Palabras como estacas de sentido:
Souza o el Yo que carga la propia casa.
La aparición de estos rostros entre la multitud:
Pétalos sobre una rama negra y húmeda.
(“En una estación del metro”, Ezra Pound)
¿Qué espera un lector al enfrentarse a un texto de título enigmático y que dice ser una novela? Un conjunto de fragmentos por momentos inconexos y formas cambiantes parecidos a poemas ¿Qué se espera de un título que es persona y no historia? ¿Qué esperamos del género y la promesa de un argumento? ¿Por qué esperamos un argumento compuesto de sucesos lineales más o menos concatenados?
Souza (Komorebi 2021), la en apariencia leve primera novela de Nina Avellaneda (1989) es uno de esos proyectos escriturales que nos obligan a hacernos estas preguntas. ¿Se puede contar la historia de una pareja en fragmentos que narren los días banales y planos de unas vidas nada de extraordinarias? ¿Se puede contar una historia sin que en ella suceda algo enérgico que tuerza el rumbo de las cosas y desencadene acciones que muevan a los personajes, sus vidas interiores o los espacios en los que transitan?
Souza es un albañil, hombre de oficio sencillo que en la práctica posee una sensibilidad sofisticada y una especie de “memoria inexplicable”. Como si hubiera sido Otro. Como si fuera efectivamente, a ratos, Otro. Souza el hombre de masculinidad excéntrica que parece no pertenecer a ninguna familia, comunidad o cofradía. Tampoco parece precisarlas. Souza, el trabajador que alfombra departamentos para una gran inmobiliaria y que camina doce cuadras todos los días hasta la micro que lo llevará al otro lado de la ciudad hasta su trabajo. Souza, el esclavo del mercado y su promesa de vida digna, modernidad y progreso. Souza, el que durante ese largo viaje anónimo mira fascinado el gentío y sus rostros. Como si fueran pétalos. Como si fueran apariciones. Como si fueran pétalos sobre una rama negra y húmeda. Souza el que busca entre la muchedumbre para corroborar que no hay ninguna persona igual a la otra en el mundo. ¿O acaso sí la hay?
Y luego está Luiza. La actriz en retirada y sin personaje que quiere ser alguien: aunque sea solo eso, un personaje. Luiza la mujer que cae. La mujer que quiere caer y que hasta en ello fracasa. Luiza la mujer que pende y no termina de soltarse del ombligo suicida. Una actriz o un actor es alguien que en algún sentido se busca en ese desplazamiento, esa transferencia de ser Otro. Ese otrearse que le permite verse mejor desde fuera. Luiza, la algo mayor y cansada actriz se busca en el teatro, pero se encuentra (al menos en parte) en Souza.
Entonces están Souza y Luiza, una pareja sui generis. ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Cómplices? Entre ambos parece no haber comercio sexual, mas sí erótico en un sentido sutil y profundo: vibran con la misma música, con la misma poesía de sus letras. Se estremecen pensando en ese país cálido y “alegremente triste” que es Brasil. Casi una Arcadia, un mito que añoran y al que por poco pertenecen. Se acompañan. Pueden estar juntos en silencio sin necesidad de dar explicaciones. Pueden pedirse los favores más hermosos y terribles (“Souza, me ayudarías a morir?”). Los mece una cierta música de fondo: la poesía y la cadencia de la música brasileña.
La música brasileña y el asunto de los Dobles: porque Gonzaguinha (sí, el compositor y cantante brasileño hijo del también músico Luiz Gonzaga) se parece demasiado a un amigo de Souza (sí, sí… ese mismo, Gonzaguinha, el que murió en un accidente automovilístico). Un amigo de Souza que ha muerto aplastado por un andamio, que es lo mismo que ser muerto por la civilización. Se parecen físicamente. Se parecen hasta en la muerte, ambas halladas sobre el duro asfalto del hormigón con que se construye el futuro y el progreso de otros. Porque mientras Souza y sus compañeros levantan esos nichos gigantes, esas tumbas verticales que habitarán otros, abajo una mujer indigente arrastra un carretón cargado de baratijas inútiles para el mundo. Una mujer lleva a cuestas su propia casa. Una mujer cruza la ciudad, en silencio e invisible como un espectro y carga con su identidad como si fuera chatarra.
La muerte. El suicidio. La desaparición. La marginalidad. El silencio. Y los Dobles. Así transcurre esta novela en saltos temporales y carente de cronología lineal, en escenas repartidas como naipes que debemos ordenar según sea la mano de nuestra lectura.
Luiza, situada ahora presumiblemente en un país Europeo, mira atentamente a una mujer parecida a ella misma en el tren suburbano que toma cada vez que viaja a sus ensayos. En lo que parece una carta o un diálogo mental con su amigo Souza, reflexiona sobre esa aparición a la que contempla como si fuera su espejo:
¿Sabes qué se me ocurrió? Que tal vez el día anterior había desistido de un suicidio y que ahora, agradecida del oportuno arrepentimiento volvía a la vida como quien despierta de una sucesión de noches.
(p. 18)
Las proyecciones del dolor y la inminencia de una tragedia son recurrentes en esta novela de Dobles que por momentos nos confunde. Tal vez porque la identidad constituye justamente una pregunta de respuestas confusas y nada de definitivas. Tal como dice uno de los personajes de esta novela, “¡Qué trabajo ser persona!”. Resulta trabajoso, ciertamente, ser aquí persona, personaje, Otro o Doble.
¡Qué trabajo ser persona!, y pensar que hay quienes se complacen. (…) Lo anterior podría haberlo escrito Luiza desde el extranjero en el reverso de una postal, una confesión sombría seguida de un saludo amoroso. Sin embargo, soy yo quien lo ha escrito…
(p. 39)
Sin embargo, soy yo quien lo ha escrito. ¿Quién es ese “Yo”? ¿Quién habla aquí de pronto? ¿Por qué se excusa por la intromisión? ¿Pide acaso permiso para interrumpir el pacto de lectura? ¿Quién es esta sorpresiva primera persona que no es ni Luiza, ni Souza ni esa tercera persona que reinaba más o menos distante en el relato, al menos en un principio? Esta voz toma de pronto la palabra para confesar que teme por la vida de su personaje. Esta voz quiere que su personaje sobreviva, porque la necesita, porque “necesitamos leer la historia de una mujer que sobrevive”, nos dice. Esta voz admite su propia angustia de ser Otros. Esta voz, presumiblemente mujer, dice haber soñado con haber sido hombre. Esta voz sea acaso la autora que ha roto una regla de oro de la representación literaria, toda vez que cede a la tentación de intervenir en el mundo narrado y de paso auto representarse en él. Y lo hace para revelarnos una noticia terrible: que toda escritura supone el fracaso de la idea de representación. Que todo arte fracasa allí donde pretende levantar su escenario artificioso. Su remedo opaco de lo real. Ese Yo-mujer que sueña que es hombre, sueña incluso que ha sido varios personajes simultáneamente. Pero tras ese estado inefable que es el sueño, tras salir de esa dimensión de lo inexpresable, constata que “escribir es una pérdida”, porque: “Lo que en mi sueño me colmaba, el lenguaje lo fragmenta” (p. 39).
Esa voz sabe que las palabras solo son “estacas de sentido” que intentan afirmar un toldo demasiado frágil que amenaza con volarse. Y esa misma consciencia intuye que debe abandonar el lenguaje. Su sospecha se confirma en la intensa escena del encuentro entre Souza y su Doble: mientras trabaja sobre la losa de uno de los edificios cotidianos, el albañil solo y ensimismado ve de pronto la copia perfecta de sí mismo y se queda por un instante maravillado y atónito. Entonces decide nombrarlo y lo interpela. Pero cuando el habla emerge, cuando el lenguaje se articula y la voz reina, el Doble desparece. Desparece como si se hubiera lanzado al vacío. Las estacas de sentido no han logrado fijar la imagen espectral de sí mismo.
Resulta más o menos evidente que el problema de le identidad y su búsqueda pueden ser nociones para acceder a esta extraña novela. La identidad y por lo tanto, el problema de la pertenencia. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A quiénes pertenezco? ¿Dónde mi lugar? Luiza encuentra una pista de ello en su relación con Souza, pero seguirá buscando nostálgica su comunidad en la familia del teatro, la compañía de actores por la cual abandonará esa otra comunidad mayor e ingrata: la nacional. Tras una precipitada huida, Luiza deja Chile y desde el extranjero le escribirá hermosas y enigmáticas misivas a su amigo albañil. Souza, sin embargo, consistentemente silencioso nunca responderá a ninguna de esas cartas y postales. De nada sirve recordar aquellas íntimas ocasiones en las que elípticamente hablaban de la pertenencia a una familia, por ejemplo. De nada servirá recordar la historia que Souza le contaba a Luiza sobre el accidentado origen de Milton Nascimento (sí, de nuevo un músico brasileño). La historia era sucintamente esta: la madre biológica de Milton, sirvienta de una casa, muere. Tras ello, la familia adoptiva lo lleva donde la abuela biológica. Mucho más tarde, se produce un emotivo reencuentro entre la hermana adoptiva y Milton niño. Etcétera. La familia, los afectos, la contención. Y nuevamente el juego especular: Lila, la madre de Luiza. Lilia, la madre de Milton Nascimento.
La idea del Doble –una constante en este texto- fascina pero también inquieta. La escena se repite de distintas formas a lo largo del relato y es vivida por Souza …como si en lugar de encontrar a un hombre idéntico a sí mismo hubiera cometido un crimen. El delito o la transgresión lo constituye la repetición exacta de lo único. Si eso es posible, entonces ya no hay original. Este muere o desaparece. Ta vez sea por eso que en un momento narratológicamente osado, la voz que organiza estos fragmentos (¿acaso la autora?) presagia que su albañil aspira a la desaparición. No huye, como Luiza hacia el extranjero, hacia mundo del afuera. No, porque la fuga de Souza es hacia dentro.
El personaje de Luiza, en tanto, insinúa que la vida solo es posible en el arte, aún si este supone un fracaso. Souza, en cambio, creer saber que él no es artista y por lo tanto carece de expectativas: para él la vida solo se trata de vivir. Yo no tengo imaginación. Todo lo que sé es lo que vi, recita el albañil en portugués. En tanto Luiza pone en escena, se desdobla y habla por boca de Otros; Souza apenas actúa, apenas habla y más bien “se ocupa” mecánicamente, como buen obrero. Y guarda silencio. Sobre todo eso, calla.
En un hermoso pasaje de la novela, Luiza -o esa otra voz que a ratos se inmiscuye en el relato- vuelve a la idea del silencio como pacto. Vuelve a fantasear con la posibilidad de abandonar las palabras y así tal vez permitir la emergencia del sentido que busca:
Y si dejáramos de hablar. (…) Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa.
Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano.
(…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro me descreo. Cuando escucho pienso.
(…) Qué sería el silencio si dejáramos de hablar.
(p. 27)
Qué sería el silencio sumergido en silencio. Allí donde no existe el lenguaje. Me parece que justo allí tiembla una posible respuesta para las búsquedas ciegas de Souza y de Luiza. Recogerse. Detenerse a escuchar el rumor del mundo tras la cháchara. Acaso no sea allí y entonces cuando ese Doble -que es también el arte dando cuenta de la experiencia humana- nos revele toda su extrañeza y en ello algo cierto de nosotros mismos.
Valdivia, 1º de octubre de 2021, fin de la excepción tras 560 días.
(presentación leída para el lanzamiento de “Souza” en Librería Los Libros del Gato Caulle, viernes 1 de octubre)
Antonia Torres Agüero (Valdivia, 1975). Es escritora, periodista (UACh), Magíster en Literatura Hispanoamericana Contemporánea (UACh) y Dra. en Filología Románica (Dr. der Phil) por la Heinrich-Heine-Universität de Düsseldorf. Sus líneas de investigación académica abordan temas como la memoria en la poesía y la narrativa chilenas de postdictadura, así como cruces interdisciplinarios entre el derecho y la literatura.
Es autora de los libros de poesía Las estaciones Aéreas (Barba de Palo, 1999), Orillas de tránsito (Sec. Reg. Min. Educación, 2003), Inventario de equipaje (Cuarto Propio, 2006), Umzug (Cuarto Propio, 2012), la traducción al alemán de éste último, Mudanza/Umzug (Trad. K. Viseneber, Düsseldorf University Press, 2015) y la antología de su obra, Las secretas costumbres (Aparte, 2020). También ha publicado la novela Las vocales del verano (Random House, 2017) y cuentos en las antologías No te pertenece (Garceta, 2020) y Frontera norte. Antología de narrativa chilena y mexicana (Cinosargo, 2020). Ha obtenido las Becas de Escritura para Cuento (2018) y Ensayo (2021) del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
Actualmente dicta el curso de “Derecho y Literatura” en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile; y es Investigadora Asociada del Proyecto PIA ANID 180005 “Tecnologías políticas de la memoria”. También es autora del estudio Las trampas de la nación. La nación como problema en la poesía chilena de postdictadura (Peter Lang Verlag, 2013).