«Cumbia ácida» de Rodrigo Rojas Terán

La poesía ácida de Rojas Terán (por Ricardo Herrera)

 

En Rodrigo Rojas Terán  existe una marcada neutralidad para abordar sus temas, como también una insistencia por despojar de sentimentalismos aquello que describe: sacar brillo a lo sórdido es una manera solapada de decir que acá no hay asombro frente a lo bello, pero sí la experiencia de un vagabundaje que se ve como el gran laboratorio escritural. También hay un sujeto que se detiene a escuchar lo que sucede en la calle, sin pretender reproducir ningún habla, más bien sucesos, actos, todo lo que supone debe ser contado pero no cantado: el desfile de un jet set nortino y marginal. Para los lectores del sur aclaro que, en estos poemas, la chicha no es el jugo de manzanas fermentadas, sino un estilo de cumbia; que los héroes no son peñis baleados por la espalda, sino vocalistas de grupos musicales. El autor quiere poetizar el lado b: un joven que bebe insecticida, unas carroñas humanas que despedazan un animal a la orilla del mar, un asesinato por vendetta. Parece que el sol fuera el culpable de todo. Sol y desierto son una combinación para nada perfecta en estos textos. Rojas ha aprendido bien la lección: lo poético es, antes que la sublimación de una armonía, el desenmascaramiento de una perplejidad. Si hay canto de pájaros, son de aves carroñeras; si hay música, más que de ángeles, suena a sinfonía de bolsas plásticas y jotes.

En una entrevista, Rojas apunta que toda emocionalidad es traspasada al lector de sus textos, nunca es una inmanencia de los mismos: mostrar pero sin hacerse cargo de lo que se dice. Los restos de una fiesta donde todos se han ido a otra parte, con su resaca a cuestas. O el mal sueño de un territorio en el que no cabemos todos.

INVERNADERO

 

Hay días en que escribo en mi libreta
y acaricio con mis dedos a un insecto
cuya comida principal
son las hojas del tomate.

Una mosquita blanca parece una aspirina
o por lo menos un caramelo
que las arañas devoran
previo a la fumigación.

Esto se trata de hacer memoria
pero me duele hurgar
entre los cadillos secos de la mente.

Mejor disparo la mirada
hacia el dulce de la colmena
para luego sentir un lienzo de abejorros
con polen que requieren las deidades
de los carpelos o pistilos

el gran cuadrado de malla antivirus.

GRAPAS BOYS

 

A mi hermano lo atacaron por la espalda
lo dejaron como colador.

En una esquina de la calle Baquedano
olor a orina y fricasé.

Suenan los últimos destellos del flash
que el perito forense dispara
sobre un cuerpo en jeans y polera blanca:

 

Esta cuenta impaga
se cobrará con sangre.

Aprieto con ira el vaso de alcohol
que bebo sediento en el lecho del río.

Nos cargamos con cadenas y punzones.
Froto con diente de ajo mi arma blanca
y partimos a cobrar venganza.

Pandillero hasta el día de mi muerte
hasta que tieso, una mañana cualquiera
me lleven al cajón.

ESTACIÓN DE COMBUSTIBLE

 

Transeúntes paralizados.

Atropello de un perro negro
a un costado de la bencinera.

Su hocico abierto
resplandece en el asfalto
como a orillas de un ring
en el conteo final.

Tras la escena
las palomas baten alas
vuelan al techo del autolavado.

Hijas del cielo
cargan en sus plumas
petróleo y radiación

(como fauna de Chernobyl
en un claustro soviético).

GARZA

 

El hijo del fumigador
corretea por el campo.

Siempre pasa lo mismo:
        sus manos morenas
        encuentran envases de insecticidas
        entre los frutales.

El fumigador
observa el vuelo de una garza
y sus plumas de leche.

Ahora en invierno
descubre una fruta
que se empolla en la sombra
del ave.

Sus graznidos
se traducen
en un ataque:

batir de alas
inefable disparo
a los insectos acuáticos.

PLAYA LA CAPILLA

 

Una muerte lenta
sin piedad
se proyecta en la superficie.

Los toldos araña absorben el sol
las manchas de sangre colorean la orilla.

El machete de carroñeros humanos
corta tejidos, nervios, carne
el filete graso llena baldes de pintura.

Sobre una vértebra –ahora visible–
se posa un gaviotín que estampa fecas blancas.

Mientras el viento prepara un puño en el oleaje
alguien corta la aleta izquierda
y la carga en su hombro
en son de burla y alumbramiento.

La aleta izquierda arde
adentro de una bolsa oscura
y las moscas emprenden el vuelo
cuando un grupo de hombres con tatuajes caneros
arrojan piedras
a los ojos
del animal.

AVIONETAS FUMIGADORAS

 

1


Mi taita no era tierno.

Fue piloto
en los tiempos de la mosca de la fruta.

El cielo era su territorio
ceñido por jotes:
        como rompenubes sentenciados a muerte.

El viejo me hablaba de su estadía en el aire
de la sonoridad del motor
en su yunque, tímpano o estribo
e imaginaba una lluvia torrencial de Malathion
en paraderos de micros, patios y palmeras
como si en toda la ciudad se colaran
los efectos de un diluvio hecho a la medida.

El piloto murió en el 95
junto a la pirotecnia:

Algo podrá morir en la ceniza:
        aun siento su olor
        a cigarrillo Viceroy.

 

2


Recuérdame, viejo
la ubicación exacta del nido
que dejé intacto el día del aniversario de bomberos.
No solo su material, sino el nombre del árbol
la longitud de sus ramas
o la forma de las hojas.

Ahora escapémonos.
Olvidemos el tajo y su costra
pero no los fósforos
y encendamos cigarros matagrillos.

Vayamos al océano
nademos hasta tocar los hilos de totora
esencia de la Matarangi
perdida en el silencio del mar.


Rodrigo Rojas Terán (1987). Ariqueño. Autor del libro Cumbia ácida.

Imagen de la cabecera: Jack Broughton, El Boxeador, de John Hamilton Mortimer (1767).