Cierto poeta chileno —de cuyo nombre prefiero no acordarme— publicó un poema de su autoría titulado “Leyendo a Horacio en el Sena” en una revista alternativa que circulaba en un barrio marginal de Santiago durante la dictadura de Pin8, y que un amigo patiperro me trajo a Curicó. El mensaje funcionaba; si bien los efectos pasaban inadvertidos, en algún momento harían mella. Acaso tan enigmático poeta se encontraba de paso por París cuando escribió esos versos o quizás dicho texto lo provocó una fantasía, un deseo no resuelto, o vaya uno a saber qué cosas. El hecho de leer al latino universal en un determinado sitio devenía, para nuestro vate, en asunto trascendental. Uno podría suponer que para él no era lo mismo leer un libro a las orillas del Mapocho o del Tinguiririca o del Lontué, que leerlo bajo el puente de un río europeo de fama mundial. Ahora bien, si es verdad que se encontraba en Francia, quiso dejar constancia de ello en un escrito, su testimonio lírico.
Y ya se sabe que el poder siempre lo ostenta el que maneja los negocios de la forma opuesta a como los manejaría el huasito literatoso, ese rebelde sin otra causa como no sea la de sus arrebatos
Indudablemente, el suceso conmueve en más de un sentido, y este humilde servidor se preguntó si es en verdad relevante visibilizar situaciones de esta índole. La respuesta es un SÍ tajante. Incluso la Academia sabe que la gente que escribe pretende remarcar el paisaje que habita —ya sea temporal o permanentemente— así sea nominándolo. Sin embargo, tuve que reconocer, mucho tiempo después, que algo cambió en mí cuando me enfrenté al poema “Leyendo a Horacio en el Sena”; mis concepciones de humillación se estaban activando de modo vital si tomaba en cuenta que yo me pasaba jornadas enteras en el río de mi ciudad al que iba a leer —o a terminar de leer— alguno que otro libro, y a escribir mis propias elucubraciones. Estoy hablando de un río que por no provenir directamente de la cordillera ni siquiera es un río sino un riachuelo al que por mera petulancia de poeta llamo “río” porque suena más bonito y tiene más onda. Me refiero al Guaiquillo, ese estero melancólico pero siempre verde que otrora fue un balneario popular y que nunca ha dejado de ser un refugio de estudiantes cimarreros, amantes ocasionales, pescadores de poca monta y de busquillas caídos al litro y a la contemplación, entre otras criaturas sospechosas. El río de Curicó en su humilde inmensidad, poco menos que un orfanato natural de vagabundos y extraviados, tan alejado de la Urbe que ostenta el poder y sus alusiones al éxito y, por ende, al desconcierto. Así es la interacción humana —supongo— y cada cual aporta lo suyo, de acuerdo a sus intereses y/o relaciones con la política vigente. Y ya se sabe que el poder siempre lo ostenta el que maneja los negocios de la forma opuesta a como los manejaría el huasito literatoso, ese rebelde sin otra causa como no sea la de sus arrebatos, y por la que le otorgan de cuando en cuando una beca, o un significativo segundo premio en concursillos convocados por la capital del reino, o le dan un diploma de finalista en la fiesta no de los que sobran sino de los que son invitados pero con su pero…
De golpe aprendemos que pese a cualquier disquisición lingüística, lo importante para un escritor es la creación en su más amplio espectro, independientemente del punto geográfico en el que lo haga. Una perogrullada que hoy me hace lloriquear de la pura emoción y que me hizo constatar que muchos anti-centralistas lo son porque el CENTRO, así con mayúsculas, no los ha pescado. Otra perogrullada, sólo que ésta me hace reír.
“Pero las inseguridades son para sortearlas” deduje a pito de nada durante una mañana de caña viva, y quise escribir una fábula al respecto, cuyos primeros párrafos olvidé, entre una idea y otra. A fin de cuentas, somos animales más de ideas que de costumbres —por más que la tradición sostenga lo contrario—. De tanto ponerme en los zapatos de mi prójimo, mi forma de caminar no me convirtió en un ciudadano con sueños que ocultar. Antes por el contrario, fui un sedentario fiel —avergonzado y a la vez orgulloso de serlo—; me creí Scheherazade en su versión varonil y chilensis recitándole a mi rey imaginario mis ocurrencias, para salvarme más de la vida que de la muerte, en realidad. Y como el adolescente aplicado que fui, leía los poemas de Jorge Teillier a escondidas y me mataba y maravillaba —casi literalmente— esa atmósfera de irrealidad que les infundía. Había un tren fantasma al que el porro del curso podía subirse a fin de transformarse en un escolar romanticote, una cantina sin hora de cierre en la noche sureña y a la que se entraba con los amigos muertos y los amigos vivos, una muchacha que iba recogiendo las monedas que los afuerinos borrachos perdían sobre el asfalto. Y había, además, una brisa que era metáfora de sí misma. La aldea era cantada y cualquiera reconocía esa melodía porque era la melodía de la infancia ancestral —una infancia que era, valga la paradoja, única en su fugacidad y su misterio—. El Príncipe lautarino nos estaba invitando a ser provincianos indómitos, y muchos no sólo aceptamos el reto sino que lo asumimos estoicamente con el propósito de retar a los que nos pisaban los talones.
En resumen, he pretendido siempre situar geográficamente mis poemas y mis cuentos, quiero que tengan olor a niebla y remolino, y a ocio del bueno, y esto lo trasunto como un acto de amor. Quiero que se note el lugar desde donde nacieron mis obsesiones, y por eso ando preguntando constantemente qué cosas son exclusivas de Curicó. Es así como he poblado mi obra de un cerro llamado Condell, de intersecciones de esquinas y de personajes y de coordenadas que sólo un curicano de tomo y lomo reconocería.
Aunque también podría ponerme cursi y proclamar que mi verdadero territorio concierne a la dimensión de los asuntos espirituales y que me muevo a tientas entre las paredes de la inconmensurable soledad humana y que el misterio cósmico y sus destellos definen por completo mi destino… pero me asaltan, por enésima vez, las mismas viejas dudas y a la vez las mismas viejas convicciones.
Al punto, algunos recibirán la inspiración desde sus palacetes, otros desde sus mazmorras; atrincherados en un torrente mágico o en algún café a la moda de la metrópolis. Cansados y perplejos, los unos y los otros levantarán sus coplas y sus himnos, a modo de trofeo. A mí déjenme los sauces, los gorriones y las lamas del Guaiquillo, sus cangrejos deslucidos y sus ánimas. Me muero si no respiro en sus orillas de tanto en tanto, si no bebo un merlot del Maule con las patas en el agua escribiendo mis impresiones en un cuaderno destartalado y cumpliendo a cabalidad la única misión que me he autoimpuesto: no tener ninguna misión en la vida. VALE.
Américo Reyes Vera (Curicó, 1960). Fue finalista del Premio Municipal de Literatura de Santiago el año 2016, con su libro El Confesionario, y con Black Waters City obtuvo el Premio Mejores Obras Literarias 2019, del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Obras Editadas, Poesía.
Es autor, además, de Los poemas plumaveral (Curicó, 1992), Boleros son boleros (Santiago, 1995), El centinela y su cántaro (Curicó, 2010), Que los cuerpos cumplan su destino (Santiago, 2012), El flautista (Valparaíso, 2017) y Canto en el canto (Curicó, 2021).
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