«En plástico te convertirás» (por Pablo Ayenao)

 

 

Perfecta la cuadratura soporta el irrefrenable impulso. Mis manos aletean buscando la forma, el perdón de los castrados. Esta delgadísima lona me sostiene, esta delgadísima página me sostiene. Respiro con la boca abierta, con los dientes carcomidos. Un látigo se acerca, me sofoca el cuero marchito.

Drogas para el desaliento. Mudo la piel.

Una llamada telefónica me pide grabe un video. Digo llamada, porque fue imposible adivinar a quién correspondía la voz al otro lado de la línea. Nunca he sabido decir que no y menos al anonimato de una conexión incierta. En realidad, el anonimato es siempre un resplandor, invitación a arrojarse en el follaje. Ahora, incertidumbre es la palabra clave. Tengo poco más de un minuto. ¿Escuché bien? Tu tema es escribir en tiempos de incertidumbre, repite el acento extranjero. Después me dicta las instrucciones: es necesario que la cámara esté en posición horizontal, el video se debe remitir mediante correo electrónico a una dirección enviada por wasap, es imprescindible dejar diez segundos de silencio antes de comenzar y concluir la reflexión. Anoto todo en mi mente como el animal dócil que siempre he sido. Y luego me pregunto: ¿qué mierda voy a decir en un minuto?, ¿incertidumbre, ven a mí? , ¿por qué suponen que tengo respuestas si lo único permanente en mi vida es el hastío? Ni modo, obedezco por desidia. Grabo el aciago video con todas las dificultades que ofrece mi torpeza y finalmente lo envió por mail. Ojalá nadie lo vea, que no lo suban a ninguna parte. Y parece que, al parecer, nadie lo vio. En menos de un minuto hablé del humo. Dije que en Temuco no se distingue absolutamente nada cuando uno camina en invierno y esa es la única incertidumbre que existe, caminar con frio y en penumbras. Equilibrando un prepago sin memoria y contando los segundos, mi mente no dio para más.

Somos pasajeros de una metrópolis en extinción. Sobrepoblada, pero en extinción. Caminar a ciegas es siempre una delicia. Adrenalina que aumenta cuando una silueta se acerca.

Tanto humo, tanto frio. Todos los inviernos repito lo mismo: tanto humo, tanto frío. Pero es mentira. Hubo otros fríos y otros humos.  Los años cobran su partida y uno recorre el círculo. Nada nuevo. Ahora, siempre me quejo por la fumarola y hago fuego con leña mojada, porque es la única que venden. ¿De dónde salieron tantos arboles trozados? Recuerdo que cuando adolescente, para poder prender una llama usaba el desodorante ambiental. Le arrojaba el spray al fósforo y guau, fuegos artificiales. En la escuela, el auxiliar pasaba curso por curso haciendo fuego con una cera muy roja, pero igual las llamas no encendían. Eran tan viejas las salamandras, chatarra espacial. Entonces no teníamos más alternativa que entrechocar los dientes y abrazarnos al final del pasillo.

Mi escritura: obsolescencia programada.

No se me ocurre cómo continuar este capítulo. Mis textos podrían ser un programa de televisión dónde el público interactúa y le dice al autor qué hacer con las malditas páginas. Es definitivo: esta  imaginación se congeló y no existe forma que vuelva de la hipotermia. Habrá que rebuscárselas donde ya nada queda.

¿Qué tal si hago un ranking con los momentos más fríos de mi vida?

Cuando tenía cinco años vivía con mamá. Ni idea por qué mi padre y mi hermana residían en otro pueblo. Es mejor no averiguar. En la casa de mi madre había estufa, pero no había leña. Pequeño detalle. Con mamá nos levantábamos muy tarde, después que terminaban los matinales. Yo no iba a kínder, otro misterio. Justo después de lavarme la cara, mamá me mandaba a comprar dipironas y cigarrillos, mientras ella amasaba el pan. Resignado, partía al negocio, donde siempre me atendían muy bien, supongo que me veían pequeño y tímido. Me demoraba un buen rato en el trayecto, porque afuera hacia menos frío que adentro. Cuando llegaba a la casa me tumbada en el sillón de los secretos y esperaba que el pan estuviera listo. Me aburría como ostra. De pronto, mamá lanzaba un grito diciendo que la mesa estaba servida y entonces hacíamos la única comida del día. Yo merendaba pan caliente con té y mi mamá pan caliente con mate. Después, volvíamos al dormitorio a ver televisión. Bendita pantalla. Mamá fumaba y luego se tragaba una dipirona con mate. Esa era su rutina. Un cigarro, una dipirona, un mate, un cigarro, una dipirona, un mate. Yo permanecía pegado a las teleseries. Todavía las veo, con el mismo placer. Ese año fue tan helado, el más helado de todos. El calor duraba lo que duraba el pan en cocerse.

Bendita pantalla. Mamá fumaba y luego se tragaba una dipirona con mate. Esa era su rutina. Un cigarro, una dipirona, un mate, un cigarro, una dipirona, un mate.

He soñado muchas veces con los muchachos. El camino hacia la biblioteca es solo la primera parada. Tumbados sobre la hierba, veíamos pasar los desechos que acarreaba el rio. Era temprano, la escarcha aún no se derretía. Manos azulosas, pantalones mojados, bostezo tras bostezo. Desde el cielo caía una suave luz perpendicular. Todo hubiera sido perfecto si el frío no hubiera sido tan rotundo. La canción en inglés resonaba en mi mente y no podía sacármela de encima. Aterido, me levanté de la hierba y comencé a cantar. Entonces, me arrojé el agua muy despacio, en cámara lenta. Los muchachos me miraban, pero ninguno abrió la boca. Mis dientes apretados, la corriente llegaba a mis rodillas, mi cara se entrampó. Estos pies no responden. Me quedo estático, esfinge de hielo. Finalmente, caigo hacia adelante. El cauce me arrastra y me lleva a lo profundo. Nado contra la corriente y agarro la rama de un árbol. Por extraño que parezca, un palto crece en la orilla, sus hojas caen en el agua. Después de luchar un tiempo inacabable, logro salir del río. Mi cara manchada con barro nunca se secará. Miro sobre mis hombros. Los muchachos no están por ningún lado, solo queda una caja de vino sobre la hierba.

Otra vez floto en el celaje. Escribo esta escena y se acaba el ranking. Con las manos en los bolsillos, me planto frente a un vetusto edificio. Un muchacho me acompañaba. No era chico Centenial ni chico Casaca de mezclilla ni menos aún chico Terruño. Era un muchacho que es solo decorado, no lo individualizaré. Antes  de entrar al edificio me preguntaron si era mayor de edad y me solicitaron el carnet. Tenía dieciséis. El guardia se hizo el tonto. Una estufa a parafina calentaba sus pies. Adentro el frío se esfumó por completo, como si la puerta fuera un espiral que desemboca en una sofocante dimensión desconocida. Cemento y hormigón. La mujer de la guardarropía me mira asombrada. Seguimos caminando y tropezamos con una inmensa pantalla que nos perseguirá por el resto de los días. Blonde Ambición, te lo juro por Madonna. Los sillones rojos, de cuerina, un tanto deshilachados. Esos sillones son la moda, pero no ocultan revistas de moda. Lo que sucede en ellos es un designio. Muchacho anónimo toma mi mano y me conduce por la breve escalera. Dije que no lo individualizaré y ahora es muchacho anónimo. Un nombre sin nombre. Abajo, en el subterráneo, la lúbrica pista de baile nos espera, la formidable Mónica Naranjo nos espera. Bola de espejos, luz estroboscópica. Algo de tí está acabando conmigo, algo de mí se está muriendo contigo. Todo lo que pasó en esas horas te lo puedes imaginar, no soy dactilógrafo tampoco. Antes de abandonar el edificio, la mujer de guardarropía me entrega mi casaca y me dice que me la coloque de inmediato, que me puedo resfriar, que afuera la garúa se mete en los huesos y de allí nunca saldrá. Le señalo que el frio no es un problema para mí, porque esa noche algo de calor se adhirió a mi garganta. Ella me mira y dice que una vez, en una playa recelosa, sintió  tanto frio que comenzó a temblar descontroladamente. No le respondí. Chico anónimo me abraza y nos unimos a la perfecta hilera de muchachos delicados. Reviso el bolsillo de mi casaca y entonces aparece un sobre de dipirona. Fulminante llamarada sacude mi cabeza. ¿Será esto incertidumbre? El frio me doblegó y caí en los adoquines.

Quiero bailar y bailar, mirar mi reflejo salpicado de banderas, sentir los cuerpos apretujados chocar contra mi espalda. Húmeda cuadratura. Quiero ser plástico, porque solo el plástico es eterno y ahora necesito un poco de eternidad para soportar el frio. Nací libre de ilusión, pero a ratos mi desprecio flaquea. Plástico eres y en plástico te convertirás. Maligna ficción. Río abajo nada se congela, el agua se desborda. Mañana volveré a trabajar a la ferretería, pero en la noche me convertiré en neón. Flores de tela tendrán mi tumba, pétalos acrílicos, tallos de alambre. Quiero bailar k.-pop, electrónica, cumbia, rancheras, axé. Incluso me dejaría atrapar por la cadencia del purrún, solo para alegrar a mi padre.

Si, papá lo sé. El purrún es una danza, nunca un baile. Sí, papá, lo sé. Te prometo que algún día descubriré eso que llaman sagrado.

Me congelaré de hastió antes que la nieve me cercene los dedos.

Quizás debí dejar que la corriente me arrastrara esa vez. Éramos dos en el agua, siempre fuimos dos en el agua. Extendí mi mano, pero no hubo contemplación. Es imposible que los paltos crezcan en el sur, sus hojas no pueden contra la escarcha.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).

Imagen de la cabecera: Solo, de Theophile Emmanuel Duverger (1902).