Engancho cada extremo a un árbol y me tiendo justo en medio. Persigo serena despedida, sin decir adiós ni regreso. El viento sacude las pocas hebras que aún permanecen. Sueño con una resplandeciente carretera de alta velocidad.
Muta mi aliento, mutan mis deseos. Un niño llora desde el fondo del autobús.
Todos los jueves por la tarde me tiendo en el enorme sillón de guardado, y con una manzana en la mano, veo un programa de tevé que trata sobre viviendas y decoración. Todo transcurre en Vancouver, Canadá. La idea es extremadamente simple. Un matrimonio, casi siempre matrimonio, llama a un agente inmobiliario y a una diseñadora de interiores. El agente inmobiliario le muestra casas actuales y modernas a la siempre vibrante pareja, al mismo tiempo que la decoradora de interiores restaura la antigua morada, para dejarla más hermosa y funcional.
Problemas del primer mundo.
La palabra funcional la repiten hasta el hartazgo. También la palabra almacenamiento, la palabra lavadero y la palabra recibidor.
¿El resultado? A veces, la siempre vibrante pareja decide comprar una flamante casa nueva, y otras veces resuelven encadenarse a los recuerdos que atesora el recién renovado hogar. Eso también lo repiten mucho: estamos construyendo recuerdos, la casa son sus memorias. Casas viejas, pero ultra remozadas. Techumbres tan altas. Casas que en Chile pasarían por sofisticadas mansiones. Jardines tan perfectos. Casas preciosas como de catálogo con piscina temperada y formidable bañera de hidromasaje. Vancouver posee un clima parecido al de Temuko, pero es aún más frío. Aunque allá no se pasa frío, porque calientan todos los ambientes con radiadores a gas.
No parece contaminado Vancouver. De las copas de los árboles saltan ardillas y uno puede encontrarse mapaches en los parques. Yo no puedo dejar de pensar en Vancouver con sus montañas imponentes, sus bahías mansas, sus ríos ondulantes, sus playas con troncos recortados y sus calles espaciosas y arboladas. ¿Cómo habría sido mi vida si hubiera nacido en Vancouver?
Columbia británica. La ciudad inventada.
¿Estaré viejo para comenzar otro derrotero en otra ciudad? O como dice ese poema que amo con locura: la vida que aquí desperdiciaste la desperdiciaste en todo el mundo. No revisaré en mi biblioteca si la cita es correcta. Es correcta porque así la recuerdo.
Ilusión de otra casa, ilusión de otro cuerpo. La ilusión de otra vida es lo que me mantiene absorto en la tele contemplando Vívala o véndala: Vancouver.
Una ciudad donde nadie me conozca y donde no conozca a nadie.
Mi casa en Vancouver sería un hermoso y recién pintado bungaló de postguerra. O quizás, una majestuosa residencia colonial levantada a punta de ladrillos blancos. Mejor aún: mi casa ostentará un estilo craftsman con vigas a la vista y porche de madera rústica.
La arena de la playa de Vancouver no es original, viajó desde lejos al igual que los tatarabuelos de los millennials que ahora buscan casas. ¿Y los habitantes originarios de la bahía? Exterminio y usurpación, nada nuevo. En Vancouver es común que las parejas sean parejas de hombres o de mujeres, incluso una vez mostraron a una pareja compuesta por tres personas. Nadie se escandaliza. O sea, se escandalizan por el papel mural amarillento, o por el cielo raso erosionado, o por los pisos de vinilo. Esas cosas son muy alarmantes en Vancouver.
Anoche le escribí un wasap a un amigo diciéndole que podríamos irnos a vivir a Vancouver, porque allá la vida es tan bella y tan plácida. Siempre serás un indio arribista, contestó, medio en broma medio en serio. Su respuesta me pareció más que acertada.
Mi casa propia se escabulle entre papeles y subsidios, y créditos inalcanzables.
Te falta sufrir. Te falta perder.
Nací en una casa estrecha y fría. En realidad, en el segundo piso de una casa estrecha y fría. Mis padres arrendaban ese espacio y solo una escalera me separaba de los demás inquilinos. La dueña de la casa se llamaba Domitila y otro día hablaré de ella, porque ella se merece un libro entero, o un poema narrativo de esos que tanto me gusta escribir. ¿De verdad me gusta escribir o la vida ya me pasó por encima? Pitrufquén se llama mi pueblo natal. No guardo tantas imágenes de esa casa, menos de las que quisiera. Si recuerdo el inmenso patio colmado de árboles. Existía un cerezo, una araucaria, un damasco y un parrón que nos regalaba sombra en las tardes calurosas. Atrás del parrón se levantaba una bodega donde alguna vez una mano tapó mi boca. Pero esa es otra historia que, puntos más puntos menos, ya la conté. Hasta los cinco años viví allí. Los días de lluvia vigilaba por el ventanal, esperando a mis hermanos. Aún los aguardo. Igual de ansioso, igual de fatigado. Durante los veranos recorría el antejardín de norte a sur, plantando frutillas con la señora Domitila. Y todos los domingos íbamos a misa. Al anochecer, un pequeño ratón salía del hueco que estaba al lado de mi cama y partía rumbo a la cocinilla. Pobre rata. En esa casa siempre faltaba comida.
Un día de enero abandonamos Pitrufquén. Temuko era nuestro destino. En Temuko nos esperaba la casa propia, el sueño de la casa propia. Los niños pueden ir a la universidad en Temuko, repetía mamá. La universidad: camino sin señalética. Mi abuelo nos acompañó en la mudanza. ¿Dónde está enterrado mi abuelo? Siempre confundo su tumba con la tumba de mi abuela ¿Cuál yace en el lado derecho? ¿Cuál yace en el lado izquierdo? Con mi abuelo íbamos en la cabina del camión. Su mano no taponeaba mi boca. Por la radio, sonaba una sugestiva balada de Marta Sánchez. Era una voz desconocida por mí. Era una voz tan masculina y viril ¿Qué año sería? ¿El 87? ¿El 88? Sí, era principios del 88.
Marta, escucha, te hablo a ti . Siempre serás la diva suprema, mi intuición y mi látigo.
La casa de Temuko era una vivienda social. Aún las designan así. En el minúsculo patio no se podía plantar absolutamente nada. Aquel fue mi último verano, el último destierro. Después vino la aborrecible escuela. Todo lo que escribo empieza y termina en la aborrecible escuela. Por la ventana del único dormitorio se dibujaba la pampa Ganaderos. En esa pampa brillaba un hermoso humedal, que años más tarde fue secado para construir más casas. Ya no viviendas sociales. Ahora eran casas pensadas en la siempre pujante clase media. Adoré Temuko, odié Temuko. En Temuko, las calles desiertas me cobijaban. En Temuko, mi madre y su tedio me cobijaban. Siempre encontré una subterránea madriguera en Temuko.
La escalera de la casa propia nunca fue mi amiga. Pisaba sus peldaños tan fuerte que las rodillas resultaban adoloridas. Durante veinticinco años, o quizás un poco más, subí y bajé esa escalera al menos diez veces al día. Una noche, en mi actual y transitoria morada, bajé la escalera como si fuera la escalera de aquella entrañable vivienda social. Ya era tarde cuando advertí mi error. Tirado en el suelo, trataba de entender. Le mandé un mensaje de voz a una amiga contándole esta anécdota y ella, imperturbable, me señaló: te olvidas que el cuerpo tiene memoria, el cuerpo nunca olvida. Yo pensé en memoria muscular, en una fría y prodigiosa memoria muscular. Me pareció un lindo título para una trilogía.
Sí, una trilogía. Podríamos ser tres en Vancouver. Podríamos vivir en una casa junto al río. El muchacho de bigote y casaca de mezclilla que aparece en mis sueños y la muchacha de melena oscura que lo acompaña. Y yo, por supuesto. Los tres compartiendo una cama enorme, la más enorme de Vancouver. Cada domingo visitaríamos el cementerio y arrojaríamos flores a los sepulcros. A mi padre que yace en la parte derecha del nicho y a mi madre que aún intenta descansar a su lado. Todas las malditas noches abriremos una botella de vino. O dos, o tres. Para ser felices un rato, para amarnos más.
¿Vámonos a Vancouver? ¿Otra vida en otro país? ¿Perdamos la intimidad? Si no les interesa Vancouver podríamos instalarnos más al sur ¿Les gustaría Astoria, en Oregón? Viviríamos en una preciosa casa con ático y montaríamos en bicicleta bordeando el Pacífico. Incluso podríamos buscar un tesoro en Astoria. Joyas y más joyas en la canasta. ¿Se imaginan? Seremos viajeros que otean el horizonte con un catalejo de cristal. Corazón ilusionado, pobre corazón.
Píntalo todo de plata. Mañana nos arrojaremos a la corriente.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).