundo, digamos, palpable, pero él sabe que para nosotros el futuro siempre ha sido un terreno vedado.

          Solo una vez soñé con los muchachos. Trataré de no fantasear. Ahí va, entonces, aquello que recuerdo: íbamos caminando entre la espesura y es esa la sensación que permanece. Volar, planear. Volábamos, planeábamos a través de la niebla. Debíamos encontrar la calle X y luego girar hacia la izquierda. Yo conocía bien ese pasaje. Era una de las tantas guaridas que perdí con los años. En calle X estaba la biblioteca que visitaba cuando pendejo. Y debíamos doblar justó ahí, buscando algo, no sé qué exactamente. Una caja de vino pasaba de mi mano y se la entregaba a P, P se la pasaba a V y V se la pasaba a R y así. Ninguno la bebía. Los mosquitos golpeaban los faroles una y otra vez. Yo veía aquellos mosquitos y pensaba que ese era también mi derrotero, una peregrinación hacia la nada, una biblioteca cerrada con un candado frío y enorme. La niebla deshacía mis costados. Un mohín sibilino mordía mi boca. Cuando el viento arreciaba impetuoso, soplaba sobre mis manos. El silencio todo lo hacía más rotundo, más triste. Ahora evoco el abrigo verde agitándose en el aire. Se perdía y volvía a aparecer. Se perdía y volvía a aparecer. De pronto, la escarcha comenzó a crujir bajo mis pies. Las calles estaban completamente desiertas y blancas, como una postal, un escenario dispuesto para nuestra ilusa travesía. Al bostezar, una estela azul golpeó mi cara y luego ascendió en espiral. Nunca amaneció y nunca encontramos la calle X. Caminamos por la niebla y eso es todo, nuestros pasos se fueron haciendo cada vez más lentos.

        Ahora no hay vino ni nada que masticar. Las pantallas brillantes repiten números y hologramas. Esos hologramas se transformaron en alucinaciones. Un espejismo sacado del sombrero de otro espejismo.

          Debo reconocer que tengo un sueño constante, tan constante que no es un holograma. Digamos que el muchacho se llama Gonzalo y que usa una chaqueta de mezclilla. Digamos que su cara recién la conocí en el sueño. Gonzalo siempre anda apurado. Y apurado recorre las calles, avanza por las escaleras, se sube a los autobuses. Gonzalo siempre pasa al lado mío, pero nunca me ve. Algunas veces lo acompaña una muchacha de melena oscura y otras veces solo lo acompaña su perro. El asunto es que transitamos uno junto al otro, pero en direcciones opuestas. Su hombro choca con el mío. Me duele ese golpe. Yo giro la cabeza y miro a Gonzalo hasta que su silueta se diluye en la distancia. Quizás en mi niñez también soñaba con ese muchacho, o quizás ese muchacho era el protagonista de los sueños de mi hermana. Sueños plagiados. Nada que hacer. Una cosa me soplaron los años: es mejor decir que uno observa pequeñas cosas brillantes, pequeñas piedras sumergidas en el agua.

          Pero los guijarros cambian de dirección, su forma se desvanece.

         ¿Una pequeñísima cosa azul? ¿Eso dijiste? ¿Una pequeñísima piedra azul?

 


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).

Imagen de la cabecera: Chica Durmiendo de Sonia Delaunay (1907).