Una interpretación de la lectura en Letra chica, de Andrés Urzúa (por Ricardo Herrera Alarcón)

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Letra chica de Andrés Urzúa.
Limache, Provincianos Editores, 2021.

Que Letra chica sea un libro objeto heredero de La poesía chilena de Martínez, es obvio; lo mismo su tesis central planteada en la contraportada de la caja: la desconfianza en la palabra que se incubó en la poesía chilena contemporánea. De esa premisa, a la tipografía y la lupa para poder leer existe un evidente correlato. Quisiera, por tanto, no ahondar en aquello y centrar mi interpretación de Letra chica en los poemas como tales, más allá de estos efectos (de hecho su abordaje se me hizo muy complejo: quizás salió mala esta lupa, pregunté varias veces, dándola vuelta o usándola sin lentes, cuestionando su calidad y su origen chino).

Pero los poemas hacen difícil una decodificación que trate de obviar la materialidad del libro y apelan justamente a esta dificultad, como metáfora de lo incomprensible que puede resultar este trabajo para los otros: cajita + lupa + tarjetas = precariedad del ejercicio poético en la sociedad; el poeta enfrentado a esa distancia que tiende a no ver o a no dimensionar. Letra chica como materialización del  abismo que se ha creado entre autor y lector, para traer a Martínez nuevamente, de esa distancia insalvable entre el poeta y el lenguaje, ese punto de no retorno en que cada uno se atrinchera en su feudo y ve a los demás como a detractores, amantes o esclavos.

Recuerdo que luego de leer el libro, hace algunos meses, se lo mostré a mi mujer y a mi hija, quienes se encargaron de hacer la primera alteración en el orden de las tarjetas, que no están numeradas y cuya secuencia yo había tratado de mantener en mi experiencia original. En ese entonces las guardé en la caja con esa alteración, que hoy, en mi segunda lectura, se hizo evidente: el colofón era la quinta o sexta de las tarjetas con la que me encontré, mientras el título apareció en la octava. Pensé que también, seguramente, ese era uno de los efectos que Urzúa buscaba con un objeto de estas características. Me hizo recordar un texto digital de Cociña, que leí hace años, donde cada vez que se abría el archivo mutaba el orden de los poemas. ¿O mutaba el orden de los versos dentro del poema? A la décima tarjeta las tomé todas, antes de ir a la cocina a buscar agua, y las arrojé hacia arriba encima de la mesa. Al volver, con el agua transformada en cerveza, tomé las tarjetas y las ordené como un mazo de cartas, barajando los poemas. Luego seguí la lectura alterada.

Dije que iba a hablar de los poemas más allá de su relación con el formato y llevo un rato explicando mi experiencia de lectura. Creo que eso es otra de las cosas que el autor busca: generar un proceso de reflexión, una hermenéutica de las formas en que abordamos los libros. Letra chica me puso en evidencia que la lectura de poesía puede ser tanto desordenada como también exigir fidelidad absoluta a una estructura propuesta. Y que la alteración de ese orden preestablecido es parte del ejercicio que todo poema propone. Voy, ahora sí, a los poemas, o a algunos poemas.

Organicé en un grupo los textos que se alejaban de la idea del escéptico que ve al lenguaje como un virus, al estilo explícito de Lihn, Millán y Martínez (citados en el colofón): pero eso también era imposible. Los poemas que finalmente dejé en este grupo quedaron formados por 6 tarjetas que tampoco dejan de tocar ese tema. Elijo la palabra tocar porque creo que es también un efecto buscado por el libro. Pensé que uno de los objetivos, si las letras pudiesen pensar y tener objetivos (aparte del objetivo obvio de ser leídas junto a otras letras y formar palabras) era el de ser tocadas. Algo así me hizo pensar un texto como este: “volver a mirar una a/ con la más absoluta ignorancia//la taza de té que está/ sobre la mesa// sin recordar sonido de te/ ni su significado”. Quizás las tarjetas que volví a su caja no me producían esa extrañeza que reclama este breve texto (breve como todos los poemas que componen Letra chica) y que parece de alguna manera la finalidad de toda escritura: dotar de otros sentidos a las palabras, o que aun en la eventualidad de ser un espejo sean un espejo trizado, como cuando se señala que “cada letra/ es el trozo//de un plato/quebrado”. Para la poesía toda palabra es una potencial realidad por descubrir, y cada tarjeta de este libro nos lo recuerda. La paradoja que resulta de esta reflexión habita también una desesperación solapada en que el lenguaje despierta de la mutilación de sus posibilidades  “como una mujer/ que descubre/ su seno extirpado/ después del quirófano”. En este caso la B que descubre que es una b, pone en evidencia el callejón sin salida de la grandilocuencia o, peor aún, las máscaras de las que abusamos al momento de la escritura. Bajar un poco el tono, decía Lihn, sin adoptar por ello un silencio monolítico, ni decidirse por la murmuración.

Otros textos en los que me detuve llaman la atención sobre las subjetividades vistas como precariedad (“,pero las cifras tampoco son nece-/ sariamente claras. Más bien esconden/  la subjetividad de los sujetos que están/ detrás de ellas; de quienes/ preparan editan manipulan/ una imagen objetiva/ de la realidad”) o como ellas son argumento de descrédito para las ciencias humanas. Un bluf, por cierto. Porque como señala el hablante: “nada es lo su-/ ficientemente real/ hasta agotar stock”.

El sujeto que se interroga los límites del lenguaje en Letra chica viene de esa lucidez enunciada por Lira: en el límite del lenguaje me canso. Desde ese cansancio hace fuerza para volver sobre un tema que parece que ya no soportara otro libro en la poesía chilena, pero que sin embargo vuelve con la fuerza y la insistencia de una veta inagotable, fuerza que radica en una originalidad puesta en la contemplación del propio vómito como condena y estilo. Y que le hace decir al hablante de estos textos: “cuando alguien/ comienza a cantar// no escucho la música/ que componen sus palabras// sino el sonido de mi/ propia respiración// que urde otra melodía/ -gutural- bajo la letra”. Ese doble fondo, ese vidrio opaco que nos hace ver la superficie pero nos niega la perspectiva del sentido, es quizás, una de las tantas propuestas de este libro.

 


Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).

Imagen de la cabecera: Ilustración del libro Cirugía y tratamiento oftalmológico, de John Phillips (1869).