Shhhh (1923)
Inválidos de guerra, gente
con perros y gatos, aspecto
de yoguis, que asienten despacio
cuando alguien hace una pregunta
y parecen a punto de responder
siempre con salidas inesperadas.
Algo como: no es el azar,
es el destino lo que convierte
a una persona común
en un pasajero
con un equipaje pesado,
y en la esquina hay siempre un uruguayo
que expone para un pequeño grupo
la situación del río de la plata:
“Si los indios no son parte del problema…”
Sudando desnudo en uno de los baños
del Admiral’s Palace, ojos cerrados,
manos cruzadas bajo la nuca
pensabas en la novia abandonada
al pie del altar. Gente
lacónica: guardaparques
por ejemplo, que de aburridos
pasean de arriba abajo
por los caminos del único parque decente
(un decir) que le queda
a esta ciudad. Una apuesta
ha tenido lugar.
Un hombre ha dejado pasar
varios colectivos.
(Ningún parece dejarlo bien).
Otro, tiranizado por un color,
ha bajado la cabeza. Oh tú
que pasas y miras:
por nada, nada del mundo,
por nada del mundo se te ocurra
abrir la bocota.
R (1965)
En tu biografía, que no es sórdida o escandalosa
pero sí larga y poblada y repleta de rincones
hay meses y años enteros que buscan resumirse
en la imagen de un perro lamiendo los pies
de un hombre que se ha dormido frente al fuego.
Otros, con la de alguien que chasquea dedos,
obstinadamente, como tratando de sacarle
una chispa más a un encendedor vacío.
Las plazas estaban repletas en un momento,
y te viste arengando a un grupo de vándalos
capaces de arrancar el pasto y revolear los caniches
de las damas que hacían ahí su paseo diario.
Al siguiente, tirabas una moneda al borde del río:
cara o ceca. Escuchabas silbar afuera y pensabas
que venían por vos, que llegaba por fin el día,
porque la gente se acuerda sólo de lo malo.
Te equivocabas: aun lo malo se olvida,
y así poco a poco volviste a caminar por la calle,
y dejaste de saltar ridículamente en tu asiento
cada vez que un niño cerca tuyo tiraba un chasquibum.
Te paseabas por la plaza vacía pensando en tus triunfos.
Y en una vida anterior a esa, en donde habías sido
el hijo mudo, el amigo afeminado, el estudiante ejemplar,
el que sale tarde de la biblioteca del pueblo y camina,
con un libro bajo el brazo, hasta la estación
para ver pasar el tren, el único tren del día.
Y luego no, no fue una épica lo que te permitió
salir de ahí: seguiste la corriente, aprendiste un libreto,
aceptaste el rol que te asignaban y poco a poco,
uno por uno, subiste los escalones hasta llegar
donde otros mejor calificados a veces se frenaban
a causa del vértigo. La historia de cómo cruzaste el charco,
casi impersonal: viáticos generosos, murmullos entre bambalinas,
discursos entre avión y avión. Era la primavera:
en todo sentido. Pasar la noche al aire libre, al pie
de la barricada, enseñándole palabras de tu lengua bárbara
a una polaca sofisticada, no era ningún sacrificio,
sino apenas un ejemplo más de cómo, en esos años,
la frontera entre el placer y la obligación se volvía difusa.
Nuestro maestro (1985)
Su memoria infalible estaba llena de versos malos, algoritmos y genealogías.
Su casa natal estaba en un barrio
donde casi todas las casas habían caído
en el famoso terremoto del 76.
Su hermana era una belleza legendaria
(más tarde casada con un almacenero).
Su maestro había sido un asceta sin escrúpulos, un tipo odioso:
esto lo decía el mismo
cada vez que se emborrachaba
mirándonos con desconfianza
como si pudiera imaginarnos ya diciendo:
«Nuestro maestro era un borracho y un vanidoso.»
Nuestro maestro era sin duda un borracho
y quizás un vanidoso (o sobre todo un vanidoso).
Nuestro maestro quiso construir una casa con sus manos y fracasó.
Quiso construir una tradición de la nada y fracasó,
y fracasó en ocultar su vergüenza.
En cambio logró convencer a su mujer
de que era un gran poeta, y eso no es poco.
Nuestro maestro se emocionaba
escuchando canciones malas
incluso cuando no estaba aun borracho.
Hablaba sin parar de los antiguos ermitaños
y en los últimos meses hablaba de un gran viaje.
Dibujaba mapas en las servilletas de los bares
y seguía contando sílabas con los dedos
En otras palabras (2013)
Entonces empezás a contarte una historia.
Todo lo que es viejo y parece nuevo,
todo lo que es nuevo y parece viejo
entra en esa historia, lo perdido
y lo encontrado, y lo que empezaste
sin saber si terminarías. Al principio
es una historia sobre vos, sobre el rencor:
celos, ideales abandonados, intuiciones,
la furia con la que mirabas aquel año
el atardecer desde un acantilado.
Luego, otras personas entran en la historia,
y la historia de alguna manera cambia de escala,
no es que no trate más de vos, pero ahora
también hay otros, y quedaste al margen,
en cierta forma, de tu historia. De nuevo
entonces, el rencor, las borracheras, arranques súbitos
que te hacen subir las escaleras a las zancadas,
para golpear en la puerta equivocada.
“Sólo existen las puertas equivocadas”,
leíste más tarde ese día en una cara
de un sobrecito de azúcar en un café
en el que esperabas la llegada de una persona,
pero en su lugar lo que llegó fue una historia, otra,
que terminaba con alguien golpeando una puerta
y bajando la escalera en la oscuridad.
Al principio seguís golpeando puertas
con furia, reclamando lo que te corresponde.
¿Pero a quién reclamarle por un malentendido,
por la simple aplicación desinteresada
de un axioma? Es la vida, en otras palabras,
y siempre son otras palabras, de hecho. Días de lluvia,
olores que vuelven, aserrín en los escalones de un palacio:
hay una constante en todo eso. Tendrías que encontrarla.
Llegar a decir, con una voz triunfal:
“En otras palabras, esto es lo que quise decir.”
Miguel Angel Petrecca nació en Buenos Aires en 1979. Publicó los libros de poesía El gran furcio (2004), El Maldonado (2007), La voluntad (2013) y El recuerdo de una pared (2015). Ha publicado también un ensayo de interpretación urbana (Pekín, 2015) y otro ensayo biográfico (Mastronardi, 2018), además de varias traducciones de narrativa y poesía china, entre las cuales Un país mental. 100 poemas chinos contemporáneos (2011).