Último día.
Ruego tras ruego, manotazo tras manotazo. He pasado doce años de mi vida en este internado, en esta escuela. Todos los días tropezaba con las mismas caras en el patio, las mismas caras en el aula, las mismas caras en los comedores. No haré una bitácora del destiempo. Solo diré que los reflejos son solo fábulas. Respiro hondo, sonoramente. El aire se hace escaso. O más que escaso, espeso. Mañana el mundo será otro y esa certeza me abruma como me abruma este tumulto de lamentos y caricias. Nada que temer, todo que temer. Hubo un fogonazo y luego la estampida. Entusiasmos y súplicas ruedan por el acantilado. Miro la ventana, buscando un escondrijo donde arrojarme, donde ponerme cabeza abajo. Pero el remedio es peor que el delirio. Huelo pólvora y desdicha. Debo volver a la casa que dejé cuando niño. Con la cabeza rígida, volveré. Esa casa que primero visitaba con devoción y después con una ingrata sensación de pérdida. Regresar a vivir con los padres, regresar a vivir con los hermanos. Regresar. Toda familia es violencia, los vínculos de sangre son violencia. No me despediré de nadie. Actúo guiado por una sofocante entereza. Cierto, mi desdén es mi armadura, mis manos mi perdón. Ahora nada me conmueve. Ni los compañeros que arrancan con las manos temblorosas ni los soldados que nos vigilan en el cuarto de baño. Algunos soldados tienen mi edad. Su ferocidad es producto de su indolencia. Al fin terminó el espectáculo. Otros repartirán las ganancias. Nosotros repartiremos las cenizas. A casa los boletos, a casa los espantos. Estos héroes están fatigados y merecen el consuelo de los caídos. Corrijo: los caídos no merecen consuelo, los caídos merecen la resignación del paraíso.
El autobús se detiene en la calzada. Debo acelerar el tranco.
En casa me esperan con una cena de bienvenida. Esta mesa, donde comemos, es un espejo convexo y los ojos que me miran son también los míos. Pero parece imposible sostenerme en ellos. A pesar que comienza el verano, está lloviendo y los pasos se pierden antes de llegar a puerto. Hoscos, todos dejamos que el reloj avance sin contemplaciones, para así escondernos en el húmedo rincón, en el húmedo cemento. Es perfecta nuestra tregua, perfecta en su malograda dureza. Las tradiciones me asfixian. Quizás exagero, somos una familia cualquiera, intentando sobrevivir en estos tiempos de acero y guillotina. Bocado amargo e impasible. La historia jugará a perdedor. Actuamos como si nada aconteciera y todo semejara un eco que se detiene en la puerta e ingresa de puntillas por los resquicios. No queremos escuchar. Perdimos el don de la palabra. Retorno y huida, así se llamará la película. Y es una película de horror. Fuego en la lengua, una fría sagacidad me atrapa. Aquí no hay resistencia, solo denodado disfraz. Sé que afuera todo es aún peor y que algunos compañeros ya desaparecieron de la faz de la tierra. Nos convertimos en tiernos soldaditos de papel crepé. Por eso, irme a trabajar al campo será mi designio. Única estación de tiro. Allí me quedaré, aguantando la borrasca. Verano fatal. Allí me quedaré, aguantando el desquicio. En algún lugar del tiempo nos cruzaremos. Nosotros, los de antes, nos cruzaremos. Habrá que partir sin timón y sin mácula en la mirada. Habrá que partir lentamente y abrocharse los zapatos en la subterránea madriguera. Pero mis zapatos ya no me acompañan. Mi hogar será el hogar del olvido, mi hogar será el hogar del artificio. En áspera planicie morderemos polvo. Me reconforta saber que nadie recordará mi nombre, nunca. Nadie me reconocerá bajo el luminoso.
Ahora no falta el aire. Es perfecta mi cuadratura. Encontré un pequeño hogar junto al río.
Enormes árboles rodean la escuela y sus hojas pintan de verde la techumbre oxidada. El edificio es viejo, pero se mantiene en relativo buen estado, al igual que mi casa, la casa del profesor. Atrás del colegio se levanta la escarpada montaña y más atrás el volcán nevado. Pareciera que aquí nadie conoce las balas. Pero no hay que convencerse ni pedir indulgencias. Toda quietud es ilusoria y dependiendo de las circunstancias, en cualquier lugar puede suceder cualquier cosa. Eso lo sé muy bien. Sin embargo, ahora el aire es fresco y el perfume de los frutos me reconforta. Es imperioso abrir las aletas de la nariz. En mi única ventana se pudren las ciruelas. Principios de marzo, principios del año escolar. La otra semana llegarán los alumnos, niños de entre seis y quince años. Mañana conoceré a los padres. Así me lo hicieron saber hoy, cuando me visitó el Lonko de la comunidad acompañado de su comitiva. La comitiva: tres hombres silenciosos que nunca me dirigieron la palabra. Supongo que querían conocer al advenedizo, al señorito recién graduado de la Escuela Normal de Preceptores, al peñi que estudió y que nunca pudo ni quiso conocer su lengua. Me visitaron en la casa del profesor, mientras ordenaba mis escasas pertenencias. Fue una fría y recelosa bienvenida. El Lonko acarreaba una gallina muerta entre sus manos y antes de irse la dejó sobre el lavaplatos. Ni idea cómo se despluman las aves. Los animales nunca fueron mis confidentes ni tampoco me cantaron en la madrugada. Preparar clases me produce hastío, pero no volveré a la ciudad, no. Las calles siempre te desorientan en la ciudad. Puro hormigón fueron mis ojos. Un ritual es un páramo. La escuela parece un enorme tablero de ajedrez, donde nadie gana nada.
Esta tierra no es tierra yerma. Soy un animal de costumbre. Estas manos se pierden en el follaje.
No me impresiona el paso del tiempo ni el hastío que causa. Aciaga e implacable es la subsistencia. He engordado de forma elocuente y eso a nadie le importa, menos a mí. Reconozco que al llegar derramé una lágrima de carbón. Mi trabajo, mi encomiable trabajo, consiste en idear un trazado. En la sala de clases la estufa destella pequeñas lenguas de fuego. Cuesta creerlo, pero algo de protección hay aquí. La escarcha cae hasta noviembre y el viento ruge furioso desde la cordillera. Eso me cautiva. Esta furia es un sinsentido, formidable aposento. Mi misión es esperar y esperar. Los niños, los alumnos se muestran atentos, a ratos timoratos y a ratos complacientes. Me costó advertir que en sus casas actúan, por partes iguales, el sosiego y la ferocidad. Sin embargo, todo ocurre entre cuatro paredes. El profesor siempre debe consentir y obedecer. Solo cuando el caso es decisivo uno puede entrometerse. Y yo siempre he fingido candor. Todo, absolutamente todo, ocurrió el primer mes de febrero que pasé en el campo. Desde esa fecha no hubo vuelta atrás. En la sierra, los veranos no son tan inclemente. Es un decir. Una noche brillante, los militares, armados hasta los huesos, ingresaron a la comunidad y secuestraron a la familia de un alumno. Toda la familia. La cara del niño era un témpano de hielo. Tan azul como el cielo de noviembre. No tuve más opción que darle refugio, darle un motivo. Ahora ese alumno es mi hijo, mi insolencia. Vivirá conmigo hasta que mis dientes se caigan, uno a uno. Sé que es solo una pretensión, y sé también que mis anhelos no se sostienen en la nada. El sendero a la cúspide es un niño que juega con una pequeña pelota de trapo cubierta en alquitrán.
Intento maniobrar una vida que no me oprima. Cambian los tiempos, juegos nocturnos. Rescoldo y más rescoldo en el brasero.
Cuando pequeño tuve algo que me arropó, pero lo perdí en el camino. Ahora creo que lo encontré. Solo creo. Mi hijo me llama padre y aunque reconozco ese gesto como un perro reconoce el camino de regreso, no llego a conmoverme. Nuestra vida es vida de rutinas. Entiendo que no digo nada nuevo. Una rutina cambia por otra y así. Las huellas son siempre conocidas, nada escapa de mi control. Nos levantamos temprano y partimos a la escuela, que se encuentra a exactos veinte pasos. Pero cada tranco es una gesta. Estoy seguro que mi hijo extraña a sus padres y sé que algún día los buscará. En la hondonada, los buscará. Ahora somos solo los dos y eso nos mantiene en pie, absolución tras absolución. Al finalizar la jornada volvemos a casa y hacemos fuego. Luego a cocinar, comer, estudiar, leer y finalmente acostarse. Los fines de semana damos paseos por el campo y a veces, pocas veces, visitamos a los vecinos. Nos reciben bien, aunque la sospecha se les nota desde lejos. Huelen nuestro vértigo. Hablamos tan poco con mi niño. Somos pájaros de infundido silencio, aunque los labios de mi hijo imploran mi nombre al amanecer y los míos llaman a los suyos antes de dormir. Gesticulamos tan poco con mi niño. Somos resignadas ovejas camino a la esquila, aunque los pies de mi hijo patean violentos el suelo y los míos intentan mantenerme a flote entre el celaje. Niño mío, no me arrincones, no me desconozcas. Esta vida es lo único que te puedo ofrecer, como un ruego a tu constancia, un homenaje a tus ojos de perdón y suplicio. Mañana desplumarás una gallina frente a la ventana y yo no sabré cocerla a fuego lento. Mi súplica se agita en la cocina, en cada rincón de la cocina. Niño mío, nunca te pediré clemencia.
Pasaban los días. Iba a la ciudad muy rara vez, solo cuando los víveres se hacían demasiado escasos. Mi hijo creció más rápido de lo esperado, todo sucedió más rápido de lo esperado.
Años tras año, golpe tras golpe. Una noche mi niño decidió no ser más mi niño y entonces se arrojó a la neblina. Yo dormía, exhausto. A la mañana siguiente, vi su cama vacía, las sábanas desordenadas. Nunca supe qué pasó por su cabeza y me convencí de aquello. Con las manos en cruz, caí arrodillado en el piso y miré hacia arriba. Todo pudo ser de otra manera, todo pudo ser un mal presagio. No tengo miedo, tampoco frío. Quizás algo de fiebre. No es alivio ni condena aquello que me comprime el pecho. Mi hijo se fue una noche de septiembre. O, tal vez, era finales de octubre. Los días se escabullen tras la montaña. Mi niño se fue, mi confidente se fue. En la ciudad, las patrullas peinan incansablemente las calles, buscando cuerpos amordazados. Mi hijo esquivó ojos asesinos y persiguió helicópteros de camuflaje. Un reloj cae desde el puente. Mi hijo empuñó un yatagán en la equinas más concurrida de la metrópoli y persiguió perros hambrientos. Divago. Mi hijo fue a pescar al río y se arrojó a la vertiginosa corriente. Tal vez, mi niño escaló la montaña y después se dejó arrastrar, con los brazos en cruz. Enloquezco. No, mi hijo yace entre húmedos harapos, sacudiéndose los recuerdos. Lo único verdadero, lo único cierto es que estoy solo. Deberé ir a trabajar y ya nadie rezongará mientras limpio el piso, ya nadie hará un puchero cuando la comida no es de su agrado, ya nadie lustrará mis zapatos los domingos por la tarde. Repito, estoy solo. Aunque de cierta forma siempre lo he estado. Allá afuera todo es un poco más anodino. El paisaje se convierte en una postal. Las patrullas nos escudriñan hasta el último suspiro. Mi hijo tiene la cara pintada y buscará su sangre al otro lado del desierto. Hombre suspendido en la cuerda floja. Los hijos de mi hijo recolectarán cartones en los vertederos municipales.
No pude construir una familia, no quise construir una familia. Mis ojos son un pozo profundo, siempre dispuesto a sortear los guijarros.
Intenté tener una vida común, tranquila. Pero la partida pesa más que el cemento, más que la rabia. Quise enamorarme y simular aquello que todos simulan, pero el empeño no me alcanzó para tanto. Quizás fue desidia, quizás mi mente se negó a la resignación. Sin mi hijo, el fuego no encontró destino, mis manos no encontraron indulgencia. Un vaso y otro vaso en la noche. Así aprendí a vivir. Un vaso y otro vaso, ahora en la mañana. Y mi cuerpo, desolado, quiso oler otros cuerpos, oler otros cariños. Imposible regreso ahora. Algunas noches, cuando la borrachera me arrojaba al desvarío, añoraba la casa de mi familia. Por eso comencé a ir a la ciudad una vez a la semana. Allí visitaba el burdel. Algo de mí estaba en esas calles, algo de mí estaba en esos enormes edificios de hormigón. Una noche, apenas entré en el burdel, me encontré con mi hermana, pero esa es otra historia. Quizás algún día se las cuente, si me alcanza el tiempo y el impulso. Estoy embaucando. No me alcanzará ni el tiempo ni el impulso. Retomo mis fantasías. En el burdel siempre me atendí con la misma jovencita y siempre le mostraba la misma foto de mi hijo. Ella entornaba la mirada y después entraba en acción. Para ella, no había tiempo que perder. Para mí, el tiempo era solo un golpeteo ahogado. Mientras la penetraba, imaginaba a mi niño, ya adulto. Mi hijo montado un recio caballo, mi hijo acarreando sacos de harina, mi hijo desollando un animal muerto, mi hijo vendiendo droga en la calle, mi hijo dirigiendo el tránsito. Solo así me abandonaba en el éxtasis y solo así, casi sin pensarlo, el calendario se arremolinó y la caída no resultó tan violenta. Cada minuto era un manotazo de ahogado. Garganta irritada. Solo alcohol bajando por la faringe. Mi niño, ¿Cómo cambiaron sus ojos? ¿Cambiaron? ¿La grasa se acumulará bajo su cuello? Un vaso y otro vaso. Cada minuto era el manotazo de un condenado al exilio. Un vaso a cada instante.
Un día llegó la hora de jubilar.
Tuve que abandonar la casa del profesor. Gracias a todos los años que trabajé en la escuela pude ahorrar un poco de dinero. Con ese dinero me compré un par de hectáreas en la comunidad y me construí una casa muy pequeña, aunque con dos dormitorios. En uno descansan mis cosas y en el otro descansan las cosas de mi hijo. Los taciturnos obedecemos y la vejez aún sostiene delirios. No he sabido nada de mi niño, no he sabido nada de sus ojos. Casi nada, para ser sincero. Una tarde me visitó un peñi y me dijo que, en un viaje a Santiago, se lo había topado en una esquina, apresando a los vendedores ambulantes. Puede ser. Mi hijo sabe de estrategias y su padecimiento siempre fue un aliciente. Todos los días me levanto temprano. Mala costumbre. Preparo el desayuno, pico leña, reparo los cercos. Antes que oscurezca me pongo a leer y fumo mi pipa. Desde la partida de mi niño, al colegio comenzaron a llegar, una vez al mes, un paquete con diarios amarillentos y revistas añosas. Nunca ha fallado el envío. Por eso, ahora leo las mismas noticias, los mismos quebrantos. Este año ha vuelto la nieve. Siempre es buena el agua. En las noches tengo un sueño impasible. Preparo los tablones para la siembra y mi hijo llega de improviso. Me acerco a abrazarlo, pero no puedo. Entonces, mi niño me apunta con una pistola y se muerde los labios. Se descarga la tormenta eléctrica y nos quedamos estáticos, mirándonos fijamente hasta que sucumbimos frente los truenos. Despierto con la orina humedeciendo el colchón. Ya estoy viejo para aclarar la historia. El peñi que fue a Santiago me dijo que mi hijo trabajaba como guardia de seguridad, en una aséptica sucursal de Bancoestado.
A pesar del otoño, siempre ondean pequeñas hojas en las copas de los árboles.
Visité la ciudad, visité al médico. No tuve más opción Fue una consulta extremadamente rápida, aunque el doctor me ordenó hacer numerosos exámenes. Por supuesto, no me los realizaré. Espero mi muerte entre los cerros. Nada me hará de faltar. Mientras caminaba, un hombre me seguía. Los ancianos nos olemos de lejos, nos identificamos por el rencor. Me quedé quieto frente a una vidriera y allí reconocí sus ojos. No giré la cabeza, seguí caminando hasta llegar a la feria Pinto y entonces entré a un bar. Me arrellané con la cabeza recta y el hombre se sentó junto a mí. Al instante, vino un muchacho y trajo las cervezas. Hicimos un brindis. Las manos nos temblaban, igual que en aquel entonces. Sí, ha pasado mucho tiempo, más de cuarenta años. Aún hay patrullas militares. Ahora se reparten el botín con algunos mezquinos de cara siempre satisfecha. Bebimos pausados. Las úlceras pesan, la espalda estorba. No hablamos mucho. El internado nos marcó a fuego, la Escuela Normal de Preceptores nos marcó a fuego. Recordamos lo que pudimos. Omitimos lo demás. Somos los sobrevivientes de una larga epidemia. Le conté la historia de mi hijo, todo lo que pude contar. No se mostró sorprendido. Es un buen hombre, hombre de familia. Extendí la fotografía frente a sus ojos y la cerveza irritó su garganta. Luego rió estentóreamente. En el internado, todos intercambiábamos todo. Las imágenes corrían entre las manos, las camas no tenían dueño. Cuerpos en penumbra. Estas piernas se encojen irreversibles. Mi niño se encuentra ahora junto a mí. Me acompaña en el bolsillo y después me acompañará cuando llegue la hora proscrita. Mi generación fue arrojada al océano mientras, con los ojos vendados, canteábamos tristes canciones de tormenta y fuego. Cuesta creerlo. Ya nada queda, de nuestro ardor, ya nada queda. Mi amigo, el hombre de familia, se levanta de la mesa, pateando sus desgracias. Lleva la foto de mi hijo entre sus manos.
Dos copas de cerveza se entibian. En la feria Pinto, otro día declina exactamente igual que el anterior. Dejo los lentes sobre la mesa hasta que se empañan por completo.
Es hora de partir. Una carretera de asfalto espera por mis huesos.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).
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