«La mugre» de Diego Rosas (por Ricardo Herrera Alarcón)

La mugre, de Diego Rosas o las esquirlas de esta pesadilla

OIPLa mugre
Diego Rosas
Editorial Forja
Santiago, 2021
142 páginas.

Mi padre, que aún no resucita, me dijo un día que él pintaba las locomotoras por dentro. Fue fogonero ascendiendo hasta llegar a ser maquinista, en tiempos que los ferrocarriles del estado eran una empresa importante y un destino laboral para jóvenes que venían de abajo, que tenían 6° humanidades (el cuarto medio de hoy) y necesitaban salir a trabajar porque se casaron jóvenes y tuvieron hijos jóvenes, como mis padres. Arsenio me contó ese día que pintaba el alma, no la carcasa, no el maquillaje tiznado del tren a vapor. Eso recordé cuando leí La mugre, del joven escritor Diego Rosas Wellmann, su segundo libro luego de publicar los poemas de Resquemores, el año 2019.

Lo primero que salta a la vista es que nada de los universos aquí narrados nos hace pensar que estamos frente a un poeta que escribe. Y eso es bueno, a mi parecer. Diego cruza la vereda de la poesía a la narrativa sin mirar hacia atrás, sin hacer de su pasado un tema. Nada de Bolaño acá, nada de Vila Matas, nada de Zambra, por nombrar algunos referentes de la metaliteratura en prosa. Pero sí una respiración que, como los dos primeros autores, se aleja del fragmento. Diego quiere contar, viene a contar y para ello se arma con otro ropaje. Cada uno de los ocho cuentos que componen La mugre comienza con el epígrafe de un escritor, que suponemos influencias directas en este libro. Los epígrafes, por orden de aparición, corresponden a: José Saramago, David Foster Wallace, Mariana Enríquez, Roberto Arlt, Diamela Eltit, Nona Fernández, José Donoso y Franz Kafka. Una lectura posible es ver la manera como el epígrafe influye en el texto al que antecede o cómo las estéticas de sus autores condicionan su performance. Pero aventuro que el influjo de muchos de ellos no se hace sentir en la escritura, más allá de proponer la introducción a ciertos temas o anomalías. Me puedo equivocar, pero creo que hay algo que Diego logra y eso es hacer que exista una uniformidad de estilo y un tema central que cruza todo el libro, y que organiza la narración en un universo de gran coherencia interna: el mundo de la psiquis, de las vidas que transitan una realidad perturbada, una sociedad donde las instituciones funcionan en base a la mentira de un bienestar que no es, de una solidaridad que es oropel, de seres humanos reducidos a cifras, vigilancia, control y castigo. De la dificultad que significa respirar en un país como el nuestro, se tratan estos cuentos. De esta clínica siquiátrica llamada Chile.

No pretendo hablar exhaustivamente de todos los relatos que conforman La mugre, más bien me detendré en algunas notas dispersas que fui tomando a medida que leía, citas que suponía refrendaban la tesis que se iba armando en mi cerebro mientras avanzaba en la lectura y que de alguna manera plantee hace un momento. En “Los militantes”, destaqué el siguiente pasaje: “Nosotros conversamos. Preguntamos, tú contestas. Te sugerimos, tú escuchas. Te enseñamos, tú aprendes. Te evaluamos, tú rindes. Te proponemos, tú aceptas. Tú cambias, nosotros nos despedimos. Ese es el circuito”. Foucault, por supuesto y las sociedades disciplinarias: Cárcel, Sename, escuela; Deleuze, por cierto, y las sociedades de control: sicofármacos, tv, consumo. «Los militantes» describe con altas dosis de ironía las formas en las que se intenta disciplinar a jóvenes supuestamente desviados ideológicamente. La tipificación que se hace de cada uno (normal influenciado, pasivo utópico, fascista caótico, nihilista estabilizado o feministo romantizado) nos remite a estereotipos claramente identificables. Más allá de las máscaras, está la sociedad que quiere y que necesita redimir a estos sujetos que representan distintos grados de peligrosidad para el sistema. El pensamiento como un peligro, la diferencia como una bomba de racimo, las ideas como un tumor. Crecí en dictadura, y en la televisión se repetía la idea del enemigo interno, del cáncer marxista que se debía extirpar de raíz. Soy profesor, pero no tengo cara de profesor, he luchado toda mi vida por no parecer profesor. Hace años, muchos años, cuando era joven y disfrutaba hacer clases y me reía haciendo clases y estaba permitido llegar con una tierna resaca a hacer clases, en el liceo donde oficiaba el ministerio docente decía en la puerta de las salas: “Aula N° 1” o “Aula N° 2 o 3 o 4”. Los estudiantes un día pusieron una jota frente a la palabra aula, formando Jaula. Yo me reía cada vez que entraba a esa sala que decía Jaula N° 2 y creía que mi misión era lograr que se transformara en un espacio abierto. No sé si lo lograba, pero tenía la fuerza para intentarlo. Y las ganas. Era pura inocencia, porque raramente se logra. Esa es otra característica de este cuento y todos los cuentos de La mugre: la pérdida total de la inocencia, no importa la edad que tengas, porque siempre la vida acá es la manifestación de lo grotesco, lo contaminado y sucio.

En “Cómo robar películas” se repite una idea que está presente en cierta literatura de sci fi que indaga en la posibilidad de entrar a la mente humana y leer los recuerdos para fines muy diversos, como en el Ubik de Dick, o en Tokio ya no nos quiere, de Loriga, que se publicó antes que Gondry filmara Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, cuyo guión de Charly Kaufman se asemeja a la novela del escritor español en la idea de una sociedad donde se pueden borrar los recuerdos. En “Cómo robar películas”, subrayé la siguiente cita: “Nuestro fin era uno solo; que las víctimas nos obsequiasen –depositando su confianza, y por qué no, también su esperanza- el objeto más preciado y delicado de su mente: las cintas de su memoria”. Supongo que esas cintas de la memoria son a las que quiere acceder todo sicólogo, todo siquiatra, todo sicoanalista y, en el pasado, todo agente de la Stasi, la KGB o la DINA. Guatón Romo fascinado, el Fanta en su paroxismo. Acá, nos explica la narradora, la idea es “transformarse en la aspiradora de lamentos y lectora de las heridas incrustadas en la psiquis “. No me imagino las películas que podrían ver uno de estos agrimensores, estos burócratas kafkianos si entraran en nuestras mentes. La protagonista resiente el cansancio de ver la miseria humana en vhs, se aísla, encuentra sosiego en lo cotidiano: las hojuelas de cereal en la leche, las nervaduras en las hojas de una planta, hacer aseo, alejar los malos pensamientos, alcanzar la inmunidad frente al asco, mientras contempla un arrebol fumando un cigarrillo levemente humedecido.

Todo es vigilancia. En “La estampida”, está nuevamente la idea del censor kafkiano, casi omnipresente, una mezcla de redentor, Testigo de Jehová y policía, que interviene la vida privada de una modesta familia aquejada por la violencia de pareja, el declive en los afectos, la poca o mala educación que han recibido y que permea la relación con sus hijos. Diego Rosas ironiza sobre el rol de los programas de ayuda familiar y salud mental, traspasando la anomalía de los personajes a las instituciones y funcionarios del estado que todo lo trasforman en cifras, en horas, en hojas que se deben firmar para testimonio de las benditas evidencias. Me pregunto en qué momento todo en este país se transformó en evidencias. La directora de la escuela donde trabajo no se cansa de repetir el temita de las evidencias: fotos, planificaciones, videos, donde quede registrado lo que hiciste. Para mí, las evidencias están ligadas a la literatura policial, a la crónica delincuencial. Quizás no se equivoca esta señorona: debemos dejar evidencias, pruebas del delito que cometemos a diario con nuestros estudiantes.

En “El destete” está el complejo de Edipo dibujado en la figura del hombre que empieza a enloquecer luego de perder a su madre y ver en su pareja la extensión de ella. La narradora es una amortajada que cuenta desde su ataúd una historia de manipulación personal y social. De este relato destaqué la siguiente parte: “Sentada me hallo en el hall del Servicio de la Mujer, esperando mi segunda sesión. Cada veinte minutos me trago la saliva, que no es más que el residuo de la angustia acumulada en la lengua, queriendo ser expulsada. Recuerdo cómo en la última conversación la psicóloga me mencionó a más no poder la palabra empatía. Qué palabra más malgastada, pienso. Si hablamos de desgaste del lenguaje, hablamos de empatía”. Me identifico con este pasaje, porque odio esa palabra, odio como la repiten en todas partes, como algunas otras que ya no se puede escuchar sin sentir asco: emprendimiento, se agradece, te tinca, mala política pública, servidor público.

“Siete infantes” es una crónica del fracaso de El Sistema de Protección, una breve película de un halloween criollo, sin dulces y sin travesura. De aquí subrayé el siguiente pasaje, donde Moisés, un joven adicto al juego y las drogas, le habla a la narradora: “-Señorita, la voy a extrañar cuando se vaya. Usted es distinta. Usted sabe que uno tiene que engañar en la vida para conseguir lo que quiere, si después de todo, ahí es cuando la cosa se pone divertida. En la mentira está la verdad señorita, yo sé que usted también lo sabe. En la mentira, dejo mi beso de amor al mundo”.

Diego Rosas es sicólogo y escribe por dentro de la psiquis humana, como mi padre pintaba por dentro el alma de los trenes. Los personajes de sus cuentos parecen seres condenados, experimentos naturalistas que no pueden escapar a las leyes de la herencia y a la sociedad. Idealización de nadie y nada, sistema social al desnudo, La mugre es, a mi parecer, un libro que muestra a los verdaderos protagonistas de nuestra sociedad, esos con los cuales se alimenta la crónica roja: Los otros, los que están dentro de la pantalla, pero que no están dentro de la pantalla, están ahí afuera, vivos, respirando. El resto, tras bambalinas, podemos sentirnos protegidos en nuestros espacios de confort y música para volar.

La mugre me hizo pensar en lo impostado y falsario que puede ser la búsqueda intelectual de la locura cuando no estamos locos; de la intemperie, cuando nos sobra refugio; de la muerte y el suicidio, cuando estamos llenos de vida. Porque esa locura, intemperie y muerte son el destino que nos lee el oráculo de la miseria y la desigualdad. Acá los personajes son seres humanos condenados a vagar como extras de “esta Colosal Super-Producción en la que todos hemos trabajado”, al decir de Cardenal. Espectros de un experimento social que se incubó en la sociedad chilena hace décadas, que la dictadura llevó a su trágica práctica de exterminio y que la derecha y un sector de la centro izquierda han elevado al paroxismo en su afán de privilegios. El resto que se pudra, es la consigna de los últimos 48 años en este país. Y los personajes de La mugre, las esquirlas de esta pesadilla que es la institucionalidad y el poder que nos gobierna.


Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).

Imagen de la cabecera: Cristo desciende a los infiernos (siglo XVI).