De Idolatría del huésped
Babel
Morí por el ataque de un águila.
Los cuervos enseñaron a mis padres qué hacer conmigo.
Los vistieron de luto hasta el fracaso de sus planes.
Abandonaron la ciudad a causa de la idolatría
por su hijo predilecto.
No sin locura, dijeron que mi cruz
fue fabricada con madera del árbol del Paraíso,
que multipliqué los panes, los peces,
las plagas, los amigos.
Mi madre creó el llanto; mi padre el dolor;
yo, las bocas hambrientas de deseo.
Hasta que vinieron otros que lloraron distinto.
Se lamentaban a su modo.
Fue entonces cuando la luz
entró en las grietas y en los rincones.
Tomó la forma del cáliz,
de la joya de la prostituta,
del cisne muerto.
El lugar del combatiente
olvidado en las trincheras.
El sufrimiento fue patrimonio personal e intransferible.
Hubo dolientes como naciones en el mundo.
Se necesitaron emisarios, institutrices,
agentes del espíritu que recorrieran el país
del aire al cuerpo,
del cuerpo al tiempo,
del tiempo a la ceniza.
Cada niño, al nacer,
era envuelto en una bandera blanca.
Su piel era la única frontera;
su lengua, el primer exilio.
Las sagas
Ya no es tiempo de construir moradas,
sino ciudades,
desdibujar los límites
de las naciones alrededor nuestro,
para incitar al toro a salir de su laberinto
y enfrentarnos con el pretexto
de la huida o de la hoguera.
Ya es tiempo de tomar otra vez las armas
y entrar como un rebelde en la filosofía del acero.
El gladiador traiciona al monarca derrotado.
Da el golpe de gracia con su tridente.
Se marcha sobre el carro que, junto al sol
o la tempestad, lo aleja
de la arena de juegos
donde una vez creyó oír su nombre
entre las multitudes.
Son estas quienes le deben la educación de sus hijos,
que jugaban a imitar los destinos de la guerra.
Ya es tiempo de tomar otra vez las armas,
comprender que nuestro espíritu pesa más
que el rotundo acero.
Y entre los escombros de una ciudad
que no fue nuestra, derrocar al ídolo
refugiado en su espejismo.
Multitud
Escribirás de historia, no de mitos.
Al caballo alado lo dejarás pastar en la aridez de la hierba muerta.
Darás al hombre una bandera izada como un traje nuevo
y un rostro al inquilino hospedado por la marcha.
Pondrás tu voz al servicio de las hordas.
No la tibia sonrisa del esclavo o del rehén
que abraza a su asesino.
En el lenguaje de la guerra,
el mártir revive en un cadáver aún más fresco,
como un ídolo desfigurado al que no le sanan las heridas.
Necesitas sangre para teñir los pétalos de la rosa funeraria,
cavar trincheras en las mentes de los jóvenes
para que su patria sea un país
y no un abismo.
Un soldado marca su victoria en el pecho de un huérfano.
No así un rebelde, que arrastra ataúdes
hacia el coliseo del amanecer.
En el lenguaje de la guerra, la muerte escoge un bando,
levanta tiendas de campaña en nombre de los hechos
que consuman la derrota del más fuerte.
Escribirás de historia, no de mitos,
para instar a la revuelta del hombre
que acaba de nacer.
Extranjero
Me conocieron por lo que no era: un extranjero.
Confiscaron mi casa y mis ataúdes.
Me condenaron a vivir en la infancia
del tiempo: su eternidad.
Cada vez que dije: este es mi país,
emergió la figura del ángel que enterró su espada
en el cadáver reciente.
El verdugo de la historia cortó mis manos
para impedir cualquier comunión con el mundo.
Renegué de aquellos pueblos
que te fuerzan al delirio de sus banderas
y obligan a verte como un semejante
que cae en su difunta red.
A un lado: la soga que se ata
al cuello el suicida.
Al otro: la confianza en la humanidad
y en el porvenir del cianuro.
Bebía de una fuente pequeña, pero mi sed era grande.
Aseguraron que provenía de un linaje de héroes,
por eso sólo me saciaba con relucientes huesos.
Cada vez que dije: este es mi país,
el río que viajaba hacia otra tierra
me enviaba saludos.
Tumbas de cristal
Te despediste de quienes te conocían.
Dijiste que emprenderías un viaje hacia tu propia sombra,
donde lo innecesario, lo que no tiene cuna,
era igual al exilio.
Hablaste de un lenguaje exhausto.
La ciudad se había transformado
en un gran potro de tortura.
Te detuviste bajo el umbral de la puerta.
Entre dos espejos enfrentados
creíste encontrar una salida.
En una de las imágenes eras el discípulo;
en la otra eras la infancia convertida en el poema.
No había claridad o fuga en tus cavilaciones.
La preocupación por la luz que entraba
fue un nuevo tormento.
Una casa olvidada
Las versiones secretas de lo que somos,
verídicas porque parecen ser recordadas,
desfilan ante nosotros como una comparsa
de mujeres y de niños muertos.
Traen con ellos los certificados,
las insignias que prueban su lugar en el libro.
Apartados en capítulos sin importancia,
reclaman la justicia del sol sobre la provincia.
La sangre que escurre desde mis venas abiertas
riega el valle de sombras en el que me encuentro ahora.
No quiero a la matrona desnuda frente a la cuna vacía.
No quiero la hospitalidad del cuervo y su nido pestilente.
Las versiones secretas de lo que somos,
verídicas porque parecen ser recordadas,
las confino a lo alto, al ático
donde van a dar luz las estrellas
en el vientre del tiempo.
Para que mis manos no puedan tocarlas.
Para que la voz o el deseo no las alcance.
César Cabello (Santiago, 1976). Ha publicado Las edades del laberinto (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2008), Industrias CHILE S.A. (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2011), El País Nocturno y Enemigo (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2013), Lumpen (Santiago, Tacto Editorial, 2016), Nometulafken, al otro lado del mar (Santiago, Lom Ediciones, 2017). En 2006 obtuvo el Premio Eduardo Anguita y en 2020 el Premio Nueva York Poetry Press. En 2007, 2012, 2016 y 2019, recibió la Beca de Creación del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. En 2010 y 2012 se le concedió el Premio Mejores Obras Literarias de Autores Nacionales, por los libros Industrias CHILE S.A. y El País Nocturno y Enemigo.
Imagen de la cabecera: Caballo en un paisaje de Franz Marc (1910).