Lo original resulta ser pura mímesis. El rastro de cada día.
Mi padre escribió un cuento que se llama Retrato. Él cree que yo no lo leí y se equivoca. Ese cuento descansaba en el espacio de guardado, bajo el enorme sillón. Rescato el argumento. Un profesor recién egresado se fue a trabajar a un campo muy lejano y allí adoptó a un niño huérfano. Vivian los dos y eran casi felices. Pero el niño creció y apenas cumplió la mayoría de edad se fue de casa. El profesor rural nunca supo dónde huyó su hijo ni por qué se fue. Ni siquiera lo intuía, porque una intuición es algo siquiera, punto suspensivo. Una tarde, ya jubilado, con la vida vieja y la pena endurecida, fue a la ciudad a hacer unas compras. O quizás simplemente quería deambular entre escaparates y transeúntes pálidos. De pronto, tropieza con un antiguo amigo, también profesor y también jubilado. No se habían visto en cuarenta años, desde que egresaron de la escuela Normal de Preceptores. Extrañamente, se reconocieron al instante. Para celebrar el encuentro decidieron ir a beber a un local aledaño a la Feria Pinto. Y allí, al correr las copas, el profesor rural saca una fotografía y la extiende frente a su viejo amigo. En la imagen aparece el hijo, con uniforme escolar. Después le cuenta la historia de su fuga, aunque omite ciertos detalles. El viejo amigo se reconoce en el niño. No hay atisbo de duda. Ese niño era él cuando pequeño. El viejo amigo cree que el profesor rural de alguna forma misteriosa obtuvo esa fotografía e inventó toda la historia. Entonces el encuentro no tiene nada de casual, todo lo contrario.
Palabras más, palaras menos, ese era el cuento. Lo leí hace treinta años. Aunque quizás el argumento dista mucho de mi evocación y yo solo dibujo el círculo. Lo cierto es que papá escribía mucho, demasiado. Escribía en una vieja Olivetti que ni idea dónde está ahora. Aún escribe, por cierto. Yo siempre lo leo a escondidas. Porque papá es olvidadizo y deja sus cosas tiradas por todas partes. Me gusta su escritura, aunque nunca le he dicho que lo he leído y menos que debería publicar. Me gustaría editarlo, pero no creo que me lo permita. Además, no me atrevo a proponérselo porque, como ya dije, se supone que su escritura es desconocida para mí. Sin embargo, a ratos creo que papá sabe que yo sé y por eso derrama sus escritos por los rincones.
Tal vez, como el niño de la fotografía, mi padre solo espera el momento preciso para arrojarse a la marea. Tal vez, yo soy su colega rural e invento una estratagema para encontrarme con él, con su escritura. Recuerdo una vez que íbamos en la carretera, a muy alta velocidad, y mi padre miró de reojo los aromos florecidos esparciéndose sobre el pavimento. Después señaló que los poetas no conocían la mentira ni la desidia, y no volvió a abrir la boca durante el resto del viaje.
Implacable redención.
Ahora creo que mi derrotero será siempre atisbar los letreros de la autopista.
Toda fotografía es mímesis. Unos capítulos más adelante intentaré escribir ese cuento, pero mi letra es opuesta a la letra de mi padre. Me gusta el título, Retrato, porque me gusta revisar fotografías viejas. Mi hermana siempre me envía ese tipo de imágenes por wasap. Yo no tengo aquellas fotos, nunca las tuve. En una imagen aparecemos con mi hermana casi bebés, sentados muy quietos y muy transpirados en un precioso sillón de cuerina rojo. Ese sillón estaba en la casa del fotógrafo y podría jurar que después lo vi en la entrada de una discotheque.
Pudo haber sido otro sillón igual, uno gemelo. Como juegos al pasar.
Le dije a Chico Terruño que tenía una fotografía donde salíamos los dos. La descubrí mientras buscaba material para hacer un portafolio. Es una foto tomada por una cámara análoga. Chico Terruño no me creyó nada. Peñito, no sea mentiroso, contestó y luego me acarició el pelo. Estábamos en su pieza viendo videos K-pop. Chico Terruño dice que el K-pop es muy superior al J-pop. Desde acá propongo un debate entre Chico Terruño y Chico Centenial. Hagan sus puestas. ¿K-pop o J-pop? El asunto es cierto. La foto existe. Fue tomada en el Barcade. Yo iba recién entrando a la Fiesta Brit y siento un flashazo en mi cara. Miro hacia la luz y distingo a un amigo riendo con una cámara análoga en su mano.
Tienes razón: esta escritura es mímesis.
A la semana siguiente, este amigo me manda una captura de pantalla con la foto. Allí aparezco con la cara muy roja y luzco una polera negra que dice Venérea Violenta Ediciones. Atrás, en segundo, plano, asoma claramente Chico Terruño con un jockey blanco, una chaqueta Adidas negra y un collar de perrito ceñido al cuello. Pero en ese entonces no se llamaba Chico Terruño. En ese entonces ni siquiera nos conocíamos.
Ventajas de esta distopía. Las cosas se alejan de mí.
Tengo pocas fotos con mi madre. Pero existe una que siempre visito. La sacamos de noche, antes de salir, cuando mamá dejó el hastío de lado. Nuestro destino era el gimnasio Bernardo O’Higgins. Comenzaban los delirantes años noventa. Recuerdo caminar con la cabeza inclinada y tomar colectivo. El 14. Toda mi vida tomé el colectivo 14. Ahora me veo sentado en el regazo de mi madre. Era primavera, pero en Temuco había temporal. El viaje transcurría lento. Las gotas caían y caían sobre la ventana. Cuando nos bajamos del colectivo, nos atrapó la marea. Y al llegar al O’Higgins, los cuerpos sudorosos nos siguieron atrapando. Tribuna Pacífico. Tanta gente junta, tanto jolgorio. La banda se subió rauda al escenario. Sus instrumentos brillaban con las luces. Corre el telón. Con mamá nos sabíamos todas las canciones. Gritamos, bailamos, se nos cayeron las lágrimas. Mi madre recién había cumplido treinta años. Nunca la había visto tan viva, tan feliz. Justo en la mitad de la tocata me dieron ganas de mear. Así que me fui tropezando, pasando bajo las piernas de los demás feligreses. Me demoré mucho en llegar al baño. Apenas traspasé la puerta, el auxiliar me miró y me preguntó la edad. Le dije que tenía siete años y que andaba con mi madre. El auxiliar me miró y comenzó a hablar de su nieto, como un remolino. Dijo que yo me parecía mucho a su nieto, pero su nieto se había esfumado hace algún tiempo, ahora su rostro estaba impreso en las cajas de leche. Yo meé muy rápido y mientras me lavaba las manos, el auxiliar me besa en la mejilla y después se pone a llorar. Luego, me toma fuerte en sus brazos, La breve ventana queda frente a mis ojos y aprecio el temporal que arrasa con todo. Las ramas de los árboles oscilan y caen estrepitosas. El auxiliar me suelta de pronto y entonces corro en busca de mamá.
Quizás yo soy el nieto. Maldito y peligroso linaje.
Otra vez la música y el humo azul que flota para caer con las luces. Mamá me acaricia, saca un rouge de su cartera y me pinta los labios. Mi cara vuelve al círculo. El vocalista se tira al piso y empieza a mover las caderas. Pero no me preocupo por él. Mi atención la tiene la tecladista de pelo tijereteado y pantalón patas de elefante. Once años después repetí aquel rito con mi madre. Fuimos a ver al mismo grupo, pero ya no al O’Higgins, ahora el recital se efectuaba en el estadio German Becker. Por supuesto, éramos otros. Disfruté la tocata igual que cuando niño, aunque ya no estaba la tecladista igual a Jean Seberg. Un hombre moreno y de ojos dormidos ocupaba ese puesto.
En aquel tiempo mamá lucia el cráneo completamente rapado.
¿Será mi madre Jean Seberg?
En las próximas páginas hablaremos de una fotografía que cae en un enorme charco de agua sucia y mi madre lánguidamente se disuelve en ella, pero no quiero recordarla así, quiero recordarla orillando la costa azul arriba de un hermoso descapotable.
No, mi madre no es Jean Seberg, pero pudo haberlo sido. Mi madre es la hermana gemela de Jean Seberg. Manejar a contracorriente fue su designio.
La cerilla nunca se apagó, la cerilla nunca existió.
Vuelves a estar en lo cierto: este capítulo lo escribió mi padre.
Un anciano camina en dirección a un colegio y al llegar a la entrada exige la presencia del profesor de Lenguaje. En sus manos carga una ruma de papeles de oficio, escritos a máquina. Cuando se presenta el profesor, el anciano le lanza una mirada rabiosa. Luego, le entrega los papeles y le señala que es una novela, que debe revisarla, que confía en su juicio. El profesor no sabe qué decir y antes de abrir la boca observa que el anciano se aleja a paso cansino.
Nunca se volverán a ver.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
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