Los padres compraron
un carrete de fotografías
especialmente
para ese momento:
de las treinta y seis
fotos de treinta y cinco
milímetros sólo diez
salieron nítidas —las
cámaras automáticas
nunca aseguraron nada—
las otras imágenes veladas
o demasiado oscuras.
Se puede ver
un padre
una madre embarazada
un hijo y una hija
nunca salen los cuatro juntos
son siempre tres
o dos
o uno.
Están en un edificio
en sus primeros días
—aún se instalan ventanas
aún falta pasta muro—
es un recorrido por lo que
será el hogar mediante
subsidio habitacional
y crédito hipotecario
—que los acogotará
durante años—
un pequeño
rincón en el
mundo
para
soñar.
Las paredes todavía
exponen ladrillo
y estuco en bruto
sin embargo
ellos sonríen.
Los hijos deambulan
exploran palpan
sus futuros cuartos
ante el vacío ven
un espacio gigantesco
otra cosa será cuando
estén instalados
ahí entenderán que:
la presencia laboral de los padres
será inmediatamente proporcional
a la ausencia familiar:
porque la vida se vuelve
más cara cada día
porque la vida se vuelve
más complicada cada día
después de todo
el verdadero problema
es quién lava los platos.
Sin embargo y
a pesar de todo
ahí están las sonrisas
placa fotosensible:
un álbum como
consigna del tiempo
soñado de la infancia:
un álbum como
BITÁCORA DE AFECTOS.
Recuerdo familiar del block:
la competencia por hacerse notar
la yuxtaposición de la cumbia villera.
Los vidrios retorcidos
rebotan el sonido en el concreto
s e e x p a n d e
secontrae.
Un sonido se distingue
casi un cuchicheo:
el güiro y su siseo.
No extraña
ni un poco
ni el gusto
ni el amor
por ser manada.
Aunque
añora esos años
en que ser manada
lo era todo.
Hoy
cada
cual
se
rasca
con
sus
propias
uñas.
Cuando llega a
la inmunda pocilga
que tiene por refugio
y contempla la
miseria que encierra
piensa que nos mimetizamos
con estas viviendas
y nuestra piel yerta
cae infecta.
Pierdes toda referencia
calles y pasajes iguales
números consecutivos.
La estandarización es
serialidad
continuidad
eternidad.
Todos somos criminales aquí
en la población en la ciudad
en este largo y angosto erial
nadie se salva
absolutamente nadie.
Acá no hay blancas palomas
ni alcanza para ovejas
travestidas de lobo
sólo QUILTROS que devoran
todo en su camino
a sí mismos incluidos:
la única ley que corre
es la del más vivo
más vivaldi
más vivaracho:
la pillería ramplona
como deporte nacional.
Aquí todos somos culpables
cómplices verdugos.
Sólo una cosa debes recordar:
acá estás solo contra todos
contra otros contra todos.
La mano
que tiendas
morderán.
La mano
que tiendas
morderé.
Perra vida de mierda
era la sentencia que
mascaron a diario
solitariamente
abandonados
a su propia suerte.
Unos con ODIO.
Unos con TEDIO.
Unos con RABIA.
Cada uno
en la fila al cadalso
sin notar que algunos
llegaron más rápido
a brazos abiertos
o colgados.
Preferible la incertidumbre de
la nada en su infinita gama
—se decían a sí mismos—
que el desprecio recíproco
y democrático que sentían
y les hacían sentir.
¿Qué hacer con este odio
este tedio esta rabia en un
mundo de apariencias
de carcasas vacías
de sonrisas forzadas
ansiosos del qué dirán?
Convertir
el corazón en
una bomba
de racimo
o en abono
de jazmín:
ser enigma
sin respuesta.
Pablo Molina Guerrero (Viña del Mar, 1989). Cineasta, escritor, esposo, padre. Actualmente reside en Valparaíso. Becario del Fondo del Libro y la Lectura (2019) categoría poesía. Participó del taller de investigación poética de la librería Concreto Azul (2019). Ha escrito para diversas revistas digitales como El Agente Cine, RAM, La Fuga, Valpovisual, Oropel, entre otros. Asfalto (Autoedición, 2021) es su primer libro.