Por la ventana del bus se filtra el rotundo aguacero. Los viajes me fatigan, me ponen de mal humor. Ya no sé fingir recogimiento. Es más, creo que nunca aprendí. A mi lado, la mujer se enrosca en rojo terciopelo. Parece feliz, o al menos satisfecha. Ahora, una exquisita película de Abel Ferrada transcurre frente a mis ojos. Escucho formidables estertores, puertas ovaladas que abren y cierran, inconfesables boleros de medianoche. Pronto comenzará el melancólico regocijo y yo solo anhelo dormir.
Atrápenme si desfallezco, si caigo desnudo en fosa abisal.
Me gustaría escribir sobre una playa sosegada y un actor shakespereano correteando entre el whisky y la arena. O sobre una robusta mujer que espía a la manada de hombres que hacen el amor entre las rocas. Pero no, es imposible. Rebusco un lugar en el cielo. Y siempre termino escribiendo sobre unas huesudas manos que se sostienen irascibles, mientras atraviesan la traicionera e inmutable pista de hielo. Voy a procurar un mezquino adelanto. A nadie le importa este oasis moribundo. En el futuro escribiré sobre asesinos en serie que escapan parapetándose en gasolineras y moteles. Tabernas donde la gente baila sola y bebe aún más sola, pobres gentes que atrapan el destiempo de una noche siempre agónica.
En medio del el bosque he enfrentado mis miedos.
Al fin arribamos a Puerto Iglesias. Me arrellano en el frio stand. La gente ronda, hojea los libros, intenta ser amable. Nadie compra nada. Oculto mis ojos en el celular. Si no existiera ese magnífico aparato me encontraría en justo desamparo. La mujer que me acompaña, la mujer que yo acompaño, hace vida social. Ya no parece satisfecha, sino plena. ¿Por qué existen personas amigables? ¿Cómo lo hacen? Yo prefiero escribir, cortar estratagemas y pegar conjeturas.
Antes de abordar el bus, transitamos largo rato en Uber y recorrimos toda Gran Avenida, de poniente a oriente. Esta calle me abruma, esta calle me separa. Los adoquines ahora son veredas. Al final de esta calle se levanta la clínica donde me extirparon el apéndice. Recién había cumplido once años. Algo aún genera murmullo. Mis padres debían firmar la autorización para que me llevaran al quirófano. Hasta ahí todo bien. Pero mis padres no estaban por ninguna parte, desaparecieron sin dejar rastro. Entonces me operaron de suma urgencia. Recuerdo nítidamente el padecimiento. Un puño de acero que se hunde en el abdomen y gira sin contemplación. Les explico. Mis padres me dejaron en la puerta de la clínica y volvieron a buscarme a los cinco días. Silencio, ellos eran puro silencio. De regreso a casa, los tres caminamos pausados por Gran Avenida, que en realidad se llama Avenida Alemania. Al llegar a Caupolicán tomamos locomoción. En aquella época, mediados de los años noventa, Gran Avenida se encontraba colmada de frondosos castaños y vibrantes casonas coloniales. Pocos autos, ningún banco y los restoranes brillaban por su ausencia.
Gran Avenida, medusa que todo se traga.
Años más tarde, mientras almorzábamos, mi padre me señaló que no había podido ir visitarme en la clínica porque andaba consiguiendo cullín para pagar la operación. No abrí la boca, no pude abrir la boca. Sólo seguí comiendo en silencio, arrastrando el tenedor en el plato, para que ese ruido fuera lo único que recordara de aquella memorable ceremonia.
Amo Gran Avenida, odio Gran Avenida.
Cuando adolescente salía del colegio y nunca sabía qué hacer con los impecables minutos. No quería llegar a mi casa, no quería llegar a mi pieza. Sin más opción me dedicaba a deambular. Aún prosigo cumpliendo esa sentencia. Evoco imágenes. Subía por Gran Avenida hasta que alcanzaba Torremolinos y entonces giraba hacia la izquierda. El mall Mirage me esperaba. Entiendo, no corren estrellas ni viento sur en los escaparates amurallados. Seré brutalmente sincero. Si no existieran los mall no sé qué habría hecho con mi vida. Díganme frívolo, díganme pálido. Denme duro con un palo y duro. Alguna vez un ex amigo me dijo que los mall se proyectaban pensando en la infantilización de la masa ignorante. Estructura carrusel, estúpida música ambiental, luces de colores, perfume empalagoso. Todo planeado para el consumo desmedido y bobalicón. Amor idiota al plástico. Quise explicarle a mi ex amigo que cuando yo era pendejo me refugiaba en el mall. Porque en ese elefante policromo se levantaba una tienda de libros que hojeaba con locura. De verdad aquello era rozar el cielo. Me quedaba horas leyendo en el mall, horas o días, tardes eléctricas. La profesora jubilada que atendía el boliche me ofrecía un café amargo, mientras afuera se desataba el furioso temporal. Pero eso no es todo. Cuando me cansaba de leer, partía a una tienda de ropa que se llamaba Fes. En ese lugar los muchachos delicados nos reuníamos y coqueteábamos con un dejo de vergüenza. Luego, disimuladamente, caminábamos hasta el baño de hombres para juguetear y dar manotazos de ahogado. Entre el sudor y la lectura se extinguían esos años que trato de recordar con alegría. Aún conservo un delirio. Ciudad pequeña, corazón apesadumbrado. Una mañana le pregunté a Carlos, un amigo de esos años: ¿Qué pasó con todos los adolescentes que nos juntábamos en Fes? Se fueron a divertir a Zara, contestó muy serio. Pero en Temuco no existe Zara, insistí burlón. Bueno, entonces están en H&M y poco les queda de adolescentes; si les fue bien en la vida ahora son sugar daddy, y si les fue mal ahora están escribiendo crónicas presuntuosas, señaló un tanto abatido.
Yo conservo una casaca Fes de aquella época. Es blanca con despuntes negros, un poco tornasol y nada abrigadora. El cierre se ha estropeado muchas veces, por eso siempre la llevo a la modista. Esa casaca me la obsequiaron después de realizar un áspero trabajo en las escaleras de emergencia. Aún me queda precisa. Luzco bien, creo. Soy casi el mismo adolescente. No he crecido nada y gozo de buena salud. Pronto cumpliré cuarenta años. Solo en mi cara se refleja el hastío.
Ya no observo estrellas fugaces a la medianoche.
Era casi libre caminando por los pasillos del Mirage, siempre pegado al personal estéreo que desechó mi hermana. Razones para vivir, razones para despertar. Mis orejas apresaban la misma canción, una y otra vez: Texarkana, Texarcana, Texarcana. Como si Temuko fuera un horrible pueblo petrolero del que había que escapar, perderse para no morir intoxicado, un grillo que se alimenta de tu piel divina. Hace años que no voy al Mirage. La librería quebró, como todas las que se instalan por acá. Leo cada día menos. No dejo de pensar en aquella desidia y también en ciertos accidentes. Los ojos achinados que casi no responden, las novelas que mueren entre las colchas, los amigos que perdí tras los túneles higienizados. No puedo, de verdad no puedo dejar de recapitular ahora, cuando debo releer unos bosquejos en esta infatigable Feria del Libro de Puerto Iglesias. A mi lado, la mujer conversa y baja la mirada. Ya no parece satisfecha, en este momento es pura contemplación. ¿Cómo lo hace la gente que tiene personalidad? ¿Dónde compraron eso? Yo que soy experto en mall me declaro ignorante a este respecto.
Pobre noche inacabada. La barcaza oscila. Maldito rompeolas, inservible.
Escribo antes que olvide, antes que invente. Tras la pantalla del computador se desata otro aguacero, diferente al temporal que azotaba al bus, igual al chaparrón de aquella tarde en la universidad. Me correspondía dar una prueba oral y, contra todo pronóstico, me había ido notable. La universidad quedaba al final de Gran Avenida, donde Avenida Alemania cambia de nombre. Una pesada tristeza me embargaba, no podría describirla mejor. A pesar que disfruté esos años en que estudiaba Derecho, el abatimiento se pegaba a mis pupilas y de allí no salía. En la cineteca de la universidad presentaban un ciclo de cortometrajes mexicanos. Me metí a la penumbra de puro desesperado. Estuve mucho rato viendo sangrantes autopistas, oxidados ferrocarriles y preciosos cantos de sirenas. Hasta que de pronto apareció mi película. El anciano vive aislado en medio del monumental desierto. Solo lo acompaña un cerdo, cuyo nombre ahora dejo pasar. Ese animal es un confidente, un precioso depósito de afectos. Pero el anciano no ha comido en días. La vida es dura, horrible. Arenales que desaparecen en lontananza. El hombre camina circunspecto en dirección al matadero. Puras sombras son sus muecas. La luz es fragosa, el viaje una gesta. En el matadero trozan al cerdo con gran maestría. Perfectas incisiones, perfecta sangre. Los falsos e iracundos gritos del animal aún los escucho. Pequeños alfileres clavados en la yema de mis dedos. El anciano no entiende su pena, su sempiterno estremecimiento. Y en la covacha, en vez de cocinar la carne, no puede parar de llorar. Espesas lágrimas caen desde sus arrugados pómulos. Entonces, el hombre regresa al matadero e intenta que todo vuelva a ser como antes.
Pero es imposible. Nada ni nadie resucita, nunca. Hasta los recuerdos se extinguen, ni siquiera se transforman en melancolía.
El bus se detiene en paradero Easy. Debemos subirnos a un Uber y desde allí de vuelta a casa. Todo resultó según lo planeado. A la mañana siguiente, mi madre me mira concentrada. ¿No pensé que eras tan triste?, dispara a boca de jarro. Triste no, amargado, le contesto seco. Antes trabajaba todo el día, por eso no me daba cuenta que estabas adolorido. Mi madre, que en realidad nunca ha sido mi madre, aspira todo el aire en derredor. Luego, prosigue casi imperturbable. Tendré que salir de casa para no verte, para no sentirte, asevera al tiempo que lava una manzana. Es lo mejor, recuerda que nunca me visitaste cuando estaba hospitalizado, respondo rabioso, sabiendo que con ese testimonio ganaba toda discusión.
Mi madre es, en realidad, mi tía. Ella come manzanas a todas horas. Reemplazó las dipironas por las frutas.
Escribo mis caprichos, mis retraimientos, mis desamparos. No lo hago por testarudo ni por tibieza. Menos aún por represalia.
Texarcana era la canción favorita de mi hermano. Aquella olvidada playlists que contenía solo un prodigioso e incombustible lamento.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).
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