Polvo. Lo primero que recuerdo es el polvo. Luego aparece lo demás.
Peligroso aquello que se esconde.
El sillón era suave y espacioso. Confortable, decía mamá. Yo nunca me sentaba allí. Prefería tirarme en el piso y sentir las baldosas frías bajo mis piernas. En esos años lo confortable no era una ventaja, sino todo lo contrario.
Ahora las calles luchan contra el celaje.
Como el living era pequeño, el sillón parecía fuera de lugar. Semejaba un piano acorralado. Un piano abatido. Pero bueno, el sillón era sillón cama. Tenía un propósito eminentemente práctico. Cuando mi hermana venía a visitarnos dormía allí, con un pie como ancla.
¿Qué será de mi hermana y esas uñas pintadas de rojo? ¿Sus hijos entornarán los ojos antes de arrojarse a las tibias aguas del lago? ¿Qué será de mi hermana y ese hermoso cabello rizado?
Justo en medio del asiento y la estructura, el sillón poseía un espacio de guardado. Una caja rectangular que parecía no tener fin. Ese espacio de guardado abrigaba pequeños tesoros, pequeñas certezas. Cadenas que se trenzaban hasta bosquejar un indicio, solo uno.
Mis manos temblaban antes de sumergirme en el sillón. Revistas de moda y tácticas de buceo. Polvo en el aire. Polvo en la garganta. Tos que no se puede ocultar.
Peligrosa tos.
Tiempos sucios.
Hace un año, más o menos, un amigo me pidió unos cuentos para una revista literaria. Lo primero que pensé fue en el papel, soporte papel. Mi mente es bastante rutinaria. Era obvio que la revista sería virtual, soporte online. En tiempos virales no tiene sentido pasar una revista de mano en mano. O quizás lo tiene, no lo sé. Mano a mano, letra a letra. El caso es que para mí las revistas no tienen relación alguna con lo literario. Las revistas son otra cosa.
Pero me contradigo apretando estas teclas.
Peligroso pop.
Viajes virales.
Como dije, lo primero era el polvo y su derivación lógica: tos seca y atronadora. Luego, a mi izquierda asomaba una pequeña bolsa transparente que guardaba un mechón de pelo. Muchos años después supe que esas negrísimas hebras habían pertenecido a mi hermano muerto. ¿Se los sacaron cuando aún estaba vivo? Mejor no averiguar. Al lado de la bolsa transparente sobresalía un amarillento sobre de carta que escondía varios dientes, de distintos tamaños y formas. ¿A quién o quiénes pertenecían? Solo tenía la certeza que esos dientes eran dientes de leche. En el último rincón, casi perdido, descansaba un diario de vida azul cerrado con un pequeño candado metálico ¿Alguien lo habrá escrito alguna vez? Parece que no. Finalmente, justo a mi derecha, estaban las revistas, muchas revistas y unos papeles de diario anudados con un cordel. Las revistas eran de dos tipos. Primero leía unas que se llamaban Vanidades. Sus portadas de papel brillante eran una delicia para mis ojos. A continuación, me zambullía en las otras, cuyo título rezaba análisis, escrito siempre con minúscula. ¿Qué hacían esas revistas allí? ¿Quién las había escondido? Ni remota idea. Leía siempre aguantando la tos, respirando lo menos posible. Aún mantengo ese hábito. El suplemento dominguero del diario, que estaba amarrado con un cordel, no lo leía. Sabía que debía hacerlo, pero le hacía el quite, algo me decía que no era bueno sumergirse en esas páginas. Siempre he sido obediente, sumiso. Entonces, cogía el cordel y no lo desanudaba, solo me mordía los labios y volvía a Vanidades. Allí me reía de los enredos de las familias reales, de las fiestas de Hollywood, de la dietas de las supermodelos. Después leía análisis y se me secaba la boca. Debía ir al baño a tomar agua a manotazos. Hasta el día hoy retengo un titular: Fui violada y torturada. Cada cierto tiempo, cuando veo una revista colgando en el kiosko, aparecen esas palabras en mi mente, siempre en mi mente. Un día sofocante, tórrido, estuve solo en casa durante toda la tarde. Era la oportunidad que buscaba. Sin tiempo que perder me sumergí en los suplementos domingueros. Aunque realmente no eran suplementos domingueros. Esas páginas correspondían al Informe Rettig que venía, creo, en tres entregas junto con el diario La Nación. Pero mis padres no compraban el diario La Nación. A decir verdad, no compraban ningún diario, no había dinero para eso. ¿Cómo llegaron aquellas páginas al sillón? Misterios sin resolver. Mi retina aún conserva la historia de una bebé de pocos meses que murió asfixiaba por una bomba lacrimógena.
El aire el aire, le faltaba el aire.
Peligrosa lacrimógena. Mortífera. Asesina.
Anoche leí la revista virtual de mi amigo. O mejor dicho, la revista virtual donde uno de los editores es amigo. Recuerdo que le envié un cuento porno marica que me lo han comentado más de lo que pude haber pensado en un momento. A raíz de ese texto comencé a hablar con chico centenial que, al igual que yo, es fanático de Colby Keller.
El sillón ya no existe. Quizás qué fue de los tesoros que ocultaba. Supongo que aún estarán escondidos por allí. Mañana, si tengo ánimo y empeño, los buscaré. El tiempo que me demanda la pesquisa es otro asunto.
Peligrosos días que se repiten como las hojas vacías de un diario de vida. Hojas que voy llenando poquito a poco. Peligroso aire que asfixia. Nos falta pedir perdón. Peligroso virus nariz adentro. La piel se ha vuelto escamosa. Peligrosas revistas de moda. Polvo y más polvo bajo el sillón. Peligrosas tácticas de buceo. La rompiente se acerca y no existe remedio para eso.
Escasea el aire. Peligrosa tos, avanza como un ejército.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
Imagen de la cabecera: Primavera en Gościeradz, de Leon Wyczółkowski (1933).