Crítica a «Geopoética» de Leonora Lombardi (por Claudio Guerrero)

La consagración del paisaje

 

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(A propósito de Geopoética, de Leonora Lombardi.
Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2021)

 

Canto Mineral, Canto Vegetal y Canto Fluvial son los nombres de los tres cantos con que Leonora Lombardi, autora de Cardoscuro (2013) y La casa (2018) entre otras publicaciones anteriores, celebra el paisaje en esta trilogía que conforma su Geopoética (2021). A cada uno le corresponde una expresión geográfica específica: montañas, valles, ríos. Como descendiendo de lo alto, desemboca en el Pacífico, en dirección Este-Oeste; pero también, proponiendo un recorrido por el territorio en dirección Norte-Sur. El mapa que se conforma es uno afectivo, emotivo, que da pie al asombro y deja de lado, en particular, cualquier acción de la industria humana: “Partimos afirmados / gran Parinacota / con una lengua que se enreda / por no saber tu lengua” (19), reafirmando el espacio originario, antes de cualquier tipo de intromisión.

Con la lengua enredada, humilde y respetuosa, con una disposición hacia el conocimiento y comprensión de un espacio anterior a lo humano, este libro es un recorrido limpio, carente de intervención lacerante o dañina respecto del lugar rescatado, y procurando un respeto por la magnificencia del lugar primitivo. Predomina un tono de fiesta, de hallazgo y celebración: “Inacalari / Inacalari, dijo la niña / Miscanti, ¿quién te nombró así?” (27). El resultado es una travesía por un mapa de Chile consagrado a partir de su impetuosa geografía, a partir de su naturaleza primordial, estructurante. La arquitectura, la obra gruesa, que da forma al territorio.

Los cantos recuerdan a Ezra Pound, al Neruda de Los tres cantos materiales y de Canto general, al Poema de Chile de Gabriela Mistral, al Walden de Thoreau, y a tantos otros autores que vinculan cultura y naturaleza. Es inevitable pensar en algunos de estos grandes proyectos de escritura como red oculta de textos anteriores que incorporan un recorrido por una sustancia material cotidiana, ineludible, y cuya presencia marca el devenir de la cotidianeidad, estimulando el ojo, el olfato, el oído. Lo mismo ocurre con estos poemas. Tienen un carácter celebratorio que le da preponderancia al aspecto sagrado del paisaje, aquello que tiene de inmutable, aquello que sobresale e irrumpe por la notoriedad de su presencia, determinando su carácter. Las grandes cumbres, los volcanes, los valles que se trenzan como bóvedas unas al lado de otras, las hileras de ríos que vertebran perpendicularmente la franja larga de tierra son los hitos que envuelven la trayectoria de esta voz poética siempre maravillada, como en estado de éxtasis frente a la grandilocuencia de la naturaleza: “La cadena se va sumergiendo / creciendo montañas / mar adentro / Peteroa” (39).

La forma poética escogida obliga a la toponimia, a la atención por los nombres propios de los lugares: Tupungato, Tinguiririca, Elqui, La Campana, Aconcagua, Tal Tal, Bío Bío, etc. Pero esta toponimia prontamente se convierte en topofilia, en un giro característico de esta poesía que se detiene, especialmente, en la musicalidad del nombre propio: “Y tú Sillajhuay, / silbante de las alturas, / ¡oh Sillajhuay! / que me enamoras con tu nombre” (23); “La Ligua, dulce dicción la tuya” (89). La geografía, por tanto, es ante todo música, detención del oído y fascinación por los sonidos que conforman un nombre. Esta actitud propia de la melopeya le proporciona a esta Geopoética un carácter propio que, por oposición (en este caso por la omisión que promueve), se descarta, se resta, de otras formas de nombrar, por lo general propias de la ciudad, y que conforman un carácter de simulacro, acentuando su falsedad y distancia respecto de un origen: altos de, bosques de, lo, son algunas de las formas lingüísticas que tratan de emular un aspecto de la vida fuera de la urbe en la propia urbe, ofreciendo como espectáculo barrial -el suburbio, el country, la parcela a pocos kilómetros de la ciudad-, como falsa experiencia, algo que solo se puede experimentar lejos de las grandes urbes y que ya resulta casi imposible de apreciar en medio del vértigo que promueve el capital en las sociedades contemporáneas.

La detención en la naturaleza, por tanto, es un gesto genuinamente contramoderno. Participa, diríase, del espacio de la ecocrítica, en base a un verso corto, que es también una medida de compresión contra el exceso propio de la vida moderna, llena de desechos y obsolencias programadas. A contrapelo del extractivismo descontrolado, del saqueo de las riquezas naturales por grandes compañías multinacionales con apoyo tributario del Estado, escribir y celebrar el paisaje, cuando desesperadamente lo hallábamos derrotado, lo percibo como un acto de resistencia, entereza y esperanza, que pone en relieve una concepción de la naturaleza que pensábamos perdida. El encuentro con el entorno; la conexión con el territorio; el cuidado, comprensión y conocimiento del medio ambiente que nos rodea se muestran en esta poética como posibilidad humanizante, vivencial y restitutiva del efecto de desterritorialización que promueve el capitalismo tardío en su fase postmoderna, líquida, de flujos evanescentes.

Volver al territorio, volver a lo material, equivale, por tanto, volver a tocar, volver a sentir, volver a recuperar el sentido. Algo que desde hace un tiempo determinada literatura viene buscando de manera obcecada, como respuesta apasionada, como negación, a las lógicas del poder que están llevando, entre otras cosas, a la destrucción de la especie y del planeta. Volver a pensar el espacio geográfico como una realización poética no puede sino hacer creer en formas de vida aún sostenibles, en el buen sentido de la palabra, desde la experiencia y no desde el vacío de un enunciado que viene añadido a las lógicas economicistas que desde hace décadas se nos están imponiendo.

Pero el poemario de Lombardi tampoco se queda solo en eso. A toda la geografía descrita poéticamente, como un modo de ser-en-el-mundo, como “fusión entre estética y conocimiento” (7), como apunta Felipe Moncada en el prólogo, agrega ventanas históricas, acontecimientos que han transcurrido en el territorio y que promueven formas culturales que no se dan por ancladas y perviven en una memoria, diríase, ancestral, popular, que no olvida sus heridas: “Cerro El Plomo / di qué violado útero fuimos / por la traidora espada” (34); “¿Por qué lloras, Volcán Antuco? / ¿por qué lloras? / tu calor no pudo, es cierto / tu calor no pudo / abrigar a los soldados caídos / en la escarcha de su pupila” (40); “cuidado, dicen las aguas / cuidado que nos acercamos / a las cementadas humanas / dice el Maipo medio herido / el zapato viejo de una niña / de una niña de orilla de río urbano / viaja en la oscura espuma / una barrera de plástico / le impide el paso / pesado va cargando aceites / oliendo a orillada muerte” (89), etc.

El paisaje evocado se inscribe, de esta manera, en una memoria que recuerda sus cicatrices, porque dichas hendiduras también forman parte de esta construcción telúrica. Habitar la geografía circundante es algo que adquiere sentido, entonces, en el acto de nombrarla, escucharla, tocarla y asimilarse a ella como forma humanizante de vivir en un planeta gastado, viejo, a quien el ser humano le da habitualmente la espalda, como señala la voz que inaugura el libro: “Porque no hemos visto / No hemos oído / No hemos olido / Ni palpado / El otro norte / El otro centro / El otro sur” (13).  

Visto así, el poemario propone alternativas de vida que no están tan lejos de nosotras y nosotros y que, en realidad, siempre estuvo ahí, solo que dejó de ser relevante por oscuras causas que guardan relación con la economía hegemónica que gobierna nuestras vidas. Este camino alterno que defiende esta poesía, esta tendencia hacia una otredad invisibilizada, de repositorio, y que podría tomarse negativamente por cierta crítica como algo anacrónico o extemporáneo, es análogo al movimiento de retraimiento que hacemos los seres humanos cada vez que estamos a punto de explotar, en cada crisis, en cada estallido de vida. Ese volcamiento hacia un interior, hacia formas de vida que habían quedado de lado, por razones vanas, fuera de lugar en el contexto del espacio de la destrucción, posibilita un recogimiento, una potencia de volver a captar parte de los sentidos anestesiados por la vida moderna. Se trata, por tanto, de un gesto revitalizador, saludable, de volver a tener los pies sobre la tierra, sin voladores de luces ni discursos grandilocuentes. Se trata de tenues rayos de luz que las sempiternas sombras siempre agradecerán.

 

 

Agua Santa, marzo 2021


Claudio Guerrero Valenzuela es autor de la plaquette Código menor (2017) y los poemarios Las corrientes luminosas (2020), Pequeños migratorios (2014), El libro de las cosas que se ignoran (2002) y El silencio de esta casa (2000). Ha publicado además el libro de ensayos Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (2017) y es coautor de Tres estudiantes descubren la Odisea de Kazantzakis y exploran la poesía de Kavafis (2000).

Imagen de la cabecera: Una Tormenta en las Montañas Rocosas, Monte Rosalie, de Albert Bierstadt (1866)