Veo el sol ocultándose y el desconocido se pierde tras las dunas. Resplandores mortales aparecen y desaparecen. Amargo designio atraviesa mi cuerpo. ¿Un amante o un amigo? Ahora los zapatos descansan en mis manos. Poco a poco, el miedo desaparece.
Mejores tiempos, los espero.
Extrañamente, en el acantilado.
Prendo cámara. Otra vez frente a la pantalla. Saludo en mapudungún. Me sale bien, resultó fructífero el ensayo. Cada holograma sonríe plásticamente. No quiero más espejos, pero la gente como yo debe obedecer. Ahora intento parecer sereno. Instrucciones para el cuento, instrucciones para la ficción. La sicóloga especialista en género es sintética, demasiado sintética. La sicopedagoga tiene mucho que decir, pero le falta un estribillo. La facilitadora intercultural, lamgen Carolina, me agarró cariño; ni idea por qué, aunque lo sospecho. La mandamás dicta las indicaciones como si fueran una lista de supermercado.
Manos a la obra. Por favor, deja las telenovelas de una vez por todas.
Escritor fantasma de cuentos infantiles con pertinencia cultural. En eso me he convertido. No es mala la pega. El cullín se necesita más que nunca. En mi familia, cullín es la única palabra del mapudungun que logró sobrevivir. Por algo será. Como iba diciendo, no es mala la pega. Uno puede jugar un rato y soltar la muñeca, como dice mi amiga Jean Seberg.
Tremenda poeta es ella. La amo con locura.
Alguna vez señalé que fantaseaba con una noche tropical, pero no es así. Los granizos podrían quitarme el insomnio, las fiebres del insomnio.
Repito: cuentos infantiles con pertinencia cultural. Y pensar que siempre odié el léxico de ONG. No, peor que el léxico de O.N.G es el léxico de Consultora. Miento, peor que el léxico de O. N. G y que el léxico de Consultora es el léxico de la Academia. ¿Tú eres mapuche mapuche o solo escribes como mapuche? Eso me preguntó alguna vez una muy culturosa cuica santiaguina. Ahora que tropiezo con el Ngen Mahuida, me presento omnisciente al Kamarikún y horneo pan y galletas en mis relamidas fabulaciones, se me revela con toda claridad algo que nunca explicaré ni tampoco pretendo escribir. Para otra vez será.
Los dioses jugarán a ganador
Me gusta ser escritor fantasma. Me gusta que mi nombre no aparezca en ninguna parte. Si pudiera volver el tiempo atrás firmaría mis textos con un apellido inventado. Pero no para darme color con el seudónimo, sino para reguardar el anonimato, si es que eso resulta posible. Siempre he sido ingenuo. El tiempo no regresa ni perdona a los caídos. Eternos jueces decidirán el derrotero. Habrá que adecuarse a los nuevos días, a la insoportable vida selfie. Es inútil resignarse. Deseo usar la mascarilla el resto de vida que me queda. No pretendo abandonar esta adorada jaula.
Maldita y bella criatura es el claustro.
Lástima que al ser escritor fantasma de Consultora haya debido renunciar a mis derechos intelectuales. Feliz me hubiera dejado uno de los cuentos. Más de uno, tres para ser exacto. Pero nada que alegar. El pago exige la renuncia.
Durante una reunión, lamgen Carolina señaló que en la cultura mapuche el cuerpo, al morir, vuelve a ser lo que algún día fue. Somos un círculo infinito, irrompible, dijo con voz serena. No estaba equivocada mi teoría de los látigos y las cuadraturas.
Imagino un cumpleaños. Allí, todas las caretas se agolparán frente a mis ojos, todos los embustes combatirán la borrasca. Yo siempre pierdo, pero la fe nunca me abandona.
La montaña nunca me abandona.
Estrella de reality. Esos parecemos. Algunos con más éxito que otros. Historia de una vida frente a las cámaras, ya no ocultas, ahora por voluntad propia. Casi sin pensarlo nos convertimos en gatos de Instagram.
Mi cumpleaños número cuarenta no será en vano. Languidecemos en un mundo de tontos. Mi cumpleaños número cuarenta será la repetición de todos mis cumpleaños. Del primer cumpleaños, donde soplo una empalagosa y derretida vela azul; de mi cumpleaños número siete, allí me regalaron una autopista de autos y yo jugaba cambiando el ensamblaje de las piezas; de mi cumpleaños número quince, donde terminé sangrando bajo una enorme escalera, con convulsiones; de mi cumpleaños número veinticinco, ese fue el mejor, porque la felicidad asomó apenas un instante; de mi cumpleaños número treinta y tres, que resultó un fiasco y terminé demolido en la ciclovía. Y así sucesivamente. Todos los años como el mismo año. La suma de los fracasos y los anhelos, que vendrían siendo la misma cosa.
El párrafo que acabo de escribir es un plagio. Una diva armenia me sopló la idea.
Alguna vez dije que mi abuelo cazaba pájaros. No es cierto. Nunca conocí a mi abuelo, tampoco a mi abuela. Además, los pájaros nunca han sido presa fácil. Lo sé muy bien. Una tarde sofocante, tórrida, el sol golpeaba de lleno en los ventanales del supermercado. Y allí, atrapado en una esquina, el colibrí aleteaba buscando desesperadamente una salida. Pero el pequeño animal no sabe de caprichos. Un niño me apretaba mi mano. La tenía tan helada como si hubiera estado horas bajo el mar. Horas o minutos, la misma cosa. El pajarito era testarudo. La gente miraba atenta el espectáculo. Mi sobrino comienza a llorar. Por los parlantes, la canción se extingue y luego vuelve a la carga, no sé cuántas veces. El colibrí se estrella violentamente contra el vidrio y cae en las baldosas esterilizadas. Pecho frio, cabeza fría. La señora de la limpieza llega al instante y arroja el cuerpo del pichón en un tarro de basura.
Ese pudo ser mi cuento infantil.
El perdedor se queda indefenso.
Hubo un cumpleaños que no quiero repetir. Ese día mi madre me preparó una torta. Parecía un milagro. La recuerdo batiendo la crema chantilly, con un cigarro bailando entre sus labios. Torta de piña y un poco de ceniza. Mi madre nunca aprendió a cocinar. Solo sabía hacer pan. Algo es algo. No recuerdo el sabor de los biscochos. De todos modos agradezco el simulacro.
Estoy exhausto. Son la ocho en punto. Regresaré en un rato más. Los trámites me convocan.
Nueve y cuarto de la noche. Debo terminar este capítulo antes de dormir, antes de intentar dormir, mejor dicho. Les cuento. Ahora, dos veces a la semana, tengo clases de mapudungun por Meet. Chico terruño se ve precioso en su holograma. Lo admito: tomé esta clase para verlo un poco más, para estar con él un rato más.
A veces chico terruño levanta la cabeza y guiña un ojo. Sé que ese gesto es para mí. Yo le mando un wasap diciéndole que si me toco la nariz significa que lo echo de menos, y que si me rasco la oreja significa otra cosa.
Lo pasamos bien en las clases. Algo vamos aprendiendo.
Frías aguas me esperan, carreteras de gran velocidad me esperan. Ojalá pudiera volver a mi cumpleaños número siete, para cambiar las piezas de la pista de autos. Entonces construiría una carretera entre T y N y desde allí hasta desembocar en Vancouver.
Una línea recta. Nada se pierde con intentarlo.
Noche tropical, lluvia dorada.
¿Hagamos juntos el viaje? A ti te hablo. Mírame, estoy frotándome las mejillas.
El pequeño tarro de basura se encuentra colmado de aves silvestres, más muertas que vivas. Sin embargo, no es un tarro de basura. Eso parece, pero en realidad es un cilindro acondicionado, en donde viajan los animales para ser carne de contrabando. Otro cilindro transporta los fulgurantes reptiles, que se asfixian lentamente y pierden sus colas, sus escamas. El tercer bulto corresponde a una bolsa de tocuyo y acarrea lo más valioso.
Todo debe pasar por la aduana. A escondidas, claro. Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Si no escribo me muero de tedio, pero si escribo me mata la rutina.
Aún guardo la pista de autos, al lado de la caja de música. Cacharros infantiles que acaricio cuando se larga la radiante lluvia tropical.
Extrañamente, en el acantilado.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
Imagen de la cabecera: Colibrí y pasionarias de Martin Johnson Heade (1875-87).