Dos Cuentos Borgeanos de Carlos Lloró

I

Como cada tarde, ese nublado 7 de octubre me dirigí a la Biblioteca Municipal del Tercer Distrito, con el secreto afán de leer libros acerca del tiempo. La marquesa de Locignon-Sauvigny, había donado -hacía un mes escaso- la colección Artios -perteneciente a su difunto esposo- al departamento de humanidades de la Biblioteca Municipal; y quien haya trabado relación con la biografía y las aficiones intelectuales -nada ortodoxas- de ese excéntrico noble que respondía al nombre de Lord Alfred Savigny, entenderá mi entusiasmo.

Dicho gentilhombre, a lo largo de una vida enriquecida por intermitentes donaciones de la diosa Fortuna, y diezmada por enfermedades inesperadas y alucinaciones esperadas -que algunos insidiosos atribuyen a sus mortificantes hábitos de lectura-, se consagró, desde la edad media de la conciencia, a la afanosa elucidación de los fundamentos del Tiempo. Coleccionaba toda clase de libros que tocasen aunque fuese levemente este tema, o que llevasen estampada la palabra ‘tiempo’ en la tapa. Así, pude encontrar, en el improvisado catálogo, títulos tan dispares como Tiempo y Eternidad, de A. Coomaraswamy; Anillos del Tiempo, de Carmen de Alonso; la novela antirrealista La Vacilación del Tiempo, del escritor realista Alfonso Echeverría; los relatos suburbanos de La Herida del Tiempo, de Carlos Morand; El Tiempo Banal, pesadilla sindicalista de Guillermo Atías; el admirable estudio neurofisiológico El Tiempo, cuarta dimensión de la mente, del doctor canadiense Robert Wallis; el índice cinematográfico Oh Tiempo, del poeta cubano Aramís Quintero. Por supuesto, no faltaban en el misceláneo y delicioso listado, las obras canónicas de Proust, Joyce, Ouspensky, Eliseo Diego y Arthur Machen. Al final del catálogo -en nota manuscrita adjunta- se daba una pequeña enumeración de libros inaccesibles o imaginarios,  en cuyo sorprendente contenido nos detendremos más adelante.

Durante años, me dediqué a coleccionar noticias acerca del Tiempo y su naturaleza paradójica. Agoté libros, periódicos, anuarios, revistas especializadas, glosarios científicos o teosóficos, enciclopedias; al tomar contacto con la colección Artios, ya me consideraba un experto en el tema. Sin embargo, el hallazgo de ese lote de libros inconexos, anuló en mí toda sensación de victoria o banal presunción. Yo vivía una vida gris; yo odiaba la Realidad, que deparándome el sucio caudal de horas y días interminables, me negaba la clave para su exacto desciframiento; yo vivía -repito- una vida sin estilo y sin gracia. Me consideraba un náufrago, desterrado por igual del cielo y del infierno. Mi única posesión era la ilimitada sospecha de que no somos sucesivos en el Tiempo, sino oblicuos y coalescentes. Yo creía con plenitud que, si a los humanos les fuese dado, en un minuto prodigioso, usurpar un hilo de eternidad, ganarían el conocimiento minucioso de llaves, puertas y espejos: es decir, de los Símbolos. La colección Artius me regalaba esa posibilidad  inaudita de entrar en un gabinete mágico donde cada frase o palabra estaba determinada por un eco o humareda anterior. Yo, bastardo y fracasado compositor de epopeyas abultadas y odas inéditas, creí por un momento perderme en el océano de esos textos que mi mente ambicionaba en secreto. Sobre todo, por un libro que misteriosamente pedí.

El bibliotecario, un hombrecito culto y afable, conocía mis obsesivas preferencias literarias, y había adoptado la costumbre de anunciarme las novedades más anheladas como si fuesen manjares de una lujosa pastelería. Muchos días y horas no lo traté, pues había un tono extraño e inhumano en cada uno de sus relamidos anuncios. Era como si se deleitase en acentuar mi ignorancia con cada libro que colocaba ante mis narices. Pero lo que en el fondo me molestaba, era su desagradable forma de hacerme ver que cuanto me mostraba eran tan sólo migajas de un tesoro oculto en un castillo inexpugnable, en el cual yo no entraría jamás.

Cierta noche, dialogando acerca de las bondades de la biblioteca de Lord Savigny, el bibliotecario -cuyo nombre era Alubdías- me dijo, con desagradable gravedad, que dicha biblioteca poseía un cajón secreto, con libros que no era conveniente registrar en el catálogo de la colección.

-Por disposición expresa del difunto -dijo, bajando la pequeña cabeza-, el contenido de ese cajón secreto ha de permanecer en la sombra. Pero, como lo aprecio, le puedo decir al menos de qué se trata. ¿Ha oído usted hablar del monje suizo Nehj Bxewoqaef?

Ahí mi corazón rencoroso sufrió un vuelco.

-Nehj Bxewoqaef -dije, con vacilante seguridad-, monje de la orden de la Portae Lucis, fundada en Francfort en 1511. Sus trabajos se encaminaban hacia la búsqueda de la Orden de la Biblioteca Prohibida, secta de hierográmatas de la que nada se sabe, excepto que sesionó en Upsala hacia 1235 y que tuvo entre sus afiliados a Abraham Abulafia y al Dante. En las prácticas secretas de dicha Orden, según los trabajos de Nehj Bxewoqaef, se solía invertir y expandir el tiempo histórico real, en beneficio de un tiempo de lo monstruoso y de lo secreto. A través de unas ingeniosas máquinas, se construían esferas de tiempo-cero, o ‘vacío’, donde dos escritores de distintas épocas se podían encerrar a dialogar durante años, sin el menor menoscabo de su salud corporal ni de su inteligencia. Nehj Bxewoqaef gastó los mejores años de su vida en restaurar los fundamentos ocultos de esa orden tal vez apócrifa. No tuvo éxito, y el malintencionado teólogo -al par que puritano y ramista- William Perkins, le atribuyó -durante una  disputa sostenida en Oxford con el filósofo bruniano Alexander Dicson (1584)-  la redacción de una Enciclopedia de Sucesos no Sucesivos, donde el infortunado monje reinventa, para su propia ‘tranquilidad de conciencia’, la historia de la sociedad secreta de Upsala. Nunca se ha encontrado siquiera el más leve borrador de esa obra.

-Olvida que la Enciclopedia de Sucesos no Sucesivos fue alabada por el director de minas Georg von Weiling, en su  “Opus mago-cabalisticum-”, obra muy estudiada por Goethe.

Permanecí un instante en silencio, antes de responder:

-Ahí -según he sabido- se encuentra la memorable frase: “la cábala judía no es más que un abuso de los nombres de dios”, tan repudiada por Scholem (Alchimie und Kabbala, Francfort, 1994, p.116). Pero no he leído la obra de Weiling. Lo que usted me dice sinceramente me asombra.

-¿Es que acaso Nehj Bxewoqaef no era más que un oscuro perpetrador de infelices alegorías? -preguntó el bibliotecario, con acento malsano. Y sin esperar mi respuesta: “lo considero el más serio e intrincado pensador de Occidente. Creyó en una mitología de la imaginación; defendió la idea de que en cada hombre hay un demiurgo, y que con el estímulo adecuado, es posible guiar la mente hacia la creación de mundos inconcebibles. Ese estímulo puede provenir de una conversación, de una lectura, de un sueño, de una prolongada vigilia en una ciudad desconocida, de una estatua en un pasillo ruinoso. Para él, para el mítico y desconsolado Nehj Bxewoqaef, no había nada tan estimulante y vívido como el juego de la fantasía libre, del que participan por igual la invención de los monstruos y la invención de los laberintos, entre otros artes bastardos;  y de ese modo, pudo perpetrar aquella obra ambiciosa, de la que usted, anticipadamente, descree. Sin embargo, le aseguro que esa voluminosa Enciclopedia existe”.

Un temblor recorrió mis párpados fatigados. Miré el enorme ventanal. La tarde empezaba a cernirse, como un pájaro hambriento, sobre la abigarrada estructura del Edificio.

-Usted insinúa, acaso, que en esa caja secreta de la colección Artios…-mi voz resonó como un hilillo agónico en las excesivas concavidades de la Biblioteca.

-Nada insinúo -replicó el tozudo bibliotecario-. No se haga demasiadas ilusiones. La Enciclopedia de Sucesos no Sucesivos yace, en efecto, en algún lugar de esa caja que es, por lo demás, infinita. Si nos fuese dado el abrirla, con la llave diseñada por su constructor, encontraríamos los dorados y macizos volúmenes del Opus Magnum de Bxewoqaef; sin embargo, esa llave se ha perdido, irremediablemente. Hoy sólo poseemos una grosera imitación, la que, no obstante, nos permite acceder a un compendio del contenido total de la Obra.

Unos pocos minutos mediaron entre la retirada de Alubdías y su regreso, con el pequeño libro en las manos. Era, en efecto, un compendio de la obra original de Bxewoqaef, redactado en francés por el historiador belga Edmund Riokhiar, en 1874. En la tapa marrón, podía verse un retrato de Nehj Bxewoqaef, viejo, sosteniendo un bastón de nácar, con la faz abatida, propia de quien ha gastado sus mejores años examinando enterrados laberintos. En las primeras páginas del compendio, Riokhiar traza un apasionado boceto biográfico del autor. Entre otras cosas, nos cuenta que Bxewoqaef vivió doce años en el Tibet y cinco en Novosibirsk, a donde viajó para ‘actualizar ciertos oscuros episodios de su prehistoria mental’. Regresó eufórico y famélico, mascullando, entre dientes, el hallazgo de una ‘caja de tiempo’, objeto de culto entre los ordenados de la Biblioteca Prohibida, y cuya existencia se creía imposible. En esas cajas de tiempo, se podía guardar todo: una enciclopedia de doscientos volúmenes, una escalera de cartón, una cabeza parlante, una casa, un atardecer, un vacío, una biblioteca prohibida…Levanté mis ojos incrédulos hacia el pequeño bibliotecario:

-Sospecho que usted me oculta algo. Sin duda que la caja de tiempo de la colección Artios puede abrirse y cerrarse sin ninguna dificultad. Preferiría que me dijese que no es conveniente mostrármela; pero, por favor, no entreteja falaces historias de llaves perdidas y copias inverosímiles.

Con suavidad, con exactitud, el viejo Alubdías alargó sus dedos hacia el libro de Bxewoqaef.

-Es usted demasiado sagaz. Durante años, ha venido aquí, preguntando por libros difíciles que a nadie interesan, y ha asimilado cabalmente ese conocimiento. Hoy, pese a que sé que rehusó verme una cifra de veces, puedo decirle que pocos como usted poseen, en este malogrado mundo, la facultad de tratar  con estos misterios. Sí, ha encontrado usted la punta de la madeja: dentro de esa caja mágica no sólo se guarda la Enciclopedia de Bxewoqaef, sino, además, la Biblioteca Prohibida que el mismo Bxewoqaef exhumó en una colina de Lhasa, y que consta de doscientos cincuenta y siete volúmenes que tratan de un solo tema paradójico y devastador: el Tiempo. Por último, le voy a revelar un pequeño secreto: Lord Alfred Savigny fue el último hierográmata de aquella Orden perdida de Upsala, si es que la palabra ‘último’ ostentó algún significado en aquellos nebulosos cenáculos. La caja de tiempo era demasiado preciosa y demasiado codiciada, y por eso mismo tuvieron que desaparecer, de este mundo, Bxewoqaef y el mismo marqués de Savigny. Claro está, que ya sabían de antemano dónde ocultarse.

Apreté mis ojos, mis mandíbulas, mis dedos, contra el cristal de un recuerdo  indefinible, obsesivo.

-En la caja de tiempo…-mis palabras fueron interrumpidas por un espeso viento ululante que parecía venir del interior de las paredes-.

-Estamos usted y yo, está Edmund Riokhar, está el indiferente y cabizbajo Universo.

Era ya de noche cuando abandoné la Biblioteca Municipal. Erré por las calles húmedas, me mezclé -sin amor, sin preocupación- con la multitud distraida. Creo que me detuve a contemplar unos muñecos en una vitrina. Hacia las diez, tomé el tren de regreso a casa. En un asiento transversal, una adolescente con grandes espejuelos leía, sin rubor, el tercer volumen de La Doctrina Secreta de Helena Blavatsky.

Dos meses después volví a la Biblioteca Municipal, para enterarme de lo que ya mi corazón sospechaba: que la Colección Artios había sido trasladada a una dependencia confidencial de la Biblioteca ‘Macedonio Fernández’, en Santiago de Chile; y que el extraño bibliotecario Amhael Alubdías, había sido removido de su cargo, a causa de ciertas manipulaciones ilícitas en la vitrina de incunables. Pedí, como siempre, mis viejos libros sobre el tiempo. Me informé de las novedades. El nuevo bibliotecario era un joven melancólico y desconfiado. Por un momento pensé formularle la antigua pregunta. Callé. En nada habría ayudado otra atroz confidencia, otra disparatada y pendular arrogancia.

En una reedición bimensual de la Jenaische Allgemeine Literaturzeitung hallé, sin emoción, la respuesta a algo que nunca me había preguntado: el significado de la palabra Artios. Ahora -pero muy tarde ya- descubría que era una divinidad menor de la Snorri-Edda -en la equívoca  transcripción iluminista de Bolbas Umerssawon-, a la que se  atribuía la configuración desenfrenada y la oportuna disolución de creaciones extrañas.

Un año después de aquel diálogo turbio, busqué en el libro de empleados de la Biblioteca Municipal, el nombre de Amhael Alubdías. Ante la negativa del índice, hurgué en los escrupulosos capítulos y en la Concordancia final. El pobre resultado me llevó a interrogar las líneas individuales y la selva de abreviaturas; así pude descubrir que la Biblioteca fue fundada en 1816, por un poeta nacido en las islas Galápagos. Entre los miles de funcionarios que habían dado brillo a sus losas, destacaban, con inescrupuloso rigor, dos nombres: Edmund Riokhar, elegido supervisor de Incunables en 1833, y el mecenas franco-chileno Alfred Savigny, que ostentó igual cargo en un período posterior.

Aun hoy, pese a mi desencanto y estupor incesantes, suelo visitar la Biblioteca Municipal del Tercer Distrito. Soy -lo sé- un experto en los manejos y entresijos del tiempo, pero nadie lo nota o -lo que viene a ser mejor, y peor- todos saben que cada hombre,  en cada encrucijada abismal de su vida, lo es.

No he trabado relación íntima ni intelectual con el nuevo bibliotecario, pero intuyo que él acaso sabe lo que yo sé, y no quiero forzarlo -por respeto a la vastedad de su cargo- a inútiles y espantables declaraciones.

II

-Su contraseña ha sido aceptada.

Sentí una palpitación desconocida en el rostro.

La gran puerta se abrió del todo, y entré.

Había un gran pasillo, con candelabros retorcidos a ambos lados. Por él caminé, tras el anciano, sintiéndome preso de una extraña gloria. ¿Sería aquel el edificio donde empezaba la Biblioteca de Babel,  o más bien el lugar donde sesionaba la Sociedad Secreta del mismo nombre?

El anciano, callado, me indicaba puertas y pasillos que yo debía convenientemente sobrepasar.

-La Biblioteca de Babel es como una mina de oro. Hay que excavar y excavar, muy abajo, para obtener siquiera un resultado medianamente satisfactorio. De continuo, durante meses, descienden las sondas, los batiscafos tripulados, y con suerte logramos extraer un pequeño volumen en cuarto mayor desde las insondables profundidades.

 

Fui conducido por dos jóvenes muy delgados, vestidos de negro, a través de unos pasadizos de vidrio. Allá abajo se podían avizorar los miles y miles de libros que eran extraídos minuto a minuto de los abismos. Casi todos eran libros indescifrables, según me confirmaron mis guías.

-Hay que destruirlos todos, excepto aquellos que pueden servir de puente en la búsqueda de los Infigurables.

Se refería a los once libros que sostienen el Universo, según los últimos y definitivos  hallazgos de la Orden.

-Pero, ¿no es más razonable regresarlos al lugar de donde los tomaron? -pregunté, con evidente desazón.

-Eso elevaría excesivamente los costos -respondió uno de los jóvenes enlutados, con voz de autómata-. Recuerde que esta es una empresa comercial. En modo alguno puede infiltrarse aquí ningún humillo filantrópico o -lo que es mucho peor- metafísico. En el más breve tiempo, deberán aparecer los Infigurables, donde están consignados los apuntes del Plan de Creación del Universo; esos libros son como la bitácora personal del Demiurgo, o de Dios. Luego los trabajos tocarán a su fin. Y el Gran Depósito será incendiado, para borrar toda huella de la Pesquisa.

Lo que me decía el muchacho me parecía simplemente horroroso.

-¿Podría al menos llevarme alguno de esos volúmenes desechables?

-Imposible. Nada puede salir de aquí. El Plan de Pesquisaje es secreto. La Realidad no puede usurpar ni siquiera la más breve partícula de esta aventura milagrosa.

-Pero yo podría hablar cuando salga. Contar todo lo que he visto…

-¿Y piensa que alguien le creerá? -preguntó, socarrón, el otro joven de negro-. El hecho mismo de que usted pueda hablar allá afuera de lo poco y nada que ha visto, nos da la razón en cuanto a que la Realidad no puede asimilar lo asombroso. La incredulidad del Universo nos beneficia.

Habíamos llegado a una oficina que tenía la puerta levemente desencajada.

Los jóvenes de negro se fueron.

Cruzando el dintel inclinado, me encontré de pronto en el interior de un cuartucho abultado y siniestro.

Ahí estaba el Cronista de la Biblioteca de Babel, monstruo de horror, anciano deformado por la lucha contra las oceánicas veleidades del Tiempo.

Su cuerpo era un mosaico de carnes incompatibles. Sin embargo, en medio del caos corporal, se podían adivinar ciertos destellos de una vitalidad sobrenatural, ante la cual la materia misma del mundo se presentaba como algo obsoleto y amargo.

-Ha sido una estupidez que haya venido aquí -dijo, con voz de mujer joven, que contrastaba grotescamente con su contrahecha figura -. Consideramos que ya ha visto bastante. La Biblioteca de Babel  es, como ha podido constatar, un lugar bastante aburrido. Y más hacia abajo, se ha visto que aumenta en monotonía y en fealdad. Hay mucha basura acumulada, y los múltiples derrumbes y anegamientos -no descritos en el delicado cuento de Borges-, han creado un clima de pestilencia y putrefacción prácticamente insufrible. Esto no tiene nada que ver con la literatura, mi querido amigo. Usted ya ve, yo soy Cronista de este Proyecto, y llevo largos años tratando de escribir algo que valga la pena; he tenido que condescender a la deducción, luego a la adivinación y por último a la invención. En doce años, hemos encontrado sólo tres libros medianamente ‘coherentes’. Uno de ellos, La tómbola de linóleo, fue subastado en una feria de ricachones en Sumatra, el año pasado. Lo adquirió un excéntrico maharajá de Calcuta, en varios millones de dólares. ¿Se da cuenta de lo que ello significa?

-La Biblioteca de Babel se ha convertido en un triste negocio -asentí, casi sin pensar en lo que decía.

-Eso de ningún modo -ripostó el anciano. Lo mejor está aún por venir. Pero según los cálculos más ajustados, antes de quinientos años no sobrevendrá ninguna ‘sorpresa’.

Fruncí el ceño, algo desencantado.

-Pero entonces, ¿Borges conoció de esta empresa? -pregunté, con repentino entusiasmo.

-Exacto. Vino aquí, per accidens, como usted, y fue, al igual que usted, rechazado. Su genio literario lo llevó a escribir sobre nosotros de modo que nadie se diera cuenta de que escribía sobre nosotros. Incluso, en broma, llamamos a nuestra Empresa La Biblioteca de Babel, nombre que se ha hecho popular incluso entre las clases bajas de los Socios; aunque los Grandes Socios, ellos sí que conocen el verdadero y terrible Nombre.

Con sus brazos grotescos, el Cronista de la Biblioteca de Babel realizó lo que parecía ser un gesto amistoso.

-Todo esto es asombroso -dije, abrumado-. Sin embargo, no me resigno a irme sin siquiera una prueba, algo que me diga que no he estado soñando. No pretendo hurgar en los secretos de este negocio, pero he llegado hasta aquí, por alguna oscura razón, y no querría irme sin nada. Déme una muestra mínima, al menos, de que no estoy en un sueño…

El Cronista entrecerró los ojos asimétricos y contrajo la cara abultada, como si meditase en lo profundo de su inconciencia.

-¿Sabía usted que, al morir, Borges dejó una novela inconclusa?

Me quedé quieto, sin poder decir nada.

-¿Increíble, verdad? ¡Borges novelista! Pues bien, aquí, en una de las vitrinas principales de nuestros Archivos, guardamos ese manuscrito, de alrededor de dos mil páginas. El Borges anciano lo estuvo dictando a una grabadora durante sus últimos ocho meses de vida. No lo concluyó…Sabemos de su larga lucha por no perder la lucidez en medio del abismo de recuerdos que lo inundaban…

Sin dar crédito a las palabras del Cronista, pero imbuido de una rara ansiedad, seguí al deforme anciano a través de una puertecita detrás de su escritorio, hasta un cuarto abovedado y anchísimo. Allí pude ver unas ocho vitrinas enormes, de madera y vidrio, que se elevaban hasta el techo, donde confluían en una especie de grifo óctuple, erizado de inscripciones en una lengua desconocida.

Durante unos minutos, recorrí  con la vista el contenido de las vitrinas. Había allí todo lo maravilloso que era dable admirar, en todas las lenguas. Los tres tomos del Diccionario secreto de Btoyht, de Selkjim Abopjagurd, en la editio princeps de 1832-; las Lettres sur les aveugles á l’usage de ceux qui voient, de Diderot; las Inscriptions sacrosantae vetustanis, de Petrus Apianus; una historia de la Atlántida, en cuarenta y cuatro tomos, que ha perturbado mi imaginación hasta el día de hoy, pese a que no leí una sola de sus páginas (ni siquiera recuerdo el nombre del autor, o de los autores); una edición facsimilar (1647) de las Opera de Pico; una reimpresión literal de la edición Faber Stapulensis de las Opera de Nicolás de Cusa; también recuerdo haber visto numerosos volúmenes marcados con un sello misterioso, que según me dijo el Cronista, correspondían a las Actas de un antiguo cenáculo que desarrollaba juegos cabalísticos sobre textos de Blake, Novalis, Bruno y Shakespeare. Ante un impulsivo avance mío, el anciano me detuvo con sus quasibrazos tentaculares:

-Esa lectura lo dañaría -dijo, sin mayor ceremonia-. Además, lo he traído aquí para que examine algo mucho más interesante y extraño: el manuscrito de la obra secreta de Borges, el novelista. Bueno, en realidad no se trata de una novela, sino de una gigantesca alegoría platónica que bien puede considerarse como un arte de componer laberintos. Lo dejaré solo…al cabo de  una hora, usted será restituido a su mundo. Nunca más volverá a saber de nosotros. Espero que aproveche esta hora, que podrá considerar como un regalo de la Biblioteca de Babel, si así lo prefiere. Ah, y le sugiero no perpetrar ninguna acción desafortunada… Adiós.

El anciano se alejó, arrastrando el peso de su anatomía rupestre, tras la puertecita ovalada, que se cerró a sus espaldas.

Allí, en el extremo de la gran mesa-escritorio, estaban las gruesas carpetas encuadernadas en cobre verdoso. Me aproximé a ellas, con exagerado pudor. Por un momento, temí que se evaporasen al contacto con mis dedos infectados de realidad. Salvado el primer contacto con la áspera cubierta, me senté en una de las altas sillas de madera: y luego, acaeció el más vertiginoso de todos los hechos que registra mi menguada existencia: me sumergí en aquella lectura difícil, vertiginosa. El texto estaba escrito a máquina,  y trataba de un arte secreto de edificar laberintos, reconstruido por un joven sacerdote, muerto en la India durante una expedición en busca de las raíces de una ‘demencial y prohibida sabiduría’. El texto, en efecto, poseía el encanto, la gravedad y parquedad características del maestro argentino; pero algo había en él de inquietante, de sobrecogedor. Lo herían y atravesaban cientos de diagramas inverosímiles, que representaban las diferentes fases del proceso de construcción de los laberintos. Se explicaba que existían diez clases de laberintos mentales y ocho clases de laberintos físicos; cada laberinto se conectaba con diez jardines fantásticos y diez jardines geométricos. Cada jardín poseía seis escaleras secretas: cada escalera secreta comunicaba con cada uno de los otros jardines y con nueve pórticos, los que a su vez comunicaban con doce anfiteatros mitológicos y doce anfiteatros oníricos, los que a su vez…la enumeración era provocativa, inaudita. Los pormenores son irrecuperables. Se llegaba a establecer la geografía de los países de la realidad y los países de la irrealidad. Luego se pasaba a las bibliotecas que ocultaban el significado de los laberintos, y se hablaba de los descifradores ambulantes y de los caotizadores, esos monstruosos arquitectos de edificios hechos de irrealidad pura. Los planetas estaban configurados en septenarios dentro de los propios jardines y pórticos. Había galaxias, espejos, agujeros negros, donde todo se descomponía y volvía a empezar, pero siempre con un detalle menos, con un rasgo omitido o desfigurado. Al final,  se hablaba de una enciclopedia gigantesca, de ocho mil doscientos volúmenes, que un filósofo chino de la Orden Secreta Hgyang -Ki redactó, en el siglo V, a fin de demostrar la existencia de una divinidad que vivía en el interior de un espejo. Se trataría, acaso, del espejo corruptor Hjien, que en las noches sin estrellas equivale a un cántaro roto y, en las noches designadas por una tenue cinta lunar, equivale al dislocado Universo. 

Muchas cosas extravagantes y deliciosas hallé en ese libro infinito. Por ejemplo, leí que, en la academia veneciana del conde Sfarzani, hacia 1575, Giordano Bruno dictó un curso acerca de los laberintos secretos de la Mente Divina y Humana. Tomó como modelo ciertos arabescos del palacio ducal de Mantua, que prefiguraban un juego secreto al que, según la Enciclopedia Capellani-Massini, se entregaron con secreta fruición Bruno y los hechizados artistas del círculo del conde Sfarzani;  en 1644, se publicó en Nantes un minucioso análisis en clave de los resultados de esas sesiones, con fragmentos explicativos de aquel juego secreto. Su autor, el misterioso Charles Aurebigh, falleció en Venecia, en 1648, mientras investigaba la genealogía de los Sfarzani; su obra es hoy rara ocasión de brindis bibliográficos y melancolías francófilas: en los minuciosos catálogos de la Librería Española de Estrasburgo, subsiste el sorprendente nombre de Charles Aurebigh, sellando la autoría de una veintena de obras raras y soberbias, la mayoría de ellas inexistentes o desmedidamente fantásticas; luego de su muerte, nada se supo de esos divertimentos oblicuos, hasta la visita del erudito chino Taep Siin a Palermo, en 1718; investigaba los intrincados meandros del arte de la memoria en la edad media y el renacimiento, parangonándolo a la Enciclopedia Laberíntica perpetrada por la secta del Fénix Rojo, en una remota provincia tributaria del Yang-tsé; de paso por Nantes, Taep Siin pudo comprobar con intranquilo placer, que en la Historia Subterránea de la Literatura Francesa, de Albert Tauquellie (1870, nueve volúmenes, inédita), cuyos caóticos y atolondrados manuscritos usurpan una vitrina especial de la Biblioteca Municipal de esa ciudad, se menciona la ardua adquisición, por parte de Charles Aurebigh, de una monumental enciclopedia china, en un bazar de París, que casi lo arruinó. Taep Siin rastreó las bifurcaciones de esta historia, que lo llevaron a hurgar en la biografía de autores  tan disímiles como Victor Hugo, René Magritte, Arnold Schönberg,  León Bloy,  y José Lezama Lima: todos los cuales serían miembros de una secta secreta, subsidiaria a su vez de una populosa enciclopedia china, que a su vez dependería de un laberinto que no está en el tiempo ni en el espacio: un fragmentario laberinto mental, en el cual viven y del cual no pueden salir todos los poetas y todos los soñadores del mundo.

En la vertiginosa e imposible lectura, he perdido los principales detalles. Más de una hora duró mi vigilia sobre esas páginas borrosas, o que mi imperfecta memoria ahora vuelve borrosas. Sé que, cada cierto número de páginas o párrafos, aparecían en el manuscrito unos sellos en forma de espiral, minúsculos y perfectamente dorados. Cuando sentí la náusea preanunciada por el Cronista, envueltos mis sentidos en la delgada humareda que indicaba el término de la fantástica expedición, arranqué uno de los sellos del libro y lo apreté con fuerza en el puño.

Grabada en la retina de mi memoria, quedó la última y precisa frase de la novela borgeana:

“Quien escribe, debe saber que trastorna una Imagen; que su fragmentario relato del mundo es menos un patrón de la historia que un aparato mágico incompatible con la existencia del Universo”.

El sueño me ganó, bajo el influjo de la hipnótica niebla que se extendió por toda la sala.

Desperté en la biblioteca pública de la calle Brasil. El conserje me indicaba que estaban por cerrar el establecimiento. Un quejido agudo me aturdió. Abrí mi mano; el duro objeto metálico, que yo parecía haber apretado con fuerza durante el sueño, me había provocado una pequeña herida, que ahora sangraba. Lo examiné con desgana, mientras me dirigía a la calle.

No sé si lo que soñé ocurrió en la realidad, porque no sé lo que es la realidad. Y hoy menos que nunca. El objeto misterioso, cuya procedencia y significación no he podido establecer hasta hoy, lo ofrendé a las turbias corrientes del estero Marga-Marga, en la última gran inundación de septiembre.

Un día, por curiosidad, por melancolía, por desmedida esperanza, hojeé el Anuario de Estudios Borgeanos de la Universidad de Valinferno. No me exaltó el ver allí, el nombre de Charles Aurebigh (citado como autor nominal y caritativo de un Compendio de Máscaras Sinópticas), barajado -de manera lateral e invisible- entre varios de los más ilustres textólogos de la República.

En las frías y olvidadizas tardes, yo sigo releyendo a Jorge Luis Borges; y trabajando, distraídamente, en una traducción literal -que no pienso dar a la imprenta- de I trattenimenti, de Scipione Barbagli.

 



Carlos Lloró, escritor, músico y académico cubano, nacido en 1970 y residente en Chile desde 1993. Como guitarrista y compositor ha participado en Concursos y Festivales desarrollados en Cuba, Chile, Bolivia, España, Argentina y Japón. Como escritor, con el seudónimo Karlés Llord, ha publicado Kounboum (Corriente Alterna, Santiago de Chile, 2010) y Cinis cinerum, (Al Aire Libro, Concepción, Chile, 2012). Con el seudónimo de Aarno Spokarius, ha editado Hechos y pensamientos de los caballeros de la Orden de la Escritura Onírica del Dragón (Editores Fantasmas, La Serena, 2020). En el año 2008 grabó con el sello SVR el disco La casa del alibi, con arreglos y composiciones basados en ritmos y melodías cubanas. En Agosto de 2016, Editorial de Valparaíso publicó su libro La Máquina Cuántica. Conversaciones con Sergio Meier (prologado por Francisco Ortega), y la editorial Estratos Narrativa de Concón, Viña del Mar, publicó su libro de prosas El lugar donde nadie aplaude. En el año 2018 fundó la editorial Nagauros, donde publicó su novela Absolum, prologada por el poeta Héctor Hernández Montecinos, y el libro de ensayos La máquina casi transparente. Dos tratados sobre Enrique Verástegui (2019) en coautoría con el poeta, ensayista y traductor peruano-argentino Reynaldo Jiménez. Actualmente se desempeña como profesor de Guitarra Clásica, Teoría Musical, Armonía y Lenguaje y Construcción de Mundo en la Universidad Católica de Temuco. Desde el año 2018 dirige los Talleres Literarios Nagauros (en los ámbitos de escritura creativa, apreciación literaria y apreciación musical).

Imagen de la cabecera: La Biblioteca de François Foisse (1741)