Tres poemas de Cristián Gómez

 

 

Una tropa de repartidores mantiene
funcionando la ciudad. Los árboles
han perdido sus hojas como testimonio
de lo que podría ocurrir si el minotauro
encontrase la salida y los bancos dejaran
de funcionar. La nieve cae con la misericordia
que caracteriza a los animales del bosque.
Afuera hace frío, pero el ejército de desempleados
que ahora tiene empleo mantiene funcionando
aquello que juraron combatir, tal como ahora:
venid a ver la sangre corriendo por las calles.
Los conductores apoyados sobre el manubrio
de los autos a un costado del camino parecieran
estar durmiendo y los paramédicos que intentan
despertarlos han llegado demasiado tarde
para ponerles un tanque de oxígeno mientras estén
con los ojos cerrados. Los bomberos utilizan
sierras mecánicas para talar los autos como un bosque.
Cada vez que entran en uno de esos centros comerciales
donde todas las tiendas están vacías, los embarga un sentimiento
de culpa que nadie ha sabido explicarles sin mover de lado
a lado la cabeza. Los guardias los miran con una mezcla
de estupor y cansancio reservada para aquellas ocasiones
en que vale la pena despegar las nalgas de su asiento.
Algunos buscan encontrar el nirvana caminando descalzos
sobre los cristales desparramados por el suelo. Algunos
todavía no han almorzado. El Señor en su infinita sabiduría
les dio a todos el mismo nombre. Volver a bautizarlos
            sería como repartir entre las estrellas
esa luz que ninguna necesita.

EL POEMA FAVORITO DE NORTEAMÉRICA

 

I.-

Las ollas comunes se desparraman a todo lo largo
del poema. Los animales que sobrevivieron a la radiación
han desarrollado un sexto sentido que les permite anticipar
las escaramuzas propias de la burocracia y el anquilosamiento
de los jóvenes optimistas que aparecen en los afiches: los planes quinquenales
llevaron al patíbulo a las mejores mentes de mi generación
(hace años que estaba buscando el momento para contrabandear
una cita como esa). De nada sirve hacer leña del árbol caído,
de nada encontrar la salida de una cabina telefónica
si no tenemos los veinticinco centavos
que cuesta una llamada en este país.
La hecatombe nuclear se deberá a la falta de presupuesto,
a las impostergables reuniones que los legisladores
mantienen en un cuarto de hotel
con las hetairas que se niegan a bajar de su pedestal:
tenemos cortesanas para toda clase de placeres, concubinas
para refrescar las necesidades de los sentidos
y esposas que dejar embarazadas para cuidar
lo que legítimamente se mantiene allá en el domus
según citan cierto tipo de historiadores empeñados
en dar a entender que no hace falta comer uvas
reclinados con indolencia sobre una poltrona
para convertirse en senadores de la República:
sólo basta con detenerse en el vuelo de los zunzunes
para saber que la radiación es inofensiva
y el hambre un tema que los poetas prefieren evitar.
Los reactores necesitan mantenimiento
así como los artistas más kafkianos
de alguien que los quiera. Nosotros
que nos sentamos a mirarlos cuando nos
sentamos a mirar el horizonte nos
acostumbramos en el país de las ollas
comunes a que el poema favorito
de Norteamérica tenga nombre
y apellido. Sobra decir que no es
el nuestro. Ni el de ninguno
de ustedes. Mientras más largos
sean los versos más posibilidades
existen de que nunca sepamos
quién bautizó con el patronímico
de sus nietos a esa mole
que tarde o temprano habrá
de quitarnos la esperanza
de conocer a los nuestros.

 

II.-

Un filósofo francés que tenga
la fórmula para disfrutar de la comida:
mi propia hija me observa con asco
cuando disfruto de un cochino
bañado en salsa de frutos rojos
y ofuscada se levanta de la mesa
cuando mi mujer le dice que mientas
más joven menos sufren cuando los sacrifican:
qué le importa a ella que estemos cenando
con un candidato al premio Nobel
si puede desmayarse como Margarita Gautier
al ver sangre derramada sobre su plato
y hay que llevarla hasta el departamento
donde estamos pasando la noche
para que el mundo vuelva a tener sentido:
mi propia hija me contempla con asco
cuando veo las peleas estelares
y un peleador está a punto de romperle el brazo
al que hasta ahora era considerado como el mejor
peleador de la categoría y el público se levanta
de sus asientos y el árbitro decide que ya no
quiere ver más de esa paliza y por razones
humanitarias que no comparto se decide
a detener esa pelea, algún teórico
de la Escuela de Altos Estudios
tal vez podría decirme cómo criar
a una niña, estoy dispuesto a escuchar
a cualquiera que me hable con el corazón
en la mano, siempre y cuando esté sangrando,
chorreando ese contenido viscoso que haría delirar
a una adolescente, ese frío que te entra
cuando la sangre ya no corre y de a poco
como un cordero colgado del parrón
te empiezas a quedar sin ese líquido
como si la cubeta que paulatinamente
se va llenando fuera una ley de la vida
y beber el contenido ese ritual
sobre el que todo filósofo y francés que de tal
se precie tendría –eso espero– algo que decir.

 

III.-

Si te toqué a tus filósofos de cabecera
y crees que la vida no es justa contigo
te ofrezco una noche en el callejón
donde podríamos dirimir estos asuntos
de una forma mutuamente satisfactoria:
el sol está a punto de salir para que los veteranos
de guerra puedan contar por última vez
lo que traían en sus mochilas cuando fueron
emboscados y el heroísmo se transformó
en una calle de doble sentido. Pero sentados
en sus sillas de mimbre, apenas sostenidas
por la sabiduría del artesano, se lanzan a relatar
escaramuzas de una guerra que nunca fue televisada,
episodios nacionales que no lograron atravesar la espesura
y un cheque que les llega a fin de mes lo cobran sus sobrinos
que todavía pueden caminar. No dejes que la protagonista
de una novela del siglo diecinueve se adueñe de todos
tus pensamientos. Las reuniones de comité
donde se baraja el futuro de tus colegas
se verían mejor si todavía fumaran de esos habanos
conseguidos en el estraperlo de las ciudades
que acaban de caer en nuestras manos
y por un mendrugo de pan las madres ofrecerían
desvestirse con la luz prendida con tal de que sus hijos
no sigan escarbando las murallas en busca como siempre
del sentido. Revisas el currículum sobre la mesa.
Sudando porque se acabó la fluoxetina. Todos están
de acuerdo en que los requisitos se cumplen
en la misma medida en que el sol sale por las mañanas
y las entrevistas es mejor que las contesten
las vestales preparadas para ello.

Pero recuerda: un poema de amor
sólo se escribe cuando sea necesario.

Cuando los vendedores de empolvados
se suben en el bus camino a La Serena.

Y todo lo demás haya sido una pesadilla.
Soñada por filósofos franceses.

Esperando la decisión del comité.

 

 

 

Para Claudio Salvador Aguayo.
Y su hijo creciendo en otro idioma.

QUE UN DÍA LLEGUE A TUS MANOS

 

Si llegara a mirarte con dulzura,
            no te preocupes: un pavo real

encerrado en ese tipo de jaulas
            sólo enseña sus plumas por costumbre.

Y sabe cuál es su lugar.
            Las horas de sol las aprovecha

para que el contraste de sus colores
            sea tan urgente

como necesario. Aunque no sea la mejor de las palabras.
            Corrijo: las horas de sol las aprovecha

como el musgo aparece
en esa cara de los árboles

que se esconde de la luz.
Y la humedad que se forma

en silencio, mientras el plumaje
            justifica la comida que le dan,

crece junto al tronco que la alberga.
            Recuérdalo: los rayos pasan

entre las ramas
porque es lo único

que pueden hacer. 

A esta hora ni siquiera hay visitantes.

 

 

(Nota del autor: Todos estos poemas, salvo el primero de ellos, pertenecen al libro La casa del ello, por ahora inédito).


Cristián Gómez O. (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Ediciones Fuga, Santiago, 2008), La casa de Trotsky (La isla de Siltolá ediciones, Sevilla, 2011), La nieve es nuestra (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2012, Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2015) y El libro rojo (Ediciones Mantrax, D.F., 2019). Tradujo los libros Cosmopolita (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2014) y Ciudad modelo (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2018), de Donna Stonecipher, la plaquette Yo solía decir su nombre, de Carl Phillips (Siglo XXII, D.F., 2020) y de Mónica de La Torre compiló y tradujo Feliz año nuevo (Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2017). Junto a esta última, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (Ediciones El Billar de Lucrecia, D.F., 2009). Fue miembro del International Writing Program, de la Universidad de Iowa, y Writer in Residence en el Banff Center for the Arts, en Alberta, Canada. Es profesor de literatura latinoamericana en Case Western Reserve University. Co-dirige, junto a Edgardo Mantra, la editorial de poesía en traducción 51GLO V51NT1Dó5, de México.

Imagen de la cabecera: https://www.flickr.com/photos/shyamh/95481484