«Dos autores para entender a la censura» (por Cristian Rodríguez)

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Contra la censura, de J. M. Coetzee.
Debols!llo, Barcelona, 2014. 352 páginas. 

De entre los libros de J. M. Coetzee, Contra la Censura (publicado originalmente en 1996) debe ser el más complejo, el más “académico” de todos, aquel donde cita a Freud, Erasmo y Lacan sin concesiones para el lector común, y donde establece las relaciones más sutiles entre sus capítulos, los cuales pueden leerse como textos autónomos sobre temas tan variados como la pornografía, la literatura y la política, pero también como un diálogo en torno a la locura, las mascaradas, y el doblegamiento de los escritores bajo la gran bota del poder.

En estos ensayos, Coetzee repasa los mecanismos de la censura tanto en Sudáfrica como en la Unión Soviética (y también en Inglaterra), tratando de comprender las sensibilidades que la apoyaron, los nombres tras su intrincado sistema represivo, así como los cambios psicológicos de los autores a la luz de sus obras. Para nosotros –los lectores de Coetzee– se trata del aspecto más interesante de todos, y es que Contra la censura es también el único libro donde, a momentos, Coetzee escribe en primera persona. En ningún otro libro, ni siquiera en Juventud o Infancia, hay pasajes tan íntimos como cuando el novelista confiesa los daños que ha dejado el censor en su yo interno:

“En la insistencia excesiva de la expresión, en la vehemencia, en la exigencia de estar demasiado pendiente de minucias estilísticas, en la relectura y la escritura demasiado elaborada, detecto en mi propio lenguaje la misma patología de la que hablo. Dado que he vivido el apogeo de la censura sudafricana, que he visto sus consecuencias no solo para la carrera de colegas escritores sino para la totalidad del discurso público, y que he sentido en mi interior algunos de sus efectos más secretos y vergonzosos, tengo razones de sobra para creer que lo que infectó a Arenas, Mangakis o Kis, se tratara de lo que se tratase y fuera real o ilusorio, también me ha infectado a mí. Es decir, que este propio texto puede ser una muestra de la clase de discurso paranoide que trata de describir.” (p. 84).

Coetzee convive junto al “parásito” de la censura, el cual logra instalarse en su mente y permanecer bajo la forma de una personificación intimidatoria: mirándolo y cuestionándolo, como una presencia a veces inmóvil, a veces gentil, pero siempre persistente, incluso cuando la censura ya ha desaparecido en Sudáfrica, alrededor del año 1990. Este componente psicológico (la autocensura asimilada, el censor como presencia constante en la soledad del autor) es una idea muy relevante y que vamos a retomar después.

La otra razón para su interés es el análisis al sometimiento de los escritores bajo el ojo censor, o los recursos –a veces superficiales– ante al silenciamiento de sus propias obras. Entre ellos, encontramos a la necesidad de justificación moral, donde se escribe para la supuesta purificación de los hechos narrados (la defensa de Lawrence a El amante de Lady Chatterley como un intento por limpiar la corrupción y volver a la inocencia sexual); el refugio en la metáfora y en el mensaje encriptado (un truco, según afirma, menos efectivo de lo que se cree), y también los extremos del encierro y el castigo durante el régimen soviético. Al respecto, el caso de Ósip Mandelstam es especialmente pavoroso: despojado de sí mismo, castrado en su propia creatividad, es obligado a componer una oda a Stalin sin sentir realmente lo que escribe, sin estar realmente allí, en un estado lindante entre la locura y la alienación.

La única gran omisión del libro (comprensible, porque fue publicado en 1996) es haber subvalorado el silenciamiento desde grupos no gubernamentales: “[…] las prohibiciones aplicadas, abierta o encubiertamente, por organismos privados como editoriales, estudios cinematográficos y cadenas de televisión” (p. 11). De hecho, Coetzee parte ignorando a la censura no estatal para enfocarse sólo en las actitudes paranoicas de los aparatos del Estado. Lo cual es una actitud acorde a su tiempo (la guerra fría aún estaba a las espaldas de la gente). Tras su lectura, uno siente la tentación de aplicarlo a la represión molecular de ciertas opiniones, e incluso palabras, de la actualidad, pero los análisis de Contra la censura merecen ser considerados con cautela. Su alma pertenece casi por completo al siglo veinte. Por eso, es necesario agregar una pieza extra.

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Arden las redes: La poscensura y el nuevo mundo virtual, de Juan Soto Ivars.
Debate, Barcelona, 2017. 288 páginas.

Arden las redes: la poscensura y el nuevo mundo virtual (2017), de Juan Soto Ivars, es un libro muy diferente al de Coetzee. Posee un aparato teórico mucho más sencillo, y privilegia el dato y la anécdota por sobre las disquisiciones en torno a la libertad de expresión. No es un ensayo filosófico, ni tampoco pretende serlo: se trata de una serie de reseñas a figuras públicas, datos históricos y hechos controvertidos, sobre todo de Estados Unidos y España, a modo de ejemplos sobre las nuevas formas de censura en papel y en internet. A pesar de su aparente liviandad, constituye uno de los pocos intentos por ampliar una definición de censura que ya se está quedando corta para abarcar formas de represión cada vez más líquidas, por actualizarla bajo lo que Soto Ivars denomina como la poscensura o censura descentralizada. No tanto desde la conceptualización como desde el estudio de casos y la mirada periodística o fenomenológica. 

La poscensura, según Soto Ivars, vendría siendo una censura ya no vertical, sino horizontal. Una actitud propiciada por colectivos extremistas beneficiados por la validación y la influencia de las redes sociales. El peligro, según su autor, vendría siendo que, al ser una censura inorgánica (carente de leyes e instituciones) resultaría mucho más efectiva, mucho más difícil de identificar y contrarrestar: volviéndola resistente incluso contra las garantías fundamentales del Estado: 

“Si las leyes del Estado garantizan la libertad de expresión, la comunidad buscará formas de hacer pagar por sus palabras a los individuos disolventes. El Estado democrático podrá defender al acusado y repeler las denuncias que caigan sobre él, pero no habrá forma de que un Gobierno o unos jueces eviten el escarnio social. La censura dejará de manifestarse con multas o el secuestro de publicaciones, pero adoptará una nueva forma con la humillación pública. Quien haya violentado a una parte de la comunidad se enfrentará a la arbitrariedad de la furia” (p. 76).

A lo largo de sus páginas, Soto Ivars asocia a la poscensura con todo el espectro político: progresistas, religiosas y antisemitas (aunque uno entiende, entre líneas, que el objetivo principal son los primeros), vinculándola con leyes mordaza, judicialización de opiniones y formas de censuras indirectas (como es el caso del fin del secreto profesional, el cual inhibe la publicación de ciertos textos polémicos). La vieja censura española, afirma, era imperfecta: tenía puntos ciegos y requería de complicidades con el mundo editorial, mientras que la poscensura vendría siendo invisible, impecable, omnipresente. Sus consecuencias serían una larga fila de obras prohibidas y opiniones reprimidas, sin la necesidad de cárceles ni policías secretas: sólo mediante una red de observadores dispersos motivados más por la emoción que por la racionalidad. 

Ahora, la tesis de Soto Ivars plantea una pregunta interesante: ¿se puede hablar de censura descentralizada? ¿Es el deplatforming (el acto de quitar los medios de publicación particulares) equivalente al silenciamiento del gobierno? ¿Es la rabia digital semejante al aparato del Estado o a sus burocracias agónicas tras la guerra fría? El libro pareciera asumir que sí. Los tránsitos naturales entre los ejemplos de censura gubernamental, eclesiástica y privada dan la impresión de que no existe diferencia entre ellas más que su origen o identificación.

Revisando sus métodos, así como su amplitud y gravedad, la verdad es que uno se siente tentado a disentir. Por muy vigiladas que sean, por muy sensibles que se hayan vuelto, uno tiende a inclinarse, más bien, por que la censura estatal y las presiones sociales no son equiparables. La primera implica un riesgo físico inminente, mientras que la segunda sí puede ser desafiada y hasta contestada (aunque su costo sea alto). Así y todo, actualizar el concepto de la censura y llevarlo a prácticas que ya no caben en las burocracias del siglo anterior es un ejercicio audaz e interesante, y que termina por revelar el predominio de un ánimo cancelador que sí posee rasgos comunes con la censura tradicional. 

En ese sentido, uno podría decir que el parentesco entre estas actitudes censuradoras (estatal y descentralizada) es que ambas consiguen un mismo objetivo: tanto la amenaza estatal como la inorgánica logran instalar el “parásito” de la autocensura en el inconsciente de quienes requieren grandes márgenes de libertad (escritores, artistas, filósofos, cineastas, etc.) No por tratarse de seres especiales, sino por jugar con los límites que sus oficios necesitan. Por eso, habrá que interpretar algunos años más tarde cómo es que el “parásito” de la censura (el “yo-espejo” de Coetzee) tuvo efectos inhibidores en el arte y la literatura producto de coerciones no originadas por la ley (funas, señalamientos, escraches, etc.)

Asimismo, si consideramos la permanente actualización de su naturaleza, así como la llegada del fanatismo identitario a ciertas instancias de gobierno (tanto de izquierda como de derecha), uno puede constatar que, basta con que se den las condiciones propicias, para que la poscensura se transforme rápidamente en censura a secas (en ese sentido, Soto Ivars hace una excelente descripción del disgusto colectivo como un espectro que puede cristalizarse, eventualmente, en censura tradicional). Si bien la poscensura (molecular, dispersa) no desea mostrarse y no quiere identificarse a sí misma, uno puede decir que, bajo las condiciones ideales, cae en la tentación de volverse evidente, de transformarse en imposiciones injustificadas y en puro dogma ideológico (normas contra el negacionismo, obligación del lenguaje inclusivo, protocolos de comportamiento, protección contra discursos de odio, etc.) De hecho, la llamada poscensura no existiría, o sería pura rabia inocua, sin su manifestación institucional. Y es justamente gracias a las normas contra la libertad de expresión, a estos descuidos del “poder blando”, que se abre una oportunidad valiosa para hacer un ejercicio más agudo y mejor fundamentado sobre estas nuevas versiones de la «pasión por silenciar».  


Cristian Rodriguez Büchner (Valdivia, 1985). Poeta y narrador. Profesor de lenguaje y Mg. en Literatura Hispanoamericana. Editor y columnista de revistaelipsis.cl. Ha publicado Lluvia de Barro (cuentos, 2012), Caligrafía del Insomnio (poesía, 2017) y 19 poemas (2020). 

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