Sombras que se extienden en el pavimento. La carretera vacía, como una postal. Soplo sobre mis manos esperando que el sudor se extinga. Es un intento vano. Al parecer, este día nada resulta. Me siento en la banqueta y miro por sobre mis hombros. El paradero se encuentra atestado de bolsas de basura. Los perros sin dueño se dan un festín. Hermandad de hocicos que escarban la fetidez, alimento brillando entre el plástico negro.
No tengo más alternativa que hacer tiempo.
Verano, muchacho perdedor.
Labranza. Pueblo repleto de casas antiguas y patios con cerezos enormes. Labranza. Pueblo repleto de viviendas sociales y pasajes que se estrechan cada día más.
Al fin se vislumbran unas ruedas. El autobús avanza a tropezones. Llevo sentado una hora exacta. Tengo pánico que el chofer no me vea y prosiga su marcha, pero eso no sucede. Algo bueno que ocurra de vez en cuando. Me despido de los perros, tomo suficiente aire y me subo al autobús. No quedan asientos disponibles. La carretera, como ya dije, completamente vacía. Dormito sosteniéndome en la agarradera, buscando algo frío, cosas frías y sólidas. Mi cabeza se agita con cada semáforo en rojo. Avanzamos por una autopista repleta de semáforos en rojo. En mi duermevela sonrió recordando la videollamada con chico centenial. Escúchanos a María Asahína hasta muy tarde, igual que en los viejos tiempos que de viejos no tienen absolutamente nada.
Estos meses se alargan como piedras en el río. Uno se agarra de cosas frías y sólidas. Nada se desvanece en el aire.
Los rayos solares caen rectos sobre el pavimento y luego se dispersan entre los arbustos. Maldito sol que me sofoca camino al Streaming. Maldito Streaming que me arroja unos pesos.
Nunca había deseado tanto unas vacaciones. Nunca había deseado tanto una playa, la idea de una playa. Me falta la arena, zambullirme en la arena, escupir arena. Arena húmeda que despierte estos huesos mohosos.
Conocí el mar a los ocho años. Una fría mañana de enero me desperté con la ilusión de arribar a Puerto Saavedra. Por aquel entonces el viaje era largo y agotador. En Temuco se debía tomar un bus que salía muy temprano y hacía una extensa parada en Carahue, ciudad del cocaví y de los cigarros. Una vez finiquitados aquellos rituales se retomaba el viaje hacia la enorme y borrascosa playa.
Puerto Saavedra: olas encrespadas que se alargan en la arena hasta alcanzar los pinos trasplantados.
Apenas la espuma acarició mis pies caminé hacia el horizonte. Fueron tres pasos. Mi hermana me acompañaba. Labios apretados, piel morada, aire salino en los ojos. El agua nos llegaba hasta los tobillos. Nada más, eso bastaba. De pronto, mi hermana sonrió con la boca abierta y puso en mi mano una pequeña piedra azul que, sigilosamente, había arrojado la marea.
Verano, muchacho receloso.
Por orden de mi madre tuvimos que salir del mar. No habíamos estado mucho tiempo en el agua. Tan solo unos minutos que, incansables, se alargan hasta el día de hoy. Al tumbarnos en la arena le dije a mi hermana que guardaría aquella piedra en mi vieja caja de música.
Aún está allí, esperando nada.
Justo al lado de nuestra toalla un muchacho conversaba con su novia. En realidad, suponía que era su novia. Hablaban en voz baja. Parecían tristes. Yo no podía dejar de observar a ese muchacho. Miraba su pecho hirsuto, sus muslos torneados, su short negro con franjas blancas.
Aún contemplo a ese muchacho cuando contemplo el mar. Aun contemplo a ese muchacho cuando en mi mente cruza la idea de una playa.
Cualquier playa, solo la idea.
Repentinamente, el muchacho se besa con la muchacha. Beso húmedo, apasionado. Un último beso. El short cambia de forma, las franjas blancas parecen engrosarse. Yo no me pierdo ningún detalle. El beso se prolonga como espuma en la arena. Los segundos se eternizan, difuman todo contorno. Cuando al fin se separan, el muchacho se levanta y arquea la espalda. A continuación, camina y pasa por mi lado, sin mirarme. Raudo se dirige al agua.
De esa agua el muchacho no pudo salir vivo.
Todo lo que pasó después se alarga en esta página, en estos años.
Verano, muchacho que intenta respirar, pero no puede.
Un helicóptero surca el cielo. La ambulancia espera tras un árbol. Papá camina hasta el final de la playa y allí se queda durante el resto de la jornada. El sol comienza lentamente su declive. La muchacha tiembla sin control. Tiembla y muerde sus labios. Pequeñas gotas de sangre caen sobre la toalla.
Esa tarde la ambulancia se llevó dos cuerpos, uno ahogado y otro que oscilaba violentamente.
Ella nunca volvió a jugar con arena. Eso lo supe mucho tiempo después, cuando fui a vender mi caja de música a la tienda de antigüedades.
Despierto súbitamente del letargo. Abro los ojos de par en par. Debo bajarme del autobús y caminar unas cuadras. El Streaming no perdona ensoñaciones.
Poco a poco abandono las cosas frías y sólidas. Nada se desvanece en el aire.
Rebusco en mi celular los permisos de salida. El verdadero y el otro. La cuarentena se alarga como la sombras en el pavimento. Ahora hay que probar luces, definir espacios, revisar el audio. Dos minutos y estamos al aire.
La idea de una playa, la idea de una muerte. Aire salino en los ojos.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
Imagen de la cabecera: https://www.youtube.com/watch?v=ySKTOxElN0Y