Son extremos los tiempos de espera en la creación, como si la escritura te espaciara los días y al mismo tiempo sublimara otro lugar donde nada más que ella cabe: lentitud, a este lado, densidad de las horas que se alargan como la sombra de una hoja en blanco sobre la nieve. Desesperación, en la otra orilla, urgencia por asaltar el palacio de invierno donde se ordenan los anaqueles que deberán ser llenados con nuestras obritas.
La literatura es ese péndulo donde el exacto punto medio (casi) no existe, y de existir es la letanía de lo que no es, de la promesa incumplida. Entre la escritura de un texto y otro deambulamos como almas en pena, se suspende la realidad, habitamos el mundo como no lugar: pasillos donde junto a otros fantasmas caminamos leyendo un libro abierto con páginas negras. Sabemos que la literatura nos exige agresividad, que tengamos el arrojo de coger cualquier instante y saltar a su vacío. Una mecánica del instante, un método de transitar palabreando, un anti Lord Chandos y su lamento: “Una regadera, un rastrillo abandonado, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación (…) para expresarla todas las palabras me parecen demasiado pobres”.
Existen momentos en que la escritura castiga la morosidad, como si esta fuera una sala de espera de escritores terminales. Jaime Sabines lo dice de manera contundente: el poeta que piensa todo el día su poema y retrasa su escritura por los avatares de lo cotidiano, no es digno de sus palabras. A esa agresividad me refiero, la de atacar al texto que no se ha escrito, asaltarlo desde todos los flancos, no permitir que se escabulla. También es cierto que algunos textos deben esperar, crecer como plantas interiores, como esos nenúfares en el pulmón de los que hablaba Vian en La espuma de los días.
Esperar que las palabras lleguen se puede volver una mala costumbre, por lo general no llegan y el poeta va perdiendo fuerza, los versos aparecen a cuentagotas, cada vez más espaciados, cada vez más esquivos. El texto comienza a ser algo extraño, una realidad de otros donde se habita la literatura desde el patio común del cité: la lectura y el tráfico de libros, mientras se nos niega la cocina donde hierven los caldos, donde se guardan las especias, la despensa con el licor de guindas o mutillas. El escritor quiere estar en ese lugar; el patio común es seductor, pero también reduccionista: allí se habla, se duerme a la intemperie borracho. Pero es en la escritura donde verdaderamente somos, donde nadie puede negarnos nuestro lugar en la galaxia.
El poeta es la ultra conciencia del habitar en la palabra y debe saber manejar la neurosis que eso conlleva, soltar las amarras de algunos momentos para que el poema, que es puro devenir, no se piense agua estancada. Mucha lectura envejece la imaginación del ojo, suelta todas las abejas pero mata el zumbido de lo invisible, decía Gonzalo Rojas. Cuando se escribe nunca es mucho, siempre se quiere más, pero también puede suceder que muera el zumbido y advenga la mecánica, la fórmula descubierta tras horas y horas de espera y tecleo. Un poeta debe saber oler, no solo escuchar, no solo ver. Un poeta debe tocar las palabras, asumir su rugosidad, su piel seca o suave, su azumagado aroma.
Qué quiere la escritura de nosotros? Fidelidad, aplomo, violencia. Austeridad, solo para no andar pontificando. Despilfarro, por supuesto. Exceso, siempre. Grasa y hueso roído en lo oscuro, el texto.
Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).
Imagen de la cabecera: Sala de espera, de Vincent van Gogh (1882).