Crítica a «Juan Luis Martínez, Poeta Apocalíptico» (por Felipe Moncada)

ASUNTO DE LÍMITES
PROPIEDAD, REFERENTES y  OBRA

 

jlm

Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico
Jorge Polanco, 328 páginas, Ediciones UV (2019)

 

 

Leo JL Martínez, poeta apocalíptico de Jorge Polanco.

Jorge es poeta y filósofo. Lo conocí el 2002 en Santiago con motivo de una ceremonia de premiación en un concurso de poesía para “jóvenes” y la coincidencia de dos provincianos en la capital (con borrosos detalles polémicos) derivó en una amistad que se ha mantenido a lo largo de casi veinte años y que ha tenido escenarios como San Felipe, Talca, Putaendo, Santiago, Valparaíso, Buenos Aires y Valdivia, según recuerdo. He visto como ha desarrollado sus motivos de estudio, la relación entre filosofía y poesía, la visualidad, la memoria, los límites entre géneros literarios, etc., y cómo ha ido escribiendo poesía y ensayo mientras experimenta formatos, mezcla géneros e incursiona en la plástica, siempre con un sentido político de quien le da sentido a su origen, en este caso la provincia esquilmada, en particular Quilpué, una ciudad de la V Región algo satélite de Valparaíso y creciente eje urbano de una zona campesina devastada por la sobreexplotación de los suelos, las aguas y por el hambre “sin límites” de las inmobiliarias.

El libro que quiero comentar además tiene una historia policial que lo aliña: las herederas de Martínez, conformadas en una fundación cultural, entablaron una querella contra la editorial de la Universidad de Valparaíso por el hecho de que la publicación incorpora una antología de referencia (con una nota que señala el contexto de la misma) de JL Martínez, la que presentaría diferencias en formato y cantidad con lo previamente conversado, o algo así. Como resultado del procedimiento legal se ordenó retirar los ejemplares de librerías, de manera que tenerlo, leerlo y comentarlo, como se hace en este caso, limita con lo legal, o al menos lo simula. De ganar la Fundación la demanda, se adjudicaría una suma astronómica de dinero (aludiendo quizás al dibujo del astronauta-Rimbaud en la portada del libro y que a su vez cierra el libro póstumo de Martínez Aproximación al principio de incertidumbre de un proyecto poético) y se obligaría a picar en una guillotina los libros. Imagino los fragmentos guillotinados y es imposible no suponer que JL Martínez hubiera fantaseado con un nuevo formato o con una forma material de tachadura.

Hay que conceder a la Fundación Martínez el hecho de que en su sitio Web se pueden visualizar las páginas de La nueva novela, lo que acerca la obra al ciudadano de la Web, aunque sea justamente la materialidad del libro (objetos incluidos, juegos de trasparencias, alusiones al recorrido de las páginas) unas de las singularidades de él. Por otro lado, ya es un mito en el micromundo de la cultura chilena el precio del volumen, siendo objeto de culto y/o colección, asequible a ciertos bolsillos. Por mi parte me he conformado con leerlo en bibliotecas, fotocopias y fragmentariamente en casas de amistades. Es posible que la selección de páginas que incluye la antología de la UV que acompaña al ensayo, deje satisfecho a uno que otro lector que pretendía adquirir el libro, pero no será menor que el número de lectores que entusiasmados con el ensayo lo quieran adquirir…, en fin, resulta complejo querer democratizar el acceso a una obra cuando esta es patrimonio de una corporación privada, la apropiación de la obra y la construcción de mitos asociados a minas de oro editoriales ya es un género, del ámbito de los entierros en un extremo del arcoíris.

Además, dentro del contexto de las editoriales universitarias regionales, la de la UV ha sido pionera en publicar autores de provincia, aparte de reincidir en el cuerpo canonizado nacional y universal, situación que ha ocurrido también con las pujantes editoriales de la Universidad Austral de Valdivia y Católica del Maule, por dar dos ejemplos recientes. Instituciones que trabajan para promover la valoración de la cultura local en diálogo con el entorno, de manera que el desarrollo no sea macrocéfalo y amorfo como es costumbre en esta Capitanía General. Dado lo anterior, no deja ser otro síntoma de lo apocalíptico que una fundación cultural demande a una editorial que justamente ha invertido recursos en difundir la obra que es de interés de la fundación, lo que se lee a primera vista como una alianza natural de mutuo beneficio da como resultado un conflicto de intereses.

Durante este verano se interpuso una querella criminal, esta vez incluyendo, además de los editores, al autor y al diseñador de libro, solicitando multas en dinero y cárcel. Es imposible no pensar en la paradoja de que una obra construida en gran parte mediante apropiaciones (fragmentos de otros autores, dibujos tomados por ahí, recortes de diarios y revistas, alusiones explícitas a obras ajenas, poemas de otros publicados como propios) haya desembocado en una obsesión por la reproducción idéntica, o al menos sirva de argumento para obtener compensaciones, no estando vivo el autor para validar ese modus operandi de criminalización, en nombre de la protección de una obra hecha en buena parte de otras. Una novela experimental que desemboca en una novela policial, la que dará más que hablar, lamentablemente, que el libro en cuestión.

Esta reseña partió mal, parcial, ¿se puede ser objetivo con el trabajo de una persona que se aprecia? Pienso, apoyado en el principio de incertidumbre, que la objetividad en cualquier plano es imposible, pero estoy seguro que el mismo Polanco detestaría una celebración apologética de su trabajo, cuando lo que le ha animado —según observación directa— es la conversación que se salta balcones, bares, salones, calles, afters y mercados, en función de seguir hilando preguntas y buscando caminos. Esta reseña continuó mal, entregada a los comidillos de la crónica roja editorial. Así que con la desventaja de quien parte con el pie izquierdo, pero con la tranquilidad de ya haber estropeado el formato, me lanzo a comentar el libro.

JL Martínez (Valparaíso, 1942 – Villa Alemana, 1993) publicó solo dos obras en vida, separadas por un año de distancia, La nueva novela (1977), su maciza obra que reúne collages, obras plásticas, paradojas, montajes, textos, citas, entre otros recursos, y La poesía chilena (1978) una especie de objeto que contiene fichas de lectura y certificados de defunción de los poetas nacionales que fundaron la tradición en el siglo XX, eso más unas bolsitas de tierra, una defunción personal de la lírica nacional. Con esas obras JL Martínez abre y clausura en vida su propuesta. Póstumamente se publicaron un par de obras que recopilan sobre todo sus trabajos visuales y un par de obras que resultaron no ser de su autoría, ¿derechos de autor ahí?, derivando en fiascos editoriales, o si se piensa con entusiasmo: bromas pos mortem del poeta, lo que no deja de hablar bien de él y su capacidad de desorientar al lector.

En el extenso ensayo Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico, Jorge Polanco no solo desmenuza la obra de Martínez, además escarba a la manera de un investigador privado en los referentes del poeta de Villa Alemana, así durante largas páginas se pierde de vista la obra de Martínez para entrar en las de Roussel, Duchamp, Abraham Moles, Robbe-Grillet, Mallarmé, el grupo Oulipo, Lewis Carrol, Alfred Jarry, Edward Lear, Rimbaud, así como en conceptos de Marx, Heidegger, Foucault, Barthes, Wittgenstein, o en ciertas obras de Edmon Jabés, Flaubert, Queneau, Trakl y de una enorme lista de autores que se relacionan de alguna manera con los límites que desdibuja JL Martínez en su obra, o si se prefiere, en su obra, como la menciona Pablo Oyarzún en el prólogo.

Una de las dudas legítimas que asaltan al desocupado lector de estas casi 200 páginas de ensayo riguroso y bien documentado, es si la obra de Martínez da para tanta interpretación, o si la hermenéutica ha corrido sus límites a la narrativa (lo que dentro del contexto de la obra de Martínez es una posibilidad justificada), es en ese sentido el mismo Polanco quien menciona, que dentro de los prejuicios literarios más frecuentes, está el que se piense que un autor está perfectamente consciente de su obra, recordando que JL es heredero de las vanguardias y que como tal es más vital en él la “práctica” que el “oficio”, es decir, pone el énfasis en los procedimientos antes que desarrollarlos en fin de un objetivo claro, lo que posibilita que muchos de sus resultados estén más allá de lo que el mismo haya podido predecir, de allí que la lectura interpretativa de Polanco desborda con amplitud el campo (de flores bordadas) de la poesía chilena, hacia exponentes universales y hacia disciplinas o formas como las artes visuales, la fotografía, la poesía visual, el collage, el montaje, el objeto, la tipografía, como posibilidades expresivas ante la crisis de la poesía lírica (su Apocalipsis), como intento de lograr una representación de unidad ante un lector contemporáneo, allí toma mucho sentido lo que afirma el ensayista al finalizar el primer capítulo de la primera parte: “De ahí que sea necesario leer a Martínez en una continuidad con otros poetas que enfatizan la precariedad de la poesía más que su lugar fundante. Como entrevé Cordua, la portada de La nueva novela advierte este desastre lírico y La poesía chilena lo materializa”.

Un capítulo entero se dedica a indagar en el género novela y en la provocación de Martínez al titular La nueva novela a su obra mayor. Como género siempre en crisis, arrinconada por la contemporaneidad o fruto de ella, la novela que intenta Martínez se extravía de su objetivo narrativo para avanzar por dendritas de formas, tratando de narrar la temperatura de una época o renunciando a ello y dejando señales de esa renuncia. Cuando se mencionan y describen las disparatadas novelas de Roussel, por ejemplo, que presentan mecanismos arbitrarios, complejos y absurdos, se cuestiona el orden sintáctico y a la vez el orden social que posibilita los relatos lineales. Asumir el lenguaje de una época sería instalarse en ese orden de cosas. La incomodidad de no estar en el elemento natural, pareciera recordarnos esa búsqueda.

Se podría imaginar también el ensayo de Polanco como una máquina que le permite salir de la atmósfera predecible de lecturas y que se alimenta de los autores que influyeron en Martínez y que se relacionan entre sí, teniendo como eje a La nueva novela y “que sirve”, entre otras cosas, para darle una relectura a la historia de las vanguardias y su continuidad o agotamiento, y para ahondar en poco visitados recovecos de la literatura. El ensayo como un mecanismo de exploración por el subsuelo, una nave que aterriza en olvidados autores dadaístas, en filósofos que abrieron la palabra cual lagartija en despiadada clase de biología, en poetas que se animaron luego de Auschwitz, de Colonia Dignidad, de las fosas con cadáveres NN, a seguir escribiendo desde ese temblor que da cuenta en la desconfianza ante el lenguaje llano de todos los días, ese que asimila el horror, lo transforma en normalidad y que luego sirve para alabar las ventajas de un producto de aseo o anunciar una nueva restricción.

Señala Jorge Polanco casi al cierre del libro:

Aun cuando pueda parecer un lugar común, la poesía escrita en Chile exhibe una constancia crítica relevante de ser estudiada filosóficamente, si se pretende explorar fuera del ámbito literario. Baste nombrar a Enrique Lihn, Guillermo Deisler, Violeta Parra, Gonzalo Millán, Ennio Moltedo, Elvira Hernández, Lionel Lienlaf, Ximena Rivera, citando poetas de diverso cuño que incluso ponen en duda el mismo término. Este ensayo ha pretendido tender un puente, con todas las reservas del caso, entre las múltiples relaciones que podrían establecerse entre poesía y filosofía en Chile.

Entonces el libro es también una manera de acceder al pensamiento de distintas tradiciones que dan cuenta de la imposición de “nuevas normalidades” con la consecuencia que ello tiene en el lenguaje. Examinar ese pensamiento, la lengua que lo conduce al límite de poner en duda su efectividad para portar la realidad, y es ahí donde en los resquicios de lenguajes absorbidos por el poder, se halla una grieta (Celan, Vallejo), una escritura (Martínez, Lihn, Nicanor, Violeta, Deisler, Elvira, Lira, Torres, Cociña…) que utilizan esas torceduras para volver a intentar una palabra que dé cuenta de un espíritu singular, de la posibilidad de un espíritu, ajeno a la retroexcavadora oficial que aplana una y otra vez el lenguaje.

Martínez entonces como uno que se puso el traje de astronauta para salir del habla milica, de la narrativa lineal, de la lírica agotada, y que mediante rastros, símbolos vaciados de su significado original —basura espacial que orbita la tierra— y que según la hermenéutica adecuada, conforman un relato. El ensayista como un explorador de estos rastros, como alguien que examina el límite de los límites para así desdibujar líneas rectas, aduanas y alambres de púas.

La impresionante cantidad de autores que aparecen citados e imbricados en el ensayo dan cuenta de años de lecturas, aficiones (o cómo se decía antes: obsesiones), que a través de diferentes aristas intentan acercarse al abismo que hay entre considerar el lenguaje como un cuerpo de instrucciones o como una herramienta para desmenuzar la realidad. Como en una sopa de letras, pero con la dimensión del mar, Polanco encuentra vínculos entre obras y teorías que han ido socavando la convicción en una lengua lineal que reproduce, sin reflexión, lo que se toma por realidad y que podría ser una decisión económica, aplanada por la maquinaria de la prensa. La empresa de la realidad, por ejemplo.

¿Será otro síntoma de la globalización la perplejidad ante la explosión de referentes?, de solo imaginar la cantidad de libros que circulan gratuitos por la Web, las bibliotecas públicas, lo inabarcable de lo que no vamos a alcanzar a leer, lo imposible de la erudición total y definitiva, la finitud del tiempo, nos pone de pronto humildes ante la única certeza: no hay certezas, habrán narraciones más, narraciones menos, lectores que pueden hallar en ese caos que crece a cada segundo, hilos que tienen afinidad con otros, hitos que se repiten hasta identificarse como variables, hasta tener una cierta conciencia de las hebras que tienen los discursos que repetimos creyéndonos originales.

Me queda la impresión que este tipo de escritura, lejos de invalidar o castigar a quienes hilan su rollo con pocos referentes, trata de validar la libre vinculación de las propias señales que permitan establecer una ruta personal entre la búsqueda intelectual y la experiencia.

Una anécdota sobre límites y rutas.

Este verano subimos con amistades a una laguna por una ruta que implicaba cruzar un bosque de nothofagus, subir una montaña, atravesar un portezuelo a dos mil metros y bajar empinadamente a la meseta de la laguna. Cuando ya se venía la noche, levantábamos carpa y nos disponíamos a dormir, apareció agitado un guardaparques, cual relojero de Lewis Caroll en el País de las Maravillas. Se presentó anunciando que él era ahí una autoridad y nos conminaba a regresar de inmediato (de noche), argumentando que habíamos llegado por un sendero ilegal y que era, a la vez, por nuestra seguridad. El llamado sendero ilegal, por lo demás, no tenía ninguna señal de ruta y siempre fue antiguo y de libre paso. Ahora lo asocio a unos versos que acompañan la caja llamada La poesía chilena de JL Martínez, y que dicen: “Existe la prohibición de cruzar una línea que es solo imaginaria” y más adelante: “La única posibilidad de franquear ese límite se concretaría mediante la violencia” Y claro, la única violencia palpable en ese caso fueron las horas de caminata cuesta arriba y cuesta abajo, sumada a la prohibición y aplicación de la norma asociada al Covid en un lugar en que éramos los únicos humanos en miles de hectáreas a la redonda. De manera parecida, pienso, los límites entre los géneros convierten en intrusos a quienes se aventuran por curiosidad o por ganas de alejarse de la rutina y/o el sometimiento al orden de turno. Menos mal la retórica sirvió para convencer al amigo para “dejarnos” pernoctar en la zona prohibida, llevándose reflexiones sobre el absurdo, la propiedad estatal, los códigos de montaña y el sentido común.

Cambiemos la propiedad privada por el concepto de autoría literaria y pisaríamos planos parecidos a los que se proponen en La nueva novela, cuando leer se parece a caminar por territorios cercados por líneas imaginarias, límites de los que se sale y entra —por perder la pista o porque la norma cambia de dueños—, terreno movedizo del cual podemos llevarnos con suerte unas cuantas señales de ruta.

Podríamos finalizar esta reseña con una “tarea de poesía” e imaginar la obra de Martínez como un gran archivo, ahí están sus poemas, se abre una carpeta y aparecen sus citas textuales e intervenciones a otros autores. De pronto aparecen poemas de otro Martinez, uno suizo o franco-catalán, y sigue creciendo el archivo con recortes de una noticia sobre fosas clandestinas, anotaciones de otro pasadas como propias, dibujos, como el de Verlaine que representa a Rimbaud y que Martínez interviene con un traje de astronauta. Prolongamos la línea del tiempo y cuarenta años después a un diseñador se le encarga componer una portada con ese dibujo y en ello comete un crimen, entonces la querella criminal, con su retórica leguleya y grandilocuente, también sería parte del archivo Martínez, una pos poética administrativa que sigue creciendo como aluvión. Las declaraciones ante la PDI, los folios de los documentos, los certificados de defunción de poetas, los mails con los archivos de pre prensa, las sugerencias de pena de presidio, la defensa, la demanda; serían notas a pie de página de una novela que se empeña en continuar. Las aclaraciones y confusiones de la prensa, los desmentidos, las ironías, los post en redes sociales, las descalificaciones, las acusaciones, seguirán aumentando el caudal del archivo, que ya a estas alturas es imposible de digerir en todas sus variantes.

En otro futuro imaginable, lejos de la capitanía, en las escuelas, las y los jóvenes leen e intervienen la nueva novela en sus clases de filosofía, el que quiera un ejemplar para sí, solo tiene que solicitarlo en la biblioteca, a nadie le falta su libro el que pueden anotar a gusto, o tachar, o colorear.

El desasosiego del futuro como archivo, la diatriba como subtexto, la querella como poética, una trama que de tanto explorar los límites se aleja cada vez más de la puesta en duda sobre el lenguaje, el que se hace transparente, autoritario y castigador, en consonancia con un presente plano, una variante de futuro donde la muerte de la lírica es un hecho.

 

Talca, 28 febrero 2021

 

 


Felipe Moncada Mijic: Nació en Quellón, en 1973. Profesor de Física y Matemáticas (USACH). Editor de Ediciones Inubicalistas de Valparaíso. Ha publicado los libros de poesía: Irreal (2003), Carta de Navegación (2006), Río Babel (2007), Músico de la Corte (2008), Salones (2009), Mimus (2012), Silvestre (2015, Premio Municipal de Santiago 2016), Migratorio (2018, Premio Mejor Obra Literaria Inédita CNCA en Poesía, 2017). En el género ensayo ha publicado: Territorios Invisibles. Imaginarios de la Poesía en Provincia (2016, Premio Mejor Obra Literaria Inédita en Ensayo, 2015).

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