El cuerpo amado (por Pablo Ayenao)

 

En algún arenal, en algún tiempo nos creímos irreducibles. Retratos de niños, luces en el horizonte. Eterno el rencor, irascible la máquina que asedia. Es un mundo candoroso, evidentemente solitario.

Ferrocarril de mediatarde. Itinerario maltrecho.

Percibo una detonación que ilumina todo de pronto, una detonación como un enorme meteorito que circunda impasible el estanque de barro. Luego, la fastidiosa e inmortal oscuridad, acompañada siempre de mandatos imposibles. Habrá que prepararse para la decisiva hambruna. Cazar ratones y despellejarlos al caer la noche. Sirenas en reclusión. Romper el agua congelada y arrancar tubérculos de una cosecha engañosa. Armonías en suspenso. Repartirnos los roñosos mendrugos de pan y sorber el dorado cáliz de leche agria.

Panorama desolado, ropa olvidada.

No se extinguen nunca los estruendos. Pólvora en el aire, pólvora por doquier. Arcadia renacida, un millón de años luz. Perfecta es la hilera que atraviesa el follaje y desemboca en la isla achurada.

Ahora me convertiré en el hombre escafandra, en un inefable personaje de revistas de moda.

Sucedió el primero de enero. No existe peor día. A las doce en punto comenzaron los fuegos artificiales. Estábamos todos. Éramos cuatro, a decir verdad. Jean Seberg riendo y aclamando feliz, su mano se entrelazaba con la mano de su hija.  Mi padre sermoneándome directo al corazón herido. Luces de colores, lo pasé fatal. Odiaba aquel humo pestilente y los burlescos gritos infantiles. Siempre que el cielo se ilumina ocurre una desgracia, pensaba entonces. La brisa del verano erizaba la piel y yo ansiaba un abrazo. Descarga tras descarga, los oídos zumbaban. Pero nada que hacer. Año nuevo, es obligación ser feliz por un rato. El inmenso pájaro de fuego despliega sus alas. En sinuosa procesión caen lentejuelas de colores apócrifos. El fulgor ilumina las casas pobres, casas de población. La copa de agua, que se alzaba al final del humedal, parece bambolearse con cada ramalazo. Nadie piensa en los animales, nadie piensa en la tristeza de los animales.

La tarde siguiente caminamos hasta la piscina municipal. Mi padre no quiso acompañarnos. Él decía que el año nuevo comenzaba en junio. Y no se equivocaba. Al traspasar las enormes puertas de latón, con mi hermana y con Jean Seberg nos aprestamos a disfrutar del soleado día. Toallas lanudas, gente linda, risas exageradas. Siempre es necesario comenzar el año flotando, decía Jean Seberg. Con mi hermana éramos expertos y audaces nadadores, amábamos el agua y sus meandros. Jean Seberg siempre se colocaba una polera en la cara, para así evitar el sol y las arrugas. Y quizás por eso, mi madre no advirtió inmediatamente los consternados gritos de auxilio. Yo sí, yo lo vi todo. Creo que mi hermana también. Un muchacho albino corría despreocupado por la orilla de la piscina. Aquel arrojo estaba prohibido, por eso el salvavidas hizo sonar su pito, dos veces. Pfiiiiiii, Pfiiiiii. El muchacho albino, entonces, gira su robusto cuerpo, todo el cuerpo. Pero el suelo mojado es siempre traidor. Imposible confiar en lo viscoso. Nudo ciego, falsario. El muchacho albino cae pesadamente y su cabeza golpea el canto de piedra. A continuación, se hunde en la vibrante piscina. Burbujas en ascenso, luz vertical. Nos cercan cantos abisales  El muchacho albino comienza a ahogarse. No existe conciencia ni percepción. La brisa apura, la melancolía apura. El salvavidas se arroja al agua y logra rescatar al muchacho. Todo sucedió en un minuto. El corte en la cabeza es profundo, la sangre brota incesante. Nadie sabe muy bien qué hacer. El muchacho albino va cambiando de color, sus mejillas ya no semejan nieve. Puro silencio, pura tristeza. Veo a Jean Seberg agitando frenéticamente sus manos. Debemos salir de la cuadratura. Momentos antes, un siglo antes, con mi hermana jugábamos a atrapar una pequeña piedra azul. Manuela la lanzaba lejos y después, en fugaz competencia, debíamos bucear y bucear hasta encontrarla. Nada de eso pudo seguir sucediendo. El muchacho albino no reaccionaba a los primeros auxilios, el muchacho albino cesó de sangrar. Su cuerpo se detuvo. La piscina permaneció cerrada durante toda una semana. En casa, papá pidió hasta los más mínimos detalles, pero nadie quiso hablar. La muerte de los otros es importante. Algunos ganarán, otros perderán. Aférrate a esa sensación.

¿Por qué existen personas que nunca han escuchado el silbido de una bala? ¿Por qué existen personas que nunca han contemplado el brillo de un escalpelo a través del cerrojo?

Lo que un día aspiramos se extravió durante la tarde, los malignos presagios de la tarde.

Recuerdo otras hogueras. La cinta retrocede.

Nunca probé la leche que Jean Seberg dejaba sobre la mesa. No soy esa clase de persona que toma desayuno. Jean Seberg remoloneaba hasta mediodía. Mi hermana hacía exactamente lo mismo. Yo abandonaba la casa muy temprano y corriendo llegaba al colegio. Siempre, pero siempre estaba oscuro. Por eso, miraba el cielo atravesado por unas preciosas luces tubulares. Cerca de casa se había instalado una fastuosa discotheque llamada Papú. En su delirio de grandeza, los dueños decidieron colocar dos enormes focos en la entrada del recinto, dos enormes focos que apuntaban al cielo y allí quedaban, flotando a la deriva. La primera vez que divisé esos resplandores supe que algo funesto iba a suceder.

No equivoqué el pronóstico.

Llovió mucho durante la noche. El acceso al colegio estaba completamente inundado. Los estudiantes, y también los profesores, debíamos ingresar al vetusto edificio por el patio de gravilla.  Hace poco volví a esa escuela. Allí me parapeté, inmóvil. Un anciano perseguía mis pasos, sacudiendo una novela en su mano derecha. Pero yo no quería leerla, porque esos papeles narraban algo que no debía saber. Las abdicaciones, los indicios, la opacidad. Calma, prosigo con la historia. Bostezo hondamente, entorno los ojos, espero un minuto para atravesar la calle y alcanzar el patio de gravilla. Pero no soy el único. Reinaldo, el niño más pequeño del salón, me acompañaba. Esto último no ha cambiado. Reinaldo es impetuoso y, apretando los hombros, acelera hasta llegar al otro frente. Yo sabía que algo marchaba horrible. Algunos nacimos para cantar boleros. Con las manos en cruz y la mirada perdida, Reinaldo resolvió desandar lo andado, descorrer lo corrido. Ni idea por qué hizo eso. La película aún no termina, la canción aún no termina. A un metro de mi nariz, Reinaldo fue embestido por una flamante camioneta blanca, montañera. No escribiré los rotundos detalles. Aún hoy no soy capaz de hacerlo y es probable que nunca encuentre la valentía necesaria. A la mañana siguiente, un pupitre ferozmente vacío, una animita en árido desierto. Todo el curso agitando un cirio en la mano derecha. Nadie debía pronunciar palabra. Inmóviles, el dolor yacía suspendido, irremediablemente amurallado. La profesora dejó de revisarnos los piojos, esa fue su última derrota. Un maldito semáforo se instaló justo en la esquina, pero nadie lo prestaba atención. La escuela siguió inundándose, año tras año. Aguas servidas en los comedores, aguas servidas en todas partes.

De la vida de Reinaldo poco sé, poco supe. Pero él murió frente a mis ojos y allí quedó congelado, como solo los niños pueden hacerlo.

Niños muertos.

Existió otro deslumbramiento, el último. Era interminable aquella madrugada en donde llovían disparos y fluorescencias. Humo hacia el sur. Por supuesto, aquella pirotecnia no era propia de las fechas jubilosas, no. Eran otros fuegos que, según señaló mi padre, avisaban que penetraba la droga, a raudales. Yo no sabía qué significaba la palabra droga, aunque suponía que algo se relacionaba con las dipironas que Jean Seberg se tragaba a puñados. Parece utopía. Luces en el cielo, el cielo a tiros. Pura droga y al otro día, en la playa, el muchacho de pelo ensortijado no encuentra una mano que lo salve del remolino. Un casi niño, un casi adulto atrapado en la vertiginosa e invencible corriente. Agua de mar, quizás agua de río. Nunca agua de lago, nunca agua de piscina. El cuerpo amado, un hermético cilindro de pólvora arrojado al cielo con un moribundo sapo prisionero en su interior. Esta historia ya la referí en otro capítulo. Pero hubo algo que no dije. Se los contaré, entonces, antes que me arrepienta. Existieron unos labios gruesos que se tornaron azules. Tan azules como la piedra que aún hoy baila en el cuello de mi hermana. Existieron unos labios gruesos y temblorosos, idénticos a los míos.

Fuimos tres. Luego dos. Y, finalmente, tres de nuevo.

Una escuela sumergida en mierda, la hermosa playa de aerolitos volcánicos, el afilado ribete de hormigón. Majestuosas luces, nunca se apagaron; majestuosas luces, nunca se apagarán.

Impávido crece el enigma del amor.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).

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