«Historia de un palto» por Pablo Ayenao

Al fin algo de sol. Ha sido una larga noche.

Los niños corren buscando el rotundo vestigio dorado. Amarillo en los ojos, amarillo el grifo del agua. Cuerpos estrechos fragmentados por suaves rayos perpendiculares. Así pasábamos las tardes. Y cuando nos acompañaba el arrebato, caminábamos hasta llegar al río. Entonces, bajo los sauces, comparábamos las cicatrices y los lunares.

Sauces llorones. Amaba esos árboles.

El rio era extremadamente turbio. Hojalatas oxidadas y maquinarias en desuso recubrían su fondo. Debíamos nadar con suma precaución, esquivando los bordes filosos. Luego, ateridos y excitados, volvíamos a escondernos bajo los sauces. Nos besábamos semi ocultos por las ramas que caían como lluvia. Éramos niños y sabíamos jugar al amor eterno. ¿Sientes mis labios en tu boca? Aún nada cambiaba, aún nos alegrábamos los domingos. Peligroso fuego en la garganta. A lo lejos, perdido entre el verdor, asomaba una trepidante locomotora. Nunca olvidaré aquel metálico silbido ni su estela de humo viciado.

Ningún otro árbol tendrá un nombre tan hermoso como el sauce llorón.

En invierno era imposible visitar el río. Por eso miraba el humedal  desde mi dormitorio. El humedal y  los enormes temus que bordeaban el camino. ¿Cómo supe que esos árboles se llamaban temus? Mejor no indagar. Pero hoy no hablaré del humedal, solo quiero evocar un día en que la nieve nos entregó una pequeña tregua. Recuerdo que mi conejo blanco había desaparecido hace unas semanas y mi pena crecía al igual que mi hastío. Ni idea por qué, pero decidí escarbar la tierra mojada. Algo buscaba, algo me estremecía. Retengo, con apremiante precisión, mis uñas negrísimas y el vaho que expulsaba mi boca. Repentinamente, desde el fondo del hueco que cavaba, un reluciente sapo brinca dibujando una medialuna en el aire. Intento atraparlo, pero es en vano. El sapo arranca, se escabulle por las ranuras del cerco.

No, el sapo intentó escapar, pero no pudo. Su cuerpo se hinchó y quedó atrapado entre los tablones. Pensé en ayudarlo y empujarlo con mis dedos. Sin embargo, me paralicé. Preferí acercarme lentamente a la muerte. Mis ojos contemplaron la agonía del sapo hasta que su cuerpo explotó, dejando un olor nauseabundo que aún hoy puedo percibir.

Advierto: no soy Jeffrey Dahmer, pero pude haberlo sido.

Cuando cumplí catorce años coloqué un cuesco de palta dentro de un vaso de agua, sostenido por pequeños ganchitos de madera. Pasaron exactos tres meses y entonces apareció un frágil hilo blanco bajo el hueso. Era la raíz que crecía mansamente. Y después de la raíz apareció el mínimo tronco. Una mañana de primavera sembré el pequeño arbolito al frente de mi casa. Lo cuidaba como se cuidan a los pájaros enfermos. Ese árbol ocupaba toda mi atención. En invierno lo cubrí con plástico, para que las heladas no lo destruyeran. Y no lo destruyeron, pero la humedad lo inundó de moho y finalmente el palto se pudrió.

Yo quería que ese árbol tuviera vástagos y así trasplantarlos. Fue imposible. La familia de paltos se pudrió antes de formar una familia.

Mi padre nunca entendió mi devoción por aquel árbol. Entonces, para enrielarme, compró un canelo y lo plantó en el lugar donde antes estuvo el palto. Este árbol crecerá y crecerá, porque aquí pertenece, no como el frágil brote que tú enterraste; dijo mi padre, mientras palaba y palaba. Creo que nací para correr. Aunque prefieras los bosques foráneos, debes saber que este canelo es tu árbol sagrado y espero que algún día puedas entenderlo; agregó mi padre con las manos oscurecidas por el barro.

Ahora lo entiendo. Sentado en el escritorio, peleando con los apegos y las teclas, lo entiendo.

Malditos y peregrinos ruegos.

Cielo de noviembre.

En mi adolescencia leía a la sombra de un cerezo. Ese cerezo se levantaba al final del cementerio, muy cerca de mi casa. Entrañable paraíso. Para mí eso era felicidad pura. Manos en los bolsillos y un libro en la mochila. Leía y leía, como si fuera la única cosa que haría el resto de mi existencia. Mi pantalón se manchaba de verde y mis manos se acalambraban. Leía chupando el pasto, saboreando la clorofila. Y cuando mis ojos se cansaban de tanta letra, miraba la cancha de futbol colindante y allí permanecía, contemplando las piernas velludas, las espaldas rectas, los brazos torneados. Luego volvía al libro. Las tardes pasaban tan lentas, tan hermosas. Al anochecer, el viento se tonaba espeso y regresaba a casa sorteando los moteados huevos de treile. Según mi abuelo, los huevos de treile eran mucho más sabrosos y nutritivos que los huevos de codorniz.

Nunca probé los huevos de treile.

Por ese entonces yo soñaba con encontrar un pasadizo que uniera mi mente con los ojos de mi abuelo.

Creo que de eso tratan estos signos, de eso trata todo esto.

Una vez visité una casa enorme, señorial, que gozaba de un patio interior. En ese patio interior se alzaba, hierática, una sublime y antiquísima araucaria.

Pero no estaba sola.

Todo partió así.

Fue un  martes lluvioso. Ese día decidí no ir a la universidad. El cine era mi destino. Ansiaba estar solo y ver una película que trataba sobre un padre, una hija, la muerte y las estrellas. Pero no entré al espectáculo. El dinero no me alcanzó. Aún no me alcanza. Mientras miraba los carteles de estreno, un hombre se pegó a mis omóplatos. Usaba una chaqueta de cuero y un pañuelo palestino. Su tono es seco, impersonal. Te ofrezco cien mil pesos si me dejas fotografiarte desnudo, dice saboreando cada letra. Hielo en mi espalda. No, no me interesa; contesto, intentando parecer sereno. Pero el hombre es insistente y sube la apuesta. Te ofrezco ciento cincuenta, nada más; señala muy rápido. Me mantengo en silencio hasta que al fin respondo con un afirmativo movimiento de cabeza. Ahora el hombre camina y yo lo sigo a paso cansino. Fueron solo dos cuadras y nos subimos al auto. Era un moderno escarabajo amarillo. Estarás sin nada de ropa, pero si quieres puedes usar una máscara de Catwoman; indica sonriendo. Las ventanas se humedecían y humedecían. Está bien, está bien; contesto enérgico, aguantando las carcajadas. El auto dobla por avenida Alemania e ingresa en una de esas calles de nombre europeo. Portentoso barrio. La casa, como ya dije, era enorme e imponente. En mitad del salón descansaba una chimenea blanca, de mármol. Mis ojos recorren asombrados los cuadros que tapizaban las paredes. Cuadros de marco dorado e imágenes de unicornios. Gloria y arcoíris. Frente al sillón victoriano asomaba un gigantesco y desnudo ventanal. Ese ventanal constituía la puerta de acceso al patio interior. Y allí, en medio de la cuadratura, se alzaba la araucaria. Pero ese árbol no atrapó mi atención. Existía algo más. Bajo la araucaria yacía una impecable jaula de cristal y, dentro de la transparencia, agazapado, vivía un magnífico gallo rojo con las alas recortadas. Es mi mascota, asevera el hombre. No sé qué pensar. Abro el ventanal y camino hacia la jaula. Reparo en una abertura, un perfecto rectángulo con barrotes de metal y cerradura dorada. Por allí entra el aire, y por allí también le doy comida y limpio sus excrementos; expresa el hombre. Toco el cristal, pero el gallo parece muerto. Quiero escapar, sin embargo, mi curiosidad siempre ha sido mi mejor compañera. ¿Por qué vives con un gallo enjaulado?, interrogo. Es lo único que tengo, reconoce el hombre. Luego, prende un cigarro y me toma firme del brazo. El dormitorio nos espera, el negocio nos espera. Al llegar, el hombre abre el closet y me pasa el dinero. Lo guardo en mi bolsillo y comienzo a quitarme la ropa, prenda por prenda. Cuando estoy desnudo, me coloco la máscara de Catwoman que descansaba sobre la cama. Siento los flashes en mi cuerpo. Pienso en mi madre y los flashes que ella tuvo que soportar. El humo del cigarro asciende recto. Mastúrbate; ordena el hombre. Soy un sapo a punto de desfallecer. Cielo de verano. Necesito fotos con el pene erecto, las necesito urgente; ruega el hombre. La máscara me asfixia y no hay remedio para eso.

Mientras me masturbo, en mi mente resuena el canto del gallo enjaulado. Fastuoso sauce llorón. En la casa de mi abuelo también existía un gallo. Se llamaba Jacinto. Recuerdo que su cresta era casi tan roja como los ojos de mi conejo. Nada me avergüenza ahora. ¿Si te ofrezco cien mil pesos más te puedo penetrar, aunque sea un momento?- arremete el hombre. La cadencia del galló parece estallar en mi cabeza. Un libro es un destierro. Súbitamente, el hombre deja de tomar fotografías y vuelve al closet. A continuación, arroja un manojo de billetes azules en el piso alfombrado. No me pienso sacar la máscara, contesto al fin. Cariño, solo déjame adorarte, señala el hombre tiernamente. Y recuerda, no debes decir que me quieres– agrega, mostrando su blanquísima dentadura.

Era de noche cuando me despedí de la araucaria. Noche fresca, sin toque de queda. Caminé hasta la casa de chico terruño. A veces la vida no es un valle de lágrimas. Nos tumbamos en la hierba y chico terruño comienza a nombrar las constelaciones, una por una. Pero yo no puedo mirar las estrellas, yo solo puedo observar el limonero que se levanta a un costado de la reja.

Pero no era un limonero, era un palto.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), y la novela Memoria de la Carne (2015).

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