«Cien palabras por minuto» (por Cristian Rodríguez)

 

Siempre he envidiado a los escritores veloces: a los grafómanos que guardan varios cuadernos con textos surrealistas y poemas a la rápida. Tiendo a valorar ese gesto de escribir sin detenerse, de emprender una verborrea vertiginosa que patine sobre el vacío. Debe ser por idealizar a quienes hacen movimientos ágiles como si fueran buenos en algo, asociándolos al virtuosismo y a la gracia. Su puesta en escena me atrae mucho más que su resultado, el que se desvanece junto con el encanto de su fiebre: con excepción, claro, de las obras que son la culminación de experiencias significativas o ideas poderosas empolladas con el tiempo, donde la escritura pasa a ser sólo un momento de la escritura. Autores que esperan hasta diez años buscando el momento propicio, el lugar exacto, tras el cual se entregan a escribir todo aquello que tenían contenido.

La necesidad de abrazar pautas sigue estando viva, porque las fórmulas no sólo oprimen, como se tiende a decir, sino que además resuelven problemas, adelantan caminos, y permiten pasar, sin demoras, a la acción.

El primo del escritor automático (su pariente realista) vendría siendo el escritor prolífico. Dostoievsky podía despacharse una novela en un mes, Conan Doyle en tres semanas, y Stevenson en sólo seis días. Los tiempos pasados me hacen querer volver a esa idea de la narración entendida como técnica o arquitectura, y no como esta cuestión viscosa donde hay que justificar, a cada rato, cómo y por qué se escribe. Hay varios que lo resuelven buscando estructuras, teorías y funciones. Todos las buscamos. Hay días en los que quisiera hacerme la vida más fácil y ser escritor fantástico o de novelas policiales. La necesidad de abrazar pautas sigue estando viva, porque las fórmulas no sólo oprimen, como se tiende a decir, sino que además resuelven problemas, adelantan caminos, y permiten pasar, sin demoras, a la acción.

Se podría decir que los grafómanos dominan algo que uno desconoce: un secreto para quienes vivimos atrapados en el escrúpulo y la artesanía. Pero en realidad, es todo lo contrario. Los grafómanos funcionan como los grandes conversadores: sus palabras discurren por suposiciones y conjeturas: ignoran, desconocen con pasión, y salen a rellenar ese vacío con todo el ardor de su no saber. Los escrupulosos, en cambio, vivimos cegados por la claridad, vemos todo demasiado bien: no podemos instalar hipótesis en esos lugares donde no llega el sol, porque esos lugares ya no existen. Y esa es nuestra condena.

Bueno, uno habla desde la calentura del momento, desde el odio a los proyectos sin terminar. La libertad es un desierto que produce pavor, pero también belleza. Las escrituras que lindan con su disolución tienen el valor agregado de su denominación de origen, la tristeza por seguir sumándole palabras al mundo. Los escritores improductivos sabemos que, en el fondo, la mayoría de los textos no sólo son malos, sino que además son innecesarios. Los poemas malogrados no remiten a nada, no brillan: se amontonan como un barullo en la mesa de al lado, como una conversación estúpida que se desatiende al poco andar. Y ante eso, es mejor vivir, caminar, guardar silencio. Porque escribir –creo– no es sólo emocionar: es empezar a decir. La mala literatura, en cambio, no dice nada. Es una forma algo zafia del mutismo. Su fracaso no tiene la forma del ruido sino de la insignificancia, aquello que se funde con los excesos del mundo y su permanente voluntad de incomunicación.


Cristian Rodriguez Büchner (Valdivia, 1985). Poeta y narrador. Profesor de lenguaje y Mg. en Literatura Hispanoamericana. Editor y columnista de revistaelipsis.cl. Ha publicado Lluvia de Barro (cuentos, 2012), Caligrafía del Insomnio (poesía, 2017) y 19 poemas (2020). 

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