El Trauco (por Mandy Gutmann-Gonzalez)

Los animales viajan. Sujetos de sus pescuezos, los alambres les sostienen los hombros como marionetas. Se acercan de uno en uno en una fila ordenada que los conduce al Arca (supongo) en el corazón del matadero. Desde mi puesto, solo puedo ver a Diego que trabaja a mi izquierda, aunque sé que hay muchos más como nosotros. Justo antes de llegar a Diego, las cadenas cambian su rumbo repentinamente, y los animales tiritan con la fuerza de la vuelta. Una vuelta similar y vuelven a desaparecer de mi vista. Como tienen las caritas torcidas, ese momento en que se alejan es el único en el cual les puedo ver los ojos.

Las llamo carnecitas. Mi trabajo es simple: hacer un tajo desde el cuello a la guata.

Para el almuerzo nos dan dos horas de descanso. Diego y yo comemos pan con chorizo afuera y nos pasamos el mate con manos entumecidas. Él me cuenta de su esposa, de sus hijos. Yo hablo mucho para que él crea que me conoce. Pero en realidad no sabe nada sobre mí, de lo que soy capaz.

Además del almuerzo, las máquinas se detienen a cada hora por ocho minutos para que descansemos las manos. Limpio mi cuchilla en mi delantal. Es un movimiento silencioso. Aparte del crujir de las cadenas y el soplar de los ventiladores, hay muy poco que hace ruido. En los descansos, se escuchan los ecos de los muchachos que corren de aquí para allá lubricando las cadenas. No conozco el sonido más importante: cuando se raja a los animales. Las cadenas apagan el sonido de los cuerpos. Pero conozco cómo se siente en la mano.

Mentiría si dijese que huele a muerto. Pero sí huele a sangre y al cloro con que limpian el piso en las tardes.

Los animales son obedientes y cuando las cadenas paran se quedan quietos. A veces se les escapa una gota y hace un sonido contra el metal. Rodeados por cuatro animales inmóviles, Diego y yo nos sacamos los guantes para que las manos puedan respirar. Me arreglo el pelo, escondiendo las mechas sueltas bajo la redecilla. Esta es la parte peor del trabajo: esperar que las cadenas vuelvan a empezar. Como pueden prender las maquinas en cualquier segundo, lo único que puedes hacer es esperar. Tienes que estar pendiente para que no se te pase ningún animal ya que un detalle así causa gran confusión y puede ser motivo para tú despedido.

Es en uno de estos descansos que escucho las voces. Las carnecitas me dicen que tenga el vestido listo porque lo necesitaré. No me dan detalles. Es difícil escuchar lo que me dicen porque Diego deja a los animales mirando hacia atrás. Sólo por el pulsar de sus cuellos (que siempre quedan expuestos a mi vista porque es mi tarea soltarles el alma) tengo yo la certeza de que me hablan.

—Oiga, ¿escucha eso? —le pregunto a Diego.

—¿Escucho qué, Millaray?

—Esas voces.

—¿Los chiquillos esos? —pregunta, señalándolos con el cuchillo.

Cambio de táctica. —¿Cree usted que nos miran? —digo, apuntando a los animales.

Él me muestra sus dientes teñidos.

—Cómo nos van a mirar —me dice.

Miro al suelo. Empiezo a temblar. Pero una calma blanca desciende sobre mí. Me concentro para oír que me dicen las carnecitas. Concentrándome, puedo ver el vestido que me piden. Me pongo el guante plástico y acercando mi mano, palpo con mis dedos los músculos suaves, y así dejo escapar el ultimo soplido de sus voces: Apúrate, lo necesitarás.

No les hago caso. No les hago caso alguno. ¿Coser un vestido de carne? Trozos de carne, los mismos que corto, ¿coserlos con hilo grueso?  Cuánta ironía seria eso, cortar algo solo para después coserlo nuevamente, un ejercicio idiota. Penélope en su telar: creando y deshaciendo.

Pero saliendo del matadero un día veo al hombre ese. Lo veo de espalda, noto su parca gris y arrugada, lo veo fumando. Lo reconozco inmediatamente, aunque no le veo la cara. Algo en la manera en que camina de un lado para el otro, algo sobre cómo lleva un hombro encogido como pájaro herido. El miedo es una punzada visceral en mi guata. Quiero vomitar. Las nubes recorren el cielo rápidamente sobre el edificio de ladrillo donde brilla el signo enorme: MATADERO. Su parca se mueve levemente en el viento. No hay nadie más en el enorme patio, nadie en esa desolación de ladrillos quebrados, manchados de sangre, mojados de lluvia. Distingo el hilo de humo de su cigarrillo elevándose con sigilo hacia el cielo.

Después se da vuelta y me mira y le veo la cara, algo le pasó a la cara, la tiene como quemada, y su pelo se ha vuelto gris; al principio creo que me he equivocado pero es la misma cara, los mismos ojos azules que parecen brillar un poco en la luz gris del atardecer. No estoy segura si me reconoce. Necesito quitarme este frío en los huesos.

Vuelvo a la casa, temblando un poco, cierro las cortinas, saco un montón de carne del freezer. La dejo descongelando y me doy una ducha de agua hirviendo. Salgo del agua, me seco, me pongo una bata. Me siento con un balde lleno de carne a los pies. Escojo dos pedazos de carne, busco hilo y aguja, y empiezo a coser. Coso, coso, coso, coso: sé que es loco lo que hago, pero no puedo dejar de hacerlo, me da sentido, me da fuerzas, es más fácil seguir las ordenes de las carnecitas que pensar en lo que voy a hacer ahora, pensar en el pasado, recorrer ese miedo. Tengo 30 años y vivo en un pueblo donde nadie, excepto el Diego y su esposa me conocen. Y él. El que me ha encontrado.

Coso, coso, coso. Como Penélope esperando a su marido, espero al Trauco que sé que llega. Y me imagino que es al Trauco al que voy cosiendo, pedazo a pedazo. Porque la carne roja es carne de mamífero y entre mamíferos es difícil distinguir sin los ojos, sin los pelos, sin los huesos que le dan porte y forman a la especie.

Trauco querido de mi infancia que sueños me dejaste. Que pesadillas. Con un acto aplastaste mi niñez. Aquí en mis manos tengo la carne que acurrucaba tu costilla. Aquí un poco de tu guata, aquí un poco de tu espalda. Y esos pedazos que no van juntos los coso juntos. Eso me da placer. La carne tan suave, tan íntima. Todo tiene que caber. Ahora ya no importa cómo. Basta ya de estéticas. Sin la piel protectora, la carne al aire libre respira otra vez.

Hay cosas que recuerdo como si fuera ayer. A veces estoy convencida que  la parte de medio de mi vida, el entremedio, no existe. Solo existe mi niñez y este día, cocidos juntos. Sentadas al lado de las brasas, las tías narraban parte de sus vidas. En ese tiempo creía que eran cuentos que inventaban para pasar el tiempo, pero igual me daba miedo irme a acostar después en la noche.

—Mami son de mentira esos cuentos, ¿no es cierto? —le preguntaba, mientras ella me arreglaba la frazada.

Y mi mamá decía —Sí, no te preocupes, nada de eso es verdad.

Pero sabía por la forma que miraba a mi tía que era verdad. Una vez la escuche decir a mi tía Rebeca  —Déjatelo para ti sola. No digas esas cosas frente de la Millaray. No vez que se asusta.

La tía agachó la cabeza, apretando los labios en la bombilla del mate.

Después dijo  —Mejor que le vayas contando a la Millaray cómo son las cosas. Mira que un día también v’acerse mujer.

Me dio una rabia grande entonces. ¿Pa’ que le echaba más ideas en la cabeza a mi mami? Mi mamá ya me tenía con un hilo muy corto. Una soga invisible me mantenía en un radio de medio kilómetro de la casa. No podía ir más allá. Mis hermanos podían ir al campo a buscar al rebaño de ovejas en las tardes. Pero a mí eso me estaba prohibido. Por supuesto que me escapaba. Yo y mi hermano, el Maty, el más chico, cruzábamos la reja. Una vez se me rajó el pantalón buzo. Mi mamá me pilló, me tiró hacia la calle y me agarró del cuello de la camisa.

—Mira, Millaray. No más allá del manzano muerto. Y en todas direcciones lo mismo.                    

Después sacó una varilla y me dio una tanda. No me explicó por qué. 

—Te pueden pasar cosas malas —dijo. Pero que sabía yo que tipo de cosas. Mi mamá era pudorosa así que no podía decirme nada. Tenía miedo de ensuciarme la cabeza. Así le decía a mis tías,  —No hablen así que le van a ensuciar la cabeza— y me apuntaba a mí con la boca o con un palillo de crochet. 

Pero cuando mi mamá salía a trabajar, yo me sentaba al ladito de mi tía Rebeca. Tenía una deformación en la cara. —Por copuchenta —decía mi mamá. A las tías no les importaba que yo escuchara sus cuentos de adultos. Mis tías me pasaban un balde lleno de arvejas para que las pelara y seguían su conversa. Eran cuentos sobre el Trauco, ese enano que violaba a las mujeres en el bosque. Mis tías tenían otra idea sobre el Trauco: lo veían como un amante. A veces lo llamaban el Trauco, a veces por otros nombres. Una decía que el Trauco le dejó una rosa espinuda junto a su codo. Primero la rosa no estaba ahí y después sí, como arte de magia. Magia negra. Otra decía que su hija, mi prima Antonia, era la hija del Trauco, lo cual explicaba porque nunca habíamos visto al padre. Los ojos de Antonia habían sido de un azul eléctrico igualito al Lago Volcán, ese lago dentro de la boca del volcán, y habían quedado de ese color hasta el día de su quinto cumpleaños cuándo empezaron a volverse café barroso. Otra decía que durante el año de sequía, un obrero le había ayudado a mi abuelo con la cosecha, y mientras los demás campos se mantenían en un estado estéril, el de mi abuelo produjo enormes cantidades de uva y trigo, hasta que la gente empezó a decir que era el trabajo del diablo, y mientras tanto el obrero había besado a mi tía en establo, en la madera mojada del portón después de una lluvia, y luego en el pajar. Mis tías contaban estas historias en tonos de conspiración que terminaban en risas, la felicidad persiguiendo al escándalo. Con el tiempo, me empezó a gustar el susto que me daba pensar en el Trauco.

Tenía doce cuando vi al Trauco por la primera vez. No sé cómo me perdí de la Ivonne. Creo que habíamos estado peleando por algo, pero ya no recuerdo qué. Algo estúpido, seguro. Recogíamos leña. Cuando escuché el crujir de hojas secas, pensé que era ella. Pero no. Apoyado contra un árbol, un hombre me miraba. Supe inmediatamente que era el Trauco. Dicen que el Trauco es un enano que tiene un sombrerito en punta echo de fibras naturales y que es increíblemente feo. Pero mis Tías lo habían visto en persona y este hombre era exactamente cómo lo describían. Me parecía un hombre normal. No podría haberte dicho ni en ese entonces si era buen mozo o feo. Había algo neutral sobre su apariencia física: no me llamaba la atención ni me repulsaba. Pero no podía quitarle los ojos de encima. Sentía que su mirada penetrante me revolvía el alma. Llevaba un palo en la mano. Me sonrío y seguimos unidos con los ojos. Mi pulso, que hace poco había palpitado con enojo hacia la Ivonne, seguía acelerado, pero había cambiado su ritmo. Mi corazón se ablandaba y se endurecía, lleno de sangre. Después se fue caminando y me pregunte si me lo había imaginado todo porque no me había dirigido la palabra.

Cada día caían más hojas de los árboles. El encuentro con el Trauco me puso en una espiral somnolienta. No podía enfocarme en nada. Me pasaba los días mirando afuera de la ventana. Me arrepentí de no haberle hablado. Era, después de todo, un ser mítico, y nunca lo volvería a ver. No era algo sobre el hombre en sí que me llamaba la atención sino el hecho de que aquí, finalmente, estaba el ser donde todas esas historias se originaban. Un embudo de energía arrastraba mi pensamiento hacia él. Y aunque sabía de él con exquisito detalle a través de las historias de mis tías, había demasiado que no sabía y este hecho me causó una especie de agonía. Su misterio me llamaba a llenarlo. Cada día pasaba igual, cada día era previsto, pero esto no. Esto podía ser cualquier cosa y en eso consistía el peligro y de eso consistía mi deseo. Cualquier cosa que deseara, cualquier cosa se hacía posible en él.

Coso toda la noche y al día siguiente, cuando la luz empieza a manchar las cortinas, miro lo que tengo: un vestido de carne a medio-hacer. Músculo y grasa jaspeados. Carne, hilo, aguja: lo pongo todo en una bolsa plástica y lo guardo en el refrigerador. Para más tarde. Creo que me va a venir a buscar. Lo presiento. Tengo que estar lista con mi vestido, como una novia.

Sé que debería dormir pero odio esperar al sueño que nunca viene. Cuando cierro los ojos veo su cara. Por años he tenido el mismo sueño: las manos gomosas de un sapo abriéndome las piernas y entrando completamente adentro de mi cuerpo. Lo puedo sentir acomodándose adentro mío. Después: la humillación. Yo, la sucia, la perra, la puta. Sueño fiel, que vuelve para recordármelo.

Salgo afuera, respiro el hielo cabalgando en el aire del alba. La luz azul sobre el horizonte se vuelve más y más blanca. Camino hacia el mar, hacia la arena gris, el mar que se arrastra, el agua—¡agua inmensa!—que se mueve sin sentir nada. La cólera del mar. El agua es tan peculiar, a veces parece moverse con la más precisa indiferencia, mientras que otras veces parece entender la rabia mejor que cualquier persona. Como me gustaría sumergirme en esa cólera, hablar su idioma. La fiebre del mar invade mi mente. La playa se cubre con una espesa neblina. Camino cómo sonámbula por el aire espeso, aire vacío, las puntas de las cosas se sienten un poco crudas y desgarradas. El mar, ese esqueleto líquido, se arrastra, me vuelve inquieta. Luces flotan en el agua.

Me toco la cara, los ojos, para ver si es real esto. Un espejismo, me parece: una sirena. Una sirena varada en la arena. No, le veo los pies ahora: es una niña jugando con algas. Se envuelve el pelo con algas, la frente llena de arena.

—Pensé que eras una sirena —le digo cuando la alcanzo.

—Soy —me dice.— Para que sepas.

Está sentada en un hoyo que ha cavado, un hoyo con un poco de agua en el fondo. ¡ En la playa siempre se camina sobre esta agua que se esconde justo debajo de la superficie!

Sus piernas, su traje de baño verde de una pieza, sus brazos, su cara: todo cubierto de arena. Sólo sus ojos brillan claros en la luz extraña que hacen las nubes negras. Sus ojos azules resaltan en esa piel de arena.

—¿Dónde están tus papás? —le pregunto. La niña me mira muy seria con sus terribles ojos azules. Corre sobre la arena y se zambulle en el agua.

Sigo caminando. El sol en el Este no brilla sobre la caña, se ahoga tras las densas nubes. No puedo dejar de ver esos ojos. Ocurrió en la escuela. El mismo hombre del bosque. Era un médico que visitaba nuestra escuela. De cerca, sus ojos azules, tan azules como el vestido de papel de enferma que yo llevaba puesto. A su alrededor, utensilios brillantes. Mencionó que su asistente estaba enferma, pero que yo estaba en buenas manos. <<No entres en pánico>> dijo, y comencé a entrar en pánico. Ni siquiera parecía nervioso, su poder era el poder de saber que no me escucharían. Perezosamente, casi como una ocurrencia tardía, presionó una mano sudorosa contra mi boca y dijo: <<Esto es lo que querías, así que cállate.>> Sus manos olían a asado. Se desabrochó el cinturón. <<Si te tensas, te va a doler más.>> No podía mover mis manos. Ojos del color del fuego cuando está especialmente caliente. Me agarró las muñecas con una mano peluda. Tuve miedo. Después no sentí nada. No lloré, no grité, nada. En lugar de eso, comenzó a balbucear. Esa chica, esa perra, decía. Odiaré a esa chica hasta el fin de mis días.

Caminando de vuelta por la playa, encuentro a la niña dibujando en un cuaderno con lápices de cera. Lleva un polerón rojo sobre su traje de baño y sus codos están empapados. Con un brazo sobre el papel la niña protege su dibujo contra el viento. A su lado, en la arena seca, hay una mochila amarilla.

Hubiera sido posible seguir caminando, casi lo había hecho, casi no había visto el dibujo. Si hubiera sabido cómo me iba a cambiar la vida, se lo hubiera suplicado.

—¿Qué estas dibujando? —le pregunto.

Parece ignorarme. No me mira ni detiene su mano. Estoy a punto de seguir caminando cuando levanta el dibujo para mostrármelo. Al principio me parece simple. Es un dibujo, en azul y negro, de una niña lobo. Lleva un vestido. Pero sigo examinándolo y de pronto hay detalles que me empiezan a conmover: las dos filas de dientes pequeños. Y esa boca: ¿está sonriendo o gruñendo? La cara completamente peluda, pero aún debajo del pelaje se pueden ver las cejas de la niña. No tiene orejas y el pelo que se escapa, despeinado, es grueso como alambre. Y los ojos, ¡esos ojos! Los miro horrorizada. Cuando veo esos ojos, los pelos se me ponen de punta.

Miro del dibujo a la niña y los mismos ojos están replicados en su cara. Nuestros ojos hacen contacto y una corriente recorre mi cuerpo: sus ojos azules turquesa, un color luminoso, extraterrestre. Son los ojos del Trauco. Cuatro ojos me miran, sólo dos me ven, y atrás, muy atrás en la memoria un recuerdo olvidado estalla en mi consciente. Su mirada me hace pedazos. Quiero tirarla del pelo, quiero decirle: ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Soy yo —dice, señalando al dibujo. La piel de la niña brilla con arena y sal, reflejos del mar. Sopla el viento a lo largo de la playa, ese viento barre mi mente, peinando los pensamientos que me llegan uno a uno, frágiles y desconectados. Ojos de Trauco. Ojos de hombre con parca arrugada y manos que huelen a asado. Ojos de turista que entran y salen. Un hombre no es un Trauco. Un hombre puede sangrar. No, no había nada mágico en ese hombre. Terror, sí. El poder de un nombre: Trauco. Con un nombre como ese, uno puede hacer cualquier cosa.

Las carnecitas hablan al unísono. Abro la boca (un grito de guerra, un grito) pero no sale ningún sonido. Pero aquí viene una gaviota servicial. Camina hacia mí con sus alas en el aire, abre su terrible pico y de su boca sale el sonido que no puedo hacer. Me siento mareada y creo que me voy a caer, pero los ojos de la niña me sostienen y no me caigo.

Luego, en casa, abro las cortinas. Cae arena al suelo. Abro el refrigerador, saco el vestido de carne. Mis manos entierran la aguja en la carne una y otra vez, esta carne que es la carne del Trauco hecha pedazos. La cueso, poniendo toda la piel en su lugar. Piel de codo, piel de cuello, piel de estómago: cada quien con cada cual. Músculo rojo, grasa blanca, se invaden entre sí. Cuando esté listo, me pondré este vestido. Llegará a mi rodilla, me quedará como un guante. Donde me toque la carne, mi piel se sentirá caliente, cubierta de fuego, pedazos de fuego. La rabia del animal muerto. Mi rabia viva. Ahora, espera un segundo y abre esta última cortina. Toc-toc-toc. El Trauco. Levanto la aguja afilada. Carnecitas. Con un vestido como este, uno puede hacer cualquier cosa.


Mandy Gutmann-Gonzalez es de Vilches, Chile. En su novela, La Pava (Ediciones Inubicalistas), tres niños viven indirectamente el trauma de la dictadura militar de Pinochet. Su poesía ha aparecido en West Branch, DIAGRAM, Quarterly West, diode, Interim, y otras revistas literarias. Ganó el Premio Boulevard para Poetas Emergentes en 2018 y ha recibido becas del Seminario Bucknell para Poetas Jóvenes, el Retiro de Escritura Lambda para Voces LGBT, el Centro para el Arte del Libro en Nueva York, la Conferencia de Poesía en la casa de Robert Frost, el museo contemporáneo MASS MoCA, y el Instituto de Escritura Creativa en Martha’s Vineyard. Tiene una maestría en poesía de la Universidad de Cornell y enseña escritura creativa en la Universidad de Clark, en Massachusetts, EEUU. Más sobre Mandy en su página web: mandygutmanngonzalez.com. 

Imagen de la cabecera: El puesto del carnicero de Pieter Artsen (1551).