un perro desentierra restos humanos desde los escoriales que delimitan el fin de una provincia imaginaria. la cal ha solidificado su insólita transparencia y desde su blancura falanges y muelas disipan los sueños que a lo mejor ese cuerpo muriente soñó como una artificial vitalidad rebalsando sus lindes, de mayor a menor distancia aprehendiendo la necrofagia de un dios que se oculta en lo gélido de su biología para arder porque sí estepas, poblados y fiordos
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ahora el guacho está grande, se observa en una vieja cinta vhs apoyando su cabeza en la ventana de una micro rural mientras proyecta de forma abstracta y fragmentaria la secuencia de unos liceanos que desconoce tirando por primera vez en medio del follaje. la vibración del motor en su sien lo relaja mientras la mixtura monocromática entre el coironal y las ovejas delinea cierta subjetiva devastación en cadena que distorsiona la cinta hasta hacer indescifrable la secuencia que falta. la nieve del camino se disipa y su resplandor malea el collage cremoso que emana de todas las cosas muertas o por morir que quedan. el guacho está grande, el follaje de la secuencia huele a querosén mientras se observa otro escribiendo este relato de provinciana orfandad
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solitario tan macho el provincial esquizoide, helo pues su antitragedia: qué escribir sin escribir poemas en la torpeza que otros mejores que él suponen cuando se ausentan como en una otoñal autoficción de amor. en sus lindes algo inanimado pero hermoso se asemeja a un calvario que reitera patrones que le resultan difusamente familiares: desfiladeros de coníferas en llamas, atmósferas en sepia y torsos humanos que se avinagran lentamente al sol. nada imaginario hay en esa visual ligeramente humana, nada imaginario en el niño que ahora mismo raja sus testículos enredado en las púas de un cerco tras robar frambuesas de una huerta merodeada por espectrales secuencias. gota a gota enrojece su entrepierna, unos perros ladran y los amigos del barrio vuelven corriendo a sus casas. helo pues su antitragedia: qué escribir sin escribir el rosa frutal desparramando como papel crepé el tráiler de un relato ya sin cauce ni natural turbación
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tan adentro sus adentros, tan apócrifos itinerarios los que traza cuando dibuja el arterial follaje de unos parajes vírgenes y distópicos que se enraízan con dolor a la pobre casa de campo que imagina suya desde siempre. la maleza es un país horrible y las criaturas que le habitan centellean sulfúricas alrededor del nothofagus en libre combustión. memoriza con dibujos el viscoso hálito que producen las nubes y fuegos fatuos que de pronto distingue desplazándose desde la leñera al monte. por el vendaval que viene se piensa a sí mismo como la última animita del sur. cruces pirograbadas y banderas magallánicas auguran el idioma que calla el musgo en sus adentros, la ofrenda que volvió a soñar su mansa y sanguínea indeterminación
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la ausencia de paisaje sugiere una vitalidad que convoca a los fantasmas vegetales que duermen aferrados a la costra de sus muertos. la hidrografía occipital de unos cuerpos que arrastró la marea lo pone nervioso, lo óseo valvular de una adolescente jurando amor calzón abajo mientras alguien descifra el carmesí de sus muslos en tactos anónimos y bruscos, delatando la vergüenza de sus carnes tras rajar su jumper y compartir la sífilis del sur. hay días soleados que lo llenan de ilusión, hay días en que imagina casarse y tener un hijo, pero luego supone que el chico nace enfermo y la idea se disipa por un tiempo. un árbol es su cruz, un riachuelo los intestinos del tiempo replicando su noción de otro cuando vuelve a casa como un turista más rompiéndose por dentro, arrancándose uno a uno los huesos hasta ser la intemperie de su carne. sólo entonces vuelve a rumiar su condición de hombre
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i. una ballena se acerca a la bahía para sangrar con lag creciente sus estigmas calcáreos; como un geiser se inflama de kril y burbujea en fucsia para que a distancia los niños la vean
ii. el niño inuit siente su lengua anestesiada; las palabras que no puede pronunciar son un espejismo para nombrar corrientes que se truncan llenando la tierra de huesos y conchas
iii. el niño chileno sueña que crecen tamagotchis como bellotas de los árboles que su papá no alcanzó a cortar
iv. el destino para los tres es un estómago vacío, abisal y congelado
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falanges y muelas son la translúcida frontera entre devastación y belleza, espacios que ocurren de nuevo al margen de su material vibración
Miguel Eduardo Bórquez (Puerto Natales, 1985). Escritor y Profesor de Lenguaje y Comunicación. Ha publicado el libro de poesía Trapalanda (2013) y dirige la revista Del país flotante. ESCORIALES DE LA ÚLTIMA ESPERANZA es un proyecto financiado por el Fondo Nacional del Libro y la Lectura, modalidad creación 2020.
Imagen de la cabecera: Niño paralítico caminando a gatas, de Francis Bacon (1961).