Los dolores se acrecientan durante la noche. Un hormigueo en el brazo izquierdo, el corazón que se acelera, opresión en el centro del estómago. Todo culmina con un fogonazo eléctrico que me sacude frenéticamente. Pierdo la conciencia unos minutos. Supongo que son unos minutos. Soberbio y relamido black out. No hay forma de recuperar el sueño perdido.
A la mañana siguiente, el sol se filtra por las cortinas. Quizás fue solo un artificio. No existe nada peor que la luz.
Tras el ventanal se dibuja la montaña.
Mi caminar no es recto. Avanzo siempre a tientas. Los motores arrancan y la subida me parece cada vez más escarpada. Necesito un respingo. Proyectos y pensamientos, dice el inefable Ronny, que está próximo a emprender nuevos rumbos. ¿Por qué la gente que uno quiere se va de Temuco? Aún atesoran ilusiones, algo de oxígeno. Bebo por ellos, por su devoción que es aún devota. Temuco es un pantano, escribe Felipe, en un rotundo poema. Y tiene razón. No prospera la belleza en veinticinco segundos, no prospera la belleza en la resurrección. Mi eterna cómplice Jean Seberg también emigra, ahora enfrentará sus temblores en un enorme puerto repleto de hormigón.
Toda romería es extravío. Se extinguen los buscadores de promesas.
Punto en el horizonte. Punto ciego.
Se me fue el punto, señaló mi madre un día. El único día que la vi tejer. Ella no prodigaba excesos ni compasión. Así te recuerdo. Era solo ella y su célebre pasado. Esa tarde tejió un rato en la playa, antes del aguacero. Mi madre decía que tejer no era algo digno. Tampoco era digno cocinar ni caminar hasta el supermercado. Las estrellas no se manchan las manos, las estrellas no se quitan los guantes. Mi madre nunca compró nada, nunca supo de dinero ni de rebajas. A los cinco años yo debía ir al negocio para apertrecharnos de cigarrillos y dipironas. Artículos de primera necesidad. Por ese entonces amaba la nuca despoblada de mi madre, amaba su pelo inexistente y las canciones de Shenna Easton que cantaba en su inglés champurreado. Nadie hablaba inglés en mi familia. Ahora, dedicados, aprenden mapudungun por internet (mi padre, mis hermanas, mi sobrino). Todas las malditas noches dormía junto a mi madre, Jean Seberg. Dormía acariciando su cabeza desnuda y después le acariciaba sus abombados pechos. Al instante, los pezones se elevaban sensitivos. Jean Seberg reía y me ordenaba cambiar el canal de la televisión, la luz de la televisión. Lo que más extraño es el olor que emanaba de su piel. ¿Será verdad que uno se enamora por el olor? Si es así, yo amaba a mi madre con locura. La amaba sin razón ni indulgencia.
Jean Seberg siempre fue un delirio.
Aún busco el olor de mi madre entre mis sábanas. Suplico su perdón, su cariño. Aún busco el olor de mi madre entre todas las sábanas del mundo.
Indolente geografía. La cordillera me aplasta.
A un costado de la cama descansaba un portarretrato esmaltado. Allí aparecíamos mi madre y yo. Ella con su risita torcida, yo entornando los ojos. Unos años después cargaba aquella fotografía en el bolsillo de mi pantalón de colegio. Durante los recreos, sacaba la imagen y la contemplaba durante breves minutos. Siempre busqué la forma. Un rezo, un homenaje. Fecunda y maligna divinidad. Una mañana, cuando mis dedos recorrían la sonrisa torcida de Jean Seberg, se acerca un muchacho mayor, que lucía un sombrero de marinero y una cincha blanca en la cintura. Los uniformes me dan pánico, los marineros me dan pánico. El celador me quita la fotografía y sale disparado, furibundo. Ardor en los dedos, ardor en las mejillas. El muchacho se detiene frente a un charco de agua y arroja la fotografía en ella. A continuación, gira la cabeza un momento y luego vuelve a correr. Camino en dirección al charco de agua y con un lápiz trato de rescatar la imagen. Es imposible, los costados se disuelven para nunca volver a unirse. Siento carcajadas tras mi espalda, carcajadas que ascienden en espiral. De pronto, aparece otra vez el celador y ahora me arroja al charco de agua, con todas sus fuerzas. Estoy mojado hasta los huesos. Adoro la humedad, lo viscoso. Me levanto en cámara lenta y decido besar mis labios, besar mi reflejo, como lo hizo mi madre en una vieja trampa de celuloide.
Pero eso sucedió unos años después.
Este capítulo es el más dolorido, por eso el relato se desbanda. Corre por su cuenta, naufraga sin mi comparecencia.
Retomo la historia. El portarretrato esmaltado, que descansaba junto a la cama, quedaba perpendicular a mis ojos, pero en ese entonces no me emocionaba la imagen congelada al futuro. Me contemplación se detenía en el entrañable reflejo del vidrio. Allí, a media luz, asomaba Jean Seberg con la frente perlada de sudor, luciendo una bella camisola turquesa que le regaló mi padre una navidad. La única navidad en que estuvimos todos juntos. Antes que los labios de mi hermano se volvieran azules.
Con mi madre éramos casi felices, tiernos hasta la tosquedad.
Estas letras son solo melancolía.
¿Alguna vez tuvimos sueños? ¿Qué ambicionábamos en la infancia?
Mi levedad era el reflejo del autorretrato. Hay días en que la ceguera me atrapa. Mi infancia fue la muerte de mi madre. No existieron barbitúricos ni autos abandonados en plena carretera. Jean Seberg se disparó en su nuca despoblada, una noche tibia y brillante. Explico algunas cosas. Sentí a mi madre levantarse y bajar la escalera lentamente, respirando en cada peldaño. Yo aguardaba su regreso en la cama, tocando el dorso de mis muslos, ahogando los quejidos. Jean Seberg flotaba esquivando la madera, esquivando los baldosines. Nunca supe dónde estuvo escondida la pistola. Solo había dipironas y más dipironas en el botiquín. La televisión emitía estática y un murciélago se coló por el entretecho. Volaba en círculos, rodeando la lámpara de vidrio esmerilado. Grito con todas mis fuerzas, a todo pulmón, y entonces el trueno removió furiosamente la ventana. Pero fue solo un instante, un segundo que se alarga hasta el día de hoy. Bajo la escalera corriendo, en pijamas, a oscuras. El corazón sale de mi boca. Los vecinos derrumban la puerta de entrada, yo no fui capaz de abrirla. Juro que vi un monstruo arriba de mi cabeza, un hermoso monstruo de terciopelo rojo. No hablo del murciélago, eso fue solo el preludio. Muerdo mis brazos hasta que se la piel se rasga, se entumece. Nocturna piedad. Escucho alboroto en el baño, gritos y quejas, palpitaciones. Me arrellano en el enorme sofá de las revistas, y me pongo a jugar con una naranja. La lanzaba hacia arriba y luego la atrapaba en el aire.
Así estuve hasta que amaneció. Decidí quedarme en un rincón neutral.
El monstruo se sentó a mi lado y me besó las orejas. Yo acaricié su dulce armadura de terciopelo. Es imposible descartar la mitad del amor.
Allá afuera todo el mundo va armado.
Pero existió un indicio, una sospecha. Entonces cerré los párpados y oculte la sobriedad. En el entresueño aparecía mi madre desnuda, recostada en la tina. Su piel trigueña contrastaba con la blancura de la loza. Parecía sosegada, impávida. No había rastro de sangre. Solo resplandecía una pequeña piedra azul que Jean Seberg aprisionaba en su puño derecho. Dedos afilados, uñas impecables de manicure. Mi madre murió como mueren las estrellas. Por eso, siempre repetiré a quién quiera escucharme: soy el hijo de Jean Seberg. Nada ni nadie me detendrá. Mi madre es una supernova y su estela está aquí tecleando conmigo. Sí, su estela me acompaña mientras voy al doctor por enésima vez, su estela me acompañas cuando el tedio quema este aborrecible corazón que tengo.
Mi enfermedad y la enfermedad de mi madre son solo cándidas ficciones producidas por el espanto y la vanidad.
Luz roja, sol ardiente. Vehículos militares nos rodean en la carretera. Algunos aún pertenecemos a las panteras negras. Mi piel semeja mínimos puntos ciegos que chispean bajo el agua. Amanecer sin Jean Seberg. Mi madre fue una revolucionaria. Para salvar su vida tuvo que simular pertenecer a una familia, a mí familia. Aparentar que tenía hijos. Y lo más difícil, fingir que los quería.
No era buena actriz. Pero su boca siempre será mi boca. Amarga estrella, inmolada frente al espejo biselado.
Ese día en la playa, Jean Seberg alcanzó a tejerme una bufanda. Ella decía que se le iban los puntos, una y otra vez. Pero sus palabras eran una estratagema para tenerme a sus pies. Escuchándola era imposible entrar en el receloso oleaje.
Con ella no corría ningún peligro.
Viviré en la montaña, aunque soy animal de pradera. Obstinada e impasible genealogía. Sierra adentro cazaré reptiles exóticos. Sin embargo, como bien saben ustedes, no existe forma de recuperar la fastuosa vida perdida. Jean Seberg siempre en mi fantasía, mi madre siempre en mi mente.
Un cuerpo flota a la deriva. Los labios parecen más fríos que la piedra que empuñaba Jean Seberg. Todo culmina con un fogonazo eléctrico que me sacude frenéticamente. Pierdo la conciencia unos minutos.
Supongo que son unos minutos. Soberbio y relamido black out.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).