Perpendicular en el cemento, los minutos resplandecen formidables. Aún soy libre de ilusión y mi escaramuza es observar los nubarrones. Verlos perderse tras los cerros, esquivando el viento que deshace mis huellas en la arena.
En el cielo, las nubes nunca son en vano.
Ansío una temporada en el trópico.
Justo antes del anochecer, comienzo a saltar la cuerda en el patio de mi casa. Aunque no es solo eso, la rutina incluye sentadillas, flexiones, planchas y unos estiramientos de hombros que no sé cómo se llaman. En la pantalla se asoma un entrenador virtual que me indica los movimientos y yo soy muy obediente con las pantallas. A decir verdad, más que obediente, soy temeroso. Le guardo un acabado recelo a las pantallas y a todo lo que me rodea. Mi entrenador virtual dice que el cansancio no es importante, lo importante es cómo uno se va sintiendo, escuchar la respiración del cuerpo y reconocer sus vibraciones, la tesitura de los nervios. A mí toda esta situación me fastidia. El ejercicio nunca fue un consejero, todo lo contrario. Ahora el pasado no importa. Solo importa moverse un poco, nada más, pero nada menos.
Mañana seremos tiernos soldaditos de papel crepé.
Por más que intento crear asociaciones, pienso que nada guarda relación con nada. Como si el ejercicio fuera una infranqueable meseta que me impide cruzar hacia el otro lado. Siempre me pierdo en la maldita órbita, en el maldito vértice. Urdiembre que se enreda, tejido malogrado. Anhelo desesperadamente llegar a la planicie y el ejercicio físico es eso, la imposibilidad de navegar un río, la imposibilidad de construir un hogar al final de la calle.
Toda meseta es una mazmorra.
La vida en vano. Nacimos libres de ilusiones y aún así giramos incansables bajo las ruedas. Por eso, estos saltos sobre la cuerda son invisibles, pantomima arrastrada por la corriente.
¿Será en vano escribir? Los huesos se agarrotan y descalabran. Persigo el padecimiento, alisto su arribo. Hermosa enfermedad, maltrechas articulaciones. Bienvenida artrosis, bienvenidos huesos oxidados.
Pronto comenzarán las lluvias, debo buscar otro refugio en donde ejercitarme. El invierno es un trabajo perpetuo: poner nylon sobre la leña y cartones sobre la bicicleta; resguardar los limoneros y los paltos, resguardar sus mínimas hojas. Se me olvida. Otro día hablaré de los árboles y su afilada sombra. Otro día o un par de párrafos más abajo.
Me queda una serie de brincos.
Vertical en el pavimento, hormigón en las rodillas.
Mi cuerpo se expande y luego se encoge. Cuando niño nunca moví los músculos, casi nunca. Las clases de gimnasia eran un suplicio, me escondía del profesor y prefería conversar con mis compañeras, pero uno nunca se esconde del todo. No, a uno siempre lo pillan, a uno siempre se le nota. Sin más opción tuve que aprender a jugar futbol. Resultó un viaje de partida y desembarco. Hombre de poquísima fe. La pelota quedó tirada en el patio y aún sigue allí, al frente de la bodega. Me saluda cuando salto la cuerda, sus costuras se burlan de mí apariencia, se burlan de mi desierto. Las costuras siempre fueron un martirio. Este verano, el último verano, limpié afanosamente la pelota y le dije a mi sobrino que podríamos jugar un rato. Me miró con desdén, con ese desdén propio de los niños y entonces dio media vuelta, desperdigando un eco de carcajadas. Yo también me reí, me reí tanto que tuve que sostenerme en la muralla.
Músculos en vano, risas en vano, niños en vano.
Ya es de noche, todo se encuentra cubierto de ceniza.
Garganta con arena.
Miento, siempre he mentido. Nada fue en vano. Algo queda en este trapecio que escribe, en este cabeza que evoca, en estos músculos que reconocen el camino hacia las duchas. Despiadado sendero que cuelga en la meseta. Yo siempre extravío los vestigios, pero no debo ofuscarme. La planicie nunca abandona al montañero.
Un último estiramiento y ya todo habrá concluido. Soy un adolescente con piel de gallina que disfruta del formidable sol que entra por la ventana rota. Sé que es invierno y que siempre lo será, pero en mi recuerdo el sol es una constante. Tan constante que asusta. Sol fragmentando la ropa tirada en el suelo, sol fragmentando el muro carcomido por el moho, sol fragmentado las manchas en el cielo raso. Luego, el ritual de las duchas compartidas, hermoso ritual. No, no erraste el tiro. Al fin llegamos a lo importante, a lo único trascendente: las pulidas baldosas, el calor acercando los cuerpos, la carne trémula y desnuda. Ya lo dije, nací libre de ilusiones. Quizás por eso, aquel día solo me acompañaba un presagio sublime, rotundo. Y ese presagio fueron mis ojos de gallina mapuche mirando de costado. Pero no basta con la imagen, nunca basta con la imagen. Entonces, casi sin pensarlo, se activaron mis plumas de gallina mapuche perdiéndose en las espaldas mojadas, perdiéndose en los blanquísimos pies, perdiéndome en las venas palpitantes. Un loco afán sube en espiral como el vapor de la ducha, un loco afán escapa por la ventana y asciende las alturas. Los recuerdos de un amor no me dejan vivir. Maldito corazón que no te puede olvidar.
Fecunda desdicha, resígnate a perder.
La cuerda suspende el vacío de los días. Mi rutina ha terminado. Es hora de volver a casa y arrancarse el sudor, pero el sudor nunca se arranca. Se arranca el músculo, pero nunca el sudor.
Pierdo las llaves. Respiro hondo y cuelgo la toalla en el perchero. Vertical en los azulejos, un chorro de agua caliente golpea mi cuerpo. Abro la pequeña ventana. El vapor que escapa se confunde con el humo que ingresa. Ansío una temporada en el trópico. Ha pasado tanto tiempo y la noche es un asfixiante espejismo. Necesito mirar el océano, las olas encrespándose. Mañana amaneceré con jaqueca y eso solo lo cura el ejercicio físico, el ejercicio y una sed mortal. Los minutos corren y corren bajo la ducha. Ahora me sofoco con el espeso vapor, mi piel se enciende. Es necesario finalizar el baño con un hilo de agua helada.
La vida en vano, nadie te recordará.
Mi cuerda se desgasta poco a poco, mi letra se desgasta poco a poco.
Es tarde, intentaré dormir. Leo el wasap por última vez y bajo los párpados. En mi delirio aparece un hombre que se atraviesa en la carretera. Luego, camina hacia mí, apretando los puños. Tengo susto, siempre tengo susto. El hombre me dice que debo acompañarlo, que soy su afilada sombra, que mi sonrisa es un precepto. Avanzamos por el cemento, en una delgada línea recta. Las nubes que nos acompañan no son en vano. Llegamos a un antiguo edificio y hacemos una fila enorme. Los minutos ya no son formidables, nunca lo fueron. Volviste a dar en el clavo: estamos en una sucursal del banco, una sucursal hermosa y fría. Cuando alcanzamos la ventanilla, la mujer nos notifica que no queda nada de dinero en la cuenta. El hombre insiste que allí, en esa libreta, están todos sus ahorros, todo su trabajo que es también toda su vida. Sigilosamente llega el guardia y nos amenaza con un arma. Abandonamos el edificio escondiendo los ojos. Otra vez la delgada línea recta. Al pasar frente a un palto, el hombre me dice que es mi padre y que pronto, muy pronto, nos volveremos a ver. Creo que no era un palto, era un limonero. Da igual, follajes del ocaso. Justo antes de arrojarse a la carretera, mi padre me entrega un hermoso bolso de tocuyo. Mis manos tiemblan, mis dedos se enfrían. Abro el bolso lentamente y entonces se escucha un suave gorjeo.
El final de la cuerda, el final de la noche. Amor supremo.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
Imagen de la cabecera: Espartanos jóvenes haciendo ejercicio, de Edgar Degas (1860)