Poesía y tono menor (por Cristian Rodríguez)

El concepto del tono proviene del mundo de la música. Su origen se encuentra en la palabra tonus –que significa tensión– y está vinculado con la carga emotiva de una obra o de un pasaje de la misma. En el plano de la literatura, lo identificamos con palabras como alegre, triste, irónico o contemplativo, o con magnitudes como alto, bajo, menor o mayor, las cuales siempre resultan algo imprecisas, como si quisieran definir un efecto evidente, y al mismo tiempo, imposible de aprehender mediante palabras.

Los escritores, por otro lado, nos valemos del tono para dinamizar aquello que sucede en el flujo semántico de la escritura. Todas las poéticas tienen su propio rango tonal, aunque parezcan puro dato o pura informática. Asimismo, el dominio de ese tono conlleva un aprendizaje lento, ligado a los años, a la práctica y al manejo de un factor paraverbal que parece inaprensible de buenas a primeras. Al comienzo, los excesos son la regla, el campo de juegos donde nos movemos entre el trueno y el portazo: demasiada pasión, demasiado misterio, o demasiadas emociones que terminan anulándose entre sí hasta, finalmente, no transmitir ninguna. Debido a esta memoria fresca de nuestros errores, es que surge la tentación de irse a la segura y afirmarse en el tono menor: en descripciones de objetos domésticos y observaciones en sordina, y en breves poemas narrativos que apenas logran superar el umbral de la extrañeza. Quizás, muchos autores abusan de este recurso para no correr el riesgo de parecer juveniles, para no exponerse a un fracaso tan evidente como quienes trabajan, digamos, con la muerte, con el ámbito trascendental de la vida, o con emociones más peligrosas como la rabia, la tristeza o el deseo. Lo cual no es tan así.

En los hechos, extenderse con largas enumeraciones de objetos pálidos, sin color ni tensión, puede ser tan aburrido como la grandilocuencia. Ambos extremos, el poema apocado y el poema altisonante, pueden llegar a tocarse en su misma ineficacia emotiva, en su misma apatía por el aspecto lúdico de la escritura. Los mejores poemas, en cambio, son gruesos y refinados, minúsculos y ambiciosos: utilizan sus detalles y alturas como parte de un abanico donde todo es posible. Son capaces de sorprendernos con la levedad cuando parecen encaminarse hacia el clímax, o de golpearnos con la contundencia cuando parecen dirigirse hacia la trivialidad; juegan con su propio rango emotivo intercalando versos como hachazos entre otros versos escritos con cincel, o rematando con imágenes contundentes aquello que sonaba a puro juego o a pura vacilación.

Sin embargo, subir el tono –cuando es necesario– requiere de abrirnos a una variedad de recursos que fuimos programados para despreciar: la invocación a la naturaleza, a la espiritualidad, a nuestros sentimientos primarios, a nuestras pulsiones más incorrectas, y sobre todo, a la descripción de experiencias compartidas más allá de la individualidad del autor. La idea de que somos subjetividades irreductibles puede ser cierta, pero limitante para escribir. Nos condena al murmullo, a la miniaturización, a un particularismo que puede resultar efectivo para blindarnos contra la crítica, pero algo aburrido para el lector.

Otra explicación posible para este decaimiento de la variedad tonal puede hallarse en su fuente: los sentimientos. Más que generadores de sentimientos, nos hemos transformado en terminales nerviosos, en procesadores de estímulos que ya no responden a emociones desestabilizadoras como el amor o el rencor, sino que a una mezcla de incertezas y afinidades cuyo léxico aún estamos por descubrir. El tono menor (creo) surge cuando nos quedamos mudos ante este nuevo umbral afectivo; sin palabras para identificar estas nuevas emociones digitales y analógicas, histéricas y monótonas: llevando nuestra atención de vuelta hacia lo familiar, hacia los objetos que tenemos mas a la mano: una taza sucia, el brillo de las cortinas durante la tarde, una hormiga marchando por el borde de la mesa.

También hay otras razones más simples para refugiarse en el tono menor. Luego de doce años de escolaridad, ya no queremos más referencias al cielo, ni “apelaciones a la amada” ni al “género lírico”. Qué duda cabe. O puede que la vida pública ya esté tan plagada de voceros, expertos y charlatanes, que lo lógico a la hora escribir sea cerrar la puerta y bajar el volumen. Lo cual es muy entendible. O puede que se trate sólo de una moda como tantas otras que han pasado por el papel: un proceso que seguirá su curso natural hacia el olvido sin dejar muchas huellas. Ayer fueron los predicadores, hoy son los detallistas. Mañana, será otra cosa.


Cristian Rodriguez Büchner (Valdivia, 1985). Poeta y narrador. Profesor de lenguaje y Mg. en Literatura Hispanoamericana. Editor y columinsta de revisaelipsis.cl. Ha publicado Lluvia de Barro (cuentos, 2012), Caligrafía del Insomnio (poesía, 2017) y 19 poemas (2020). 

Imagen de la cabecera: La pequeña violinista de Charles Burton Barber (1887).