Única función: un cuento de Ricardo Olave

El olor a humedad recorría todas las celdas del Centro de Orientación Femenina, menos una. A escondidas de los gendarmes, las prisioneras mantenían con especial atención una de las piezas del ala derecha del recinto, consiguiendo con el tráfico clásico de esos centros penitenciarios cualquier prenda, cachibache o artículo de belleza que permitiera adornar esos sucuchos de mala muerte.

Para quienes se encargaban de la tarea de darle vida a la celda, todo esfuerzo importaba con tal de tener las condiciones que merecía la reincidente que llegaba al penal. Hasta antes de 1987, ninguna presa había convulsionado a la cárcel de esa forma, ni siquiera las dos famosas frentistas que llegaron tras un fallido atentado en el Cajón del Maipo.

Su ingreso fue un secreto a voces, casi tan desapercibido que, si una de las chicas no hubiese pegado un recorte maltrecho de una roñosa portada de la revista Ritmo en una de las paredes, habría tenido que cumplir con las mismas obligaciones que las otras mujeres del penal.

La nueva compañera llegaba por algo que, entre las mismas amachadas y las pocas que conservaban su feminidad, era un delito leve, prácticamente una “hueá”, como decían adentro. Un presunto caso de apropiación indebida permitió, al lúgubre recinto de calle Prat, crear la ilusión de un lugar alegre y mejor, o quizás un espacio más cercano, donde las internas podían olvidar que estaban entre cuatro paredes y que, cada una de ellas, soñaban a su forma.

—¿Te conseguiste corrector? La Mireyita lo pidió hace rato y tu te comprometiste  —dijo Roxana a una de sus compañeras de celda, mientras deambulaba en el patio y miraba que se acercaba la hora del almuerzo. —Van a ser la una y tú, tonta lesa, no podís cumplir tu palabra —arguyó desesperada por el paso del tiempo. Su precaución tenía una razón. A la hora de almuerzo era quizás la única posibilidad de pedirle a la estrella del centro que cantara algo. Como secreto a voces, ya todos sabían que, tras veintiséis días adentro, la fianza había sido pagada y que, a eso de las 21 horas, abandonaría el lugar para no volver a pisar una cárcel en toda su vida.

—¿Es que tú no entendí? El corrector lo usa para que sus dientes se vean blanquitos, sabí. No sé si es un secreto para que no se le vean feos en la tele, pero lo pidió po.

Corrección. Hace años que no salía en la tele. O sus canciones sonaban por la radio. Es más, su imagen había desaparecido junto con el golpe, cuando los militares quemaron el sello donde reposaba todo su trabajo. Pero que hayan intentado borrar las cintas con los registros originales, o que los programadores no se atrevieran a poner uno de los hits por las tardes, no quiere decir que en las poblaciones, en el ambiente carcelario, o donde abundan las radios a pilas, se hayan olvidado de la reina. Quizás por eso las “niñitas”, como les puso de cariño a sus compañeras de celda más mimosas, que la complacían en todos sus gustos, le preguntaron hasta el cansancio qué necesitaba para, tan solo una vez, cantar unos de sus temitas.

—Yapo, guachita. La canción que tú queraí, a capella, y te acompañamos con las palmitas— le suplicaba Roxana desde que ella llegó a su celda, como si fuese la canción su llave a la libertad.

Pese a que hace unos años no se habría demorado tanto en aceptar cantar, la angustia del encierro la eclipsó. Las noches al pasar le murmuraban que era tan solo una artista en el ocaso de su carrera, que frente a la soledad de los barrotes ya no era nada, o que alguna vez fue algo y ahora era nada.  Los constantes halagos no servían de nada si cada mañana vivía la angustia de los recuerdos.

—Si me lo piden tanto, será por algo —pensaba todas las noches que pasó ahí, mientras se fumaba su puchito Viceroy de medianoche. A veces, cuando se quedaba sola en las duchas -por expresa petición suya a las niñitas- ensayaba suavemente sus canciones, pensando en una de esas jornadas dobles con el Teatro Caupolicán lleno, mientras hacía gárgaras con el agua con sabor a metal oxidado de las viejas cañerías. La cárcel como escenario jamás lo había imaginado. Pero como dice el dicho, el último día nadie se enoja.

El horario de almuerzo se acercaba y en tiempo récord las niñitas le habían conseguido todo lo que ella había dictado: un traguito para afinar la garganta, el corrector para esconder lo amarillo de su dentadura, un perfume de lavanda que le recordaba a su pueblo natal cerca del mar, algo de laca para salir buena moza y peinada. Con eso, más la tenida blanca llena de brillantes, con la que había llegado hace cuatro semanas, tenía todo listo para tomarse el casino del penal.

Los utensilios llegaron 15 minutos antes, tiempo suficiente para arreglarse. Tras el golpe de la luma a los barrotes, ella al frente y Roxana y las otras niñas detrás como escolta, salieron de la celda más bonita del lugar para la única función.

Ante la incrédula  mirada de los gendarmes, que pese a sus rostros molestos se quedaron en sus lugares, la cantante se paró sobre una mesa y miró hacia el horizonte. Al mismo tiempo, las otras prisioneras comenzaron a aplaudir y a gritar las cosas que se dicen cuando estás en un concierto; palabras de idolatría inconexas que terminaron en reunirse en un ídola, al unísono, con palmas incluidas. Mientras el resto gritaba, ella cerró un par de segundos sus ojos y se imaginó que volvían los tiempos de orquesta, de finos trajes, de canciones de amor. Al abrirlos, movió sus manos como señal de silencio, las levantó hacia al frente, como si empezara a dirigir una orquesta. Luego carraspeó, tragó la mayor cantidad de aire que pudo, y se inspiró como si el mundo se fuera a acabar en ese mismo minuto para decir cuatro palabras que ocasionarían un incontrolable escenario de gritos y llantos.

—Nocheeeeee…..Playaaaa….Brisaaaaa… PEEEEEEEEEEEENA…—.


Ricardo Olave Montecinos. Nació en Temuco en 1997. Periodista de la Universidad de La Frontera. Ha participado en áreas culturales de diversos medios nacionales como El Austral de La Araucanía, LaRata.cl o Culto. Actualmente escribe en La Tercera y es parte del podcast dedicado a temas mapuche “Recado Confidencial Operación Wallmapu”, disponible en Spotify

Ilustración de la cabecera por Claudia Castro.