Reseña a «Un brote de álamo en el cemento» de Camilo Muró (por Claudio Guerrero)

Silbar de álamos

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Un brote de álamo en el cemento
Camilo Muró
Ediciones Casa de Barro
San Felipe, 2021
58 páginas

Desde su primer libro publicado hace ya casi dos décadas, el poeta Camilo Muró (San Felipe, 1974) viene desarrollando un sólido trabajo escritural que se sustenta en cuatro publicaciones, todas por la señera Ediciones Casa de Barro, centro editorial que goza de muy buena salud y que todavía se sostiene pese al paso de terremotos, tsunamis, estallidos y pandemias, levitando en una amplia e imprecisa zona regional aunque siempre teniendo como norte la sombra del Aconcagua, y, construyendo a estas alturas un reconocido muestrario de poéticas afincadas en un modo estético de habitar territorios invisibles.

Si en su primer poemario, Álamo (2002), Muró centra su escritura sobre el “crujir tirano de álamos en fuego” (11), y todo el poemario vacila entre el aire acrisolado que llena los pulmones junto al paisaje de la alameda y la amenaza furiosa de la llama incendiada que asola el camino ruralizado manchando de cenizas la celebración del paisaje, en un juego dialéctico de nacimiento y muerte, luminosidad y desesperanza, quietud y cólera, en Mi preterir (2005), en cambio, el segundo libro del poeta aconcagüino, Muró amplía sus registros instaurando una genealogía entroncada no solo en el mundo filial sino que asimismo en el vínculo con el mundo social, a partir de la ironía, la distancia y el tedio, pero también conjugando un intenso amor por el paisaje que habita. Tal vez esta contradicción febril, esta dialéctica entre la aceptación y el rechazo del mundo que puebla llega a un punto de inflexión y madurez en su tercer libro, Ardor en la floresta (2017), luego de doce años de silencio, donde Muró intenta acomodar con paciencia las palabras, las hace decantar y escurrir de modo tal que logra despejar en gran medida muchos de los tormentos expresados en sus dos primeros libros, para dar cabida a una poesía más condensada que ha logrado apaciguar la furia del fuego sobre el paisaje y encontrar tranquilidad “entre las sombras imperecederas de los álamos” (14).

Como coronación de esta trayectoria, tenemos entre manos, finalmente, su recién horneado último libro, Un brote de álamo en el cemento (2021), donde el poeta, de manera renovada y habiendo transitado varios infiernos, vuelve a reverberar a la imperecedera sombra de ese álamo iniciático que marcaba la zona umbrosa por donde todo poeta debe transitar permanentemente: “Me lleno con tanta sombra de álamos a mi espalda / que otro ser me levanta y te escribe” (39). Esta vez, al llenarse por dentro, el poeta vuelve a ver y a escuchar todo con otros ojos, desdoblado, remarcando el silbido de las hojas y detonando el deseo de escribirle a las cosas que rodean el paisaje de realización vital. El sujeto poético, detenido en un tiempo que pareciera transitar lento, reifica de manera incesante el roce de troncos y ramas, la disputa aérea de sus hojas gorgoreando como campanillas, acaso tomando nota de esas melodías, de modo que posibilitase la configuración de un universo sonoro que, ahora sí, aparentemente reconciliado, no es posible calibrar sin el instrumento natural que proporciona el paisaje.

Esta búsqueda de cantos y melodías en consonancia y disonancia con el entorno podríamos señalar que es algo característico de la poesía de Muró. Una música que viene del paisaje, con sonidos de grillos o queltehues, tangos o relatores de fútbol, carretas desvencijadas o campanadas de El Almendral, piedras rodando en un monte o el rumor de una acequia. Todas las formas musicales se interiorizan para asimilarse con el gabinete de trabajo del poeta, repleto de imágenes sopesadas, quietas y prístinas como brotes descubiertos al alero de una mañana luminosa. Una música que deviene paisaje interior arremolinado, inquieto, como con una distancia que pareciera descomprometida, fruto de la observación, pero que termina casi siempre levantando el polvo aposado sobre las cosas: “Acá el sonido de álamos / lleva el latir de los muertos / montados en bicicletas” (36).

Porque para Muró, no basta con la contemplación: la poesía debe enterrar el chuzo en la tierra

Esta actitud observadora no es más que una manera oblicua de acentuar el compromiso con la palabra poética. Porque para Muró, no basta con la contemplación: la poesía debe enterrar el chuzo en la tierra, tiene que revolver su heredad, permitir que de los surcos nazca la palabra. Tiene que ser una piedra lanzada con furia, para que escuchemos la estela de su recorrido: “Te pido un último verso / que no te aburra en el recorrido / y lo sigas como a la piedra que se alza / al zumbido de mi resortera” (43). Asimismo, la poesía entendida como experiencia estética tiene su propio código de conducta: debe transitar por caminos desconocidos, jamás volver atrás ni compadecerse de nadie, y, sin embargo, posibilitar la reafirmación del mundo inmediato circundante: “Estas palabras serán mis pasos / mi preterir, el charqui / y el vino en que las unto” (33).    

La promesa de la palabra poética construye, de esta manera, una disposición del oído y una posición del ojo. Es un medio a través del cual el oído prepara la partitura necesaria, la hoja en blanco o el lienzo sobre el cual recaerá la activa contemplación de un ojo descreído del tono confesional, un ojo que no da crédito a la imagen simple o estereotipada, un ojo que busca el temblor de la resortera, que busca torcer el hastío cotidiano con una belleza que aflora sin la pretensión de la altura, que no busca los altares y las copas de los árboles, sino que los hace descender para construir, en un aquí y ahora, el propio templo que será suficiente e infranqueable, la inmediata zona próxima que posibilita el hecho estético: “Mis palabras serán eso / un nivel a ras de piso / ‘un brote de álamo en el cemento’” (33). Poesía a ras de piso, poesía con los pies en la tierra, poesía que brota de la ruina del paisaje seco, poesía harta del encierro, poesía que tiene que venir de mucho más cerca “con el silbar de los álamos” (44), poesía que todo el tiempo busca levantar la vista, captar lo que trae el viento, cuando las antenas hacen sonar el lenguaje codificado de sus alarmas. En cierto modo reconciliado con sus demonios, despejada la inquietante amenaza de ruidos pasados, en este último libro la poesía de Muró abre nuevos senderos renovando la perspectiva de los tránsitos anteriores, sin perder de vista el murmullo de los álamos fundantes.

 

Claudio Guerrero Valenzuela
Agua Santa, septiembre 2021.


Claudio Guerrero Valenzuela es autor de la plaquette Código menor (2017) y los poemarios Las corrientes luminosas (2020), Pequeños migratorios (2014), El libro de las cosas que se ignoran (2002) y El silencio de esta casa (2000). Ha publicado además el libro de ensayos Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (2017) y es coautor de Tres estudiantes descubren la Odisea de Kazantzakis y exploran la poesía de Kavafis (2000).

Imagen de la cabecera: Fila de álamos cerca de Nuenen, de Vincent van Gogh (1885).