Leí Las flores del mal en mí adolescencia. Quería, en ese tiempo, que mi vida fuera la vida de un escritor: una persona al margen de convenciones sociales, un revolucionario que se transforma a sí mismo y al mundo a través de las palabras. Pretendía ser un poeta y mis modelos eran Huidobro, algunos poetas chinos, Teillier, Lihn, los latinoamericanos que escribían poesía social, como Rugama, Cardenal, Dalton; algo de Pablo de Rokha y su antología 41 poetas jóvenes de Chile. Leía a la generación del 38, del 50, 60, NN. Quería ser poeta y vivir como poeta, que para mi mente adolescente era nunca envejecer, que el amor y no el dinero motivara mis acciones, nunca hacer daño o traicionar a un semejante. Quería pasar las tardes viendo pasar las nubes o sentado en una plaza con un libro abierto y unos niños, que fácilmente podrían ser míos, corriendo por ahí. Y una mujer. Eso era siempre la poesía para mí: una mujer atrás de un vidrio empañado.
Leí Pequeños poemas en prosa bastantes años después. Vivía en Carahue y no quería por nada del mundo ser un escritor autobiográfico. No quería, en realidad, ser un escritor, que para mí en esa época era ser un fracasado, un abismo que se traga una vida. En contra de eso comencé a escribir un libro titulado Carahue es China, donde pretendía huir del concepto de aldea que me rodeaba. Vivía en un pueblo no tan pequeño y había cultivado una imagen de poeta marginal que me disgustaba. Desde ese tiempo a esta hora no he cambiado tanto. La poesía es mi manera de estar solo, creo que dice Pessoa. Y ese era mi arte, desaparecer, como los personajes de Vila Matas. A favor del paisaje interior, en contra de la idea de Carahue que tenían mis amigos, escribí ese texto (un antihomenaje al comunismo y un fomenaje a la posmodernidad) del que en una de sus versiones puse unos versos de El Spleen de París, unos versos que servían de epígrafe a un poema que luego saqué del libro. Los versos de Baudelaire decían “los chinos ven la hora en el ojo de los gatos”. Y como señalaba Jorge Torres, el epígrafe era mejor que el poema, así que epígrafe y poema se fueron. “Donde quiera que sea fuera del mundo”, (en la versión de Pablo Oyarzún), que Teillier traduce como “en cualquier lugar fuera del mundo”, es uno de mis textos favoritos de El Spleen…: “esta vida es un hospital en que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama”, para señalar más tarde: “A mí me parece que estaría siempre bien donde no estoy, y esta cuestión de mudanza es una de las que discuto sin cesar con mi alma”. Ese era mi lugar mientras escribía: el sector Pink Floyd de Aristóteles España en Materia de eliminación, donde “hay una señorita/ muy oscura/ que trabaja con un Sujeto Poético”.
Baudelaire no es un trasfondo de ese libro. Pero Pequeños poemas en prosa sí lo es. No soy hijo de Baudelaire. No me siento heredero de ningún malditismo, “ni milito bajo ninguna bandera”. Soy de izquierda, por cierto, lo que es más o menos obvio si vives en un país pobre y explotado donde los pungas y la clase política hablan en singular, sin pronunciar las eses. Un país que vive bajo lo efecto de una mala droga, un prensado tóxico, lejano lo más al buen hachís. Donde palabras horripilantes como empoderado, emprendedor, proactivo, se repiten minuto a minuto como si se estuviera recitando un mantra.
Ahora leo El poema del hachís (Alquimia, 2016), que originalmente es una parte de Los paraísos artificiales. Lo leo con la confianza de revisitar un clásico, sin el engrupimiento de la adolescencia pero con la sospecha de escuchar al culpable de mucho de los estereotipos que actualmente se tienen sobre el oficio, esa palabra que huele a prostíbulo y cinturón de castidad.
Recuerdo que cuando terminaba la universidad en Valdivia, algunos profesores nos recomendaron dos libros que consideraban esenciales para entender la poesía. Uno era Estructura de la lírica moderna, de Hugo Friedrich; el otro De Baudelaire al surrealismo, de Marcel Raymond. Fotocopié los libros y me los llevé a mi estadía de meses (que se hicieron casi tres años) en San Felipe. En los dos libros Baudelaire era siempre el primero, el árbol del cual se desprenden las ramas Rimbaud, Lautremond, Mallarmé. Su carácter contradictorio y anarquista lo hace decir “Digo ¡viva la revolución! Igual que diría ¡viva la destrucción, ¡viva la penitencia!, ¡viva el castigo!, ¡viva la muerte!. No sólo sería feliz como víctima; no me desagradaría hacer el papel de verdugo, para sentir la revolución desde ambos lados”, porque Baudelaire es, desde siempre, el escritor incómodo para cualquier poder, el genio alcoholizado siempre al borde del abismo. Y su vida el resumen de “una ética del provocador”, al decir de Benjamin.
Pero la droga es una cárcel, advierte, y nada nuevo te entrega que ya no esté en ti: es así como un artista podrá beneficiarse de sus efectos (…)
Todo El poema del hachís, es una reflexión sobre la droga y sus relaciones con el ser humano y la creación, desde sus orígenes como Cananabis Indica en Oriente e India, pasando por sus efectos universalmente conocidos (alegría inmoderada, bienestar, plenitud de vida, sueño equívoco, ensueños, exacerbación de los sentidos, entre otros). La “afición al infinito” que las personas poseen y que se manifiesta en ciertos días, donde, según el autor francés “el hombre se despierta con un gesto juvenil y robusto”, preso de (o liberado por) una dicha que no se sabe de dónde viene, pero que intuye “desgraciadamente rara y pasajera”, se transforma en la búsqueda de la droga como fuente de restitución de esos estados de plenitud que lo liberan “de las densas tinieblas de la existencia cotidiana”. No existe apología de la droga. Baudelaire le llama veneno y advierte, en no pocas páginas, sobre los peligros que conlleva su consumo, comparándola con un lento suicidio. Pero si bien las tres primeras partes del texto son, en palabras del mismo autor “una monografía abreviada de la embriaguez”, en la sección cuarta (titulada “El hombre de Dios”) se entrega en detalle a una reflexión sobre la moral del hachís que actúa sobre el cuerpo, sí, pero fundamentalmente sobre el espíritu. El personaje que Baudelaire encarnó en su propia vida se nos revela en su admiración por Poe y los que arriesgan su existencia en el consumo, al contrario de los moralistas o temerosos. Pero la droga es una cárcel, advierte, y nada nuevo te entrega que ya no esté en ti: es así como un artista podrá beneficiarse de sus efectos toda vez que lo conecta con una realidad interior ya desarrollada que a su vez hace de puente con el mundo exterior y el posible hecho estético. Citando las Confesiones, de De Quincey, señala que la droga “excita al hombre en vez de adormecerlo, pero solo lo excita estimulando aquello que ya está presente en él”. Las posibilidades de la creación, de alguna manera, se exacerbarían con el consumo pero cuidado que “reflexionar infatigablemente largas horas con la atención fija en alguna cita pueril en el margen o en el texto de un libro, permanecer absorto la mayor parte de un día de verano ante los contornos de una sombra extravagante que se alarga oblicua sobre el papel pintado de las paredes o sobre el piso, pasar una noche entera mirando la recta llama de una lámpara o las brasas del hogar, soñar días enteros con el aroma de una flor, repetir de un manera monótona alguna palabra” no necesariamente son estados que precedan a alguna iluminación. Baudelaire, el moralista, asoma hacia el final del libro de una manera más radical que los juicios éticos que se deslizan esporádicamente en páginas anteriores, porque la creación, parece decirnos, no puede estar supeditada a la esclavitud de sustancia cualquiera. Drogarse para restituir el paraíso perdido no parece ser una actitud que acomode al autor de El pintor de la vida moderna, porque “no está el hombre tan abandonado, tan privado de medios honrados para ganarse el cielo, que se vea obligado a recurrir a la farmacia y a la hechicería; no necesita vender su alma para pagar las embriagadoras caricias y la amistad de los huríes (…) nosotros, poetas y filósofos, hemos regenerado nuestra alma con el trabajo continuo y con la contemplación; hemos creado para nuestro recreo un jardín de verdadera hermosura con el ejercicio asiduo de la voluntad y la nobleza permanente de la intención. Confiando en la palabra que dice que la fe mueve montañas, hemos realizado el único milagro para el cual Dios nos ha concedido licencia”.
El padre de la poesía moderna, de muchas de nuestras malditas concepciones sobre literatura y vida, azota su látigo y desde el más allá expulsa, de manera espléndida, a los mercaderes del templo: solo algunos tipos malintencionados en un bar de ficción, donde se dicen cosas que parecen venir desde lo oscuro.
Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).