«Hombre de Vitruvio» (por Diego Rosas Wellmann)

Temuco es una ciudad de un ánimo apagado y enmudecido.  Era el año 2013. Yo era una versión muy distinta de lo que soy ahora. Opaco y trasnochado, víctima de una constante evitación por mis deberes universitarios, no así de las reuniones con amigos para tomar alcohol, jugar Playstation y hablar estupideces. Era una tarde de invierno, con ese frío seco que reptaba desde cemento, rebotaba por las paredes y nos congelaba la cara. Con Francisco y Diego nos dirigimos al supermercado Santa Isabel de Avenida Caupolicán. Transitábamos por la misma zona que sería el campo de batalla y la intersección predilecta de las manifestaciones del 18 de octubre. Íbamos a comprar un pack de cervezas. Escogimos las latas y nos ubicamos en una de las tantas filas que se armaban en las cajas. Los funcionarios hacían sus mayores esfuerzos por descongestionar la espera.

Se escuchó un ruido, como una explosión. Vimos cómo dos guardias corrieron en dirección hacia los baños públicos. Un humo blanco emanaba desde allí. El barullo inquietó a la gente. En medio de una neblina artificial, vimos que volvieron los agentes de seguridad sosteniendo por ambos brazos a nuestro héroe; un sujeto que parecía bordear los treinta y cinco años, de cabello corto, casi rapado y que vestía una parca gastada, desteñida, como al punto de desquebrajarse. Forcejeaban con él, llegando hasta el punto de arrastrarlo de rodillas, mientras este se sacudía torpemente en un movimiento que buscaba el escape, pero sin la precisión ni fuerza suficientes.

Los intentos por trasladarlo llamaron la atención de los vecinos del sector, los punkis de la plaza del hospital. Aquellos jóvenes que solían ubicarse entre las puertas del supermercado y las bancas de una esquina de la plaza Dagoberto Godoy. Eran conocidos por ocupar su tiempo en machetear, beber, machetear otra vez, para a veces ingresar al recinto, comprar pan, algún embutido o una bolsa de snacks. Se les consideraba como personajes propios del paisaje urbano, pero que ni en pelea de perros los veríamos cuando en el futuro las calles aledañas se adornasen de barricadas.

Entraron dos chicas de cabellos teñidos, jeans rasgados y chaquetas de cuerina. Ambas encararon a los guardias, en un acto de solidaridad que con la lucha de clases nada tenía que ver. Detrás de ellas les siguió un chico maquillado como el guasón, con la pintura seca, partida, desparramada en la cara y el pelo grasiento, peinado hacia atrás. Aquel tridente incitó una discusión con los uniformados, los que pretendieron ignorar sus presencias, pero eso cambió cuando la distancia física se redujo y se vociferó: oye, pero qué te pasa, gil culiao, déjalo solo, si el loco estaba terrible de piola… pá qué te excedí, ah, qué tanta fuerza culiao, ah.

Yo estaba desconcertado. Reconozco que tuve miedo al ver el enfrentamiento de cerca, pero en cuestión de minutos concluí que se trataba de otra pelea de curados, de esas que uno acostumbra ver cuando se calientan los ánimos y que suelen tener desenlaces más ridículos que trágicos. Así lo pensé cuando escuché a una de las chicas decir: te paseo por la que sangro, conchetumadre, haciendo un gesto con sus manos por encima de su pantalón, en su zona genital. Al mismo tiempo, el guasón se abalanzaba sobre uno de los guardias y lo empujaba, con ese ademán de ofrecer combos, de vender el pecho, a lo Gary Medel. Inesperadamente se sumó alguien más al conflicto. Un cliente anónimo equilibró los equipos: tres contra tres. Los guardias hicieron de lado a nuestro héroe y lo arriman en un rincón de la entrada, donde yacía un lote de bolsas de azúcar que él empezó a romper. En medio de provocaciones, se expulsaron a los punkis del lugar, pero con el coste de un combo en la mejilla para el ciudadano que quiso participar. Los hombres cerraron la entrada y como centinelas se quedaron ahí, defendiendo que no regresasen los revoltosos. Nos quedamos encerrados. ¿Te das cuenta que el guasón nos acaba de sitiar, hueón? No podemos salir, dijo el Diego, en un comentario que excedía los parámetros de la lucidez y del humor. Estuvimos más de media hora ahí, varados, escuchando patadas y puños contra las compuertas de vidrio. Nuestro héroe abrió las bolsas, desparramó el contenido y se chupeteó los dedos como si fuesen cóyacs. Las cajas retomaron su ritmo y nos hicieron pasar nuestros productos; doce latas de Escudo y unas papas fritas.

Llegaron los carabineros y fue cosa de minutos para que los punkis corrieran espantados. A nosotros se nos había hecho tarde. Ya estaba oscuro y la micro que nos llevaría a nuestro destino ya no pasaba. Caminamos hasta la salida norte, hasta encontrar un colectivo. Llegamos a la casa y procedimos a lo nuestro. A eso de las 03:00 a.m., ebrios y ociosos, recordamos el incidente en el Santa Isabel. Revisamos Facebook y nos encontramos con una especie de nota periodística en formato de estado. Un medio independiente cubrió lo acontecido. Nos enteramos que los hechos se extendieron más allá de nuestra ausencia. A nuestro héroe lo sacaron del supermercado los carabineros, llevando el espectáculo a otro nivel. Supimos que todo inició con un extintor que se reventó y que la situación acabó en un acto de protesta único; nuestro héroe desnudo y recostado de espaldas sobre el frío cemento de la calle, con las extremidades estiradas, abiertas, simulando la personificación del bosquejo de Da Vinci; un modelo que trascendió la obscenidad de los actos contados para despedirse a lo grande. Ni la helada como dice nuestra gente pudo con él. Qué les esperaría a los pacos, pensé.

¿Cabe alguna duda de por qué me refiero a él como nuestro héroe? Porque fue quien puso en estado de emergencia a un supermercado entero. Los recuerdos se alteran, pero episodios como este son imposibles de borrar. Más aún cuando un desconocido, en un acto desinteresado, pero bizarro, te devuelve lo que te mantiene vivo: la capacidad de asombro. En medio de nuestras desoladas y aburridas tardes de invierno, aquello se agradece.


Diego Rosas Wellmann (Coyhaique, 1993). Psicólogo egresado de la Universidad de La Frontera, con estudios de magíster y especialización en el ámbito jurídico y forense. Publicó su primer libro de poemas Resquemores en el año 2019, bajo la Editorial Bogavantes. Público el libro de cuentos La Mugre en el año 2021. Actualmente colabora en el proyecto literario Revista Ruina y trabaja en el poemario Miel de ópalo.

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