Esquirlas de una juventud relamida (por Pablo Ayenao)

Maniobras de salvaguarda, ingrato reconocimiento. Un alfil que avanza en línea recta, una torre que transita en diagonal. El techo ondea. Escribo de madrugada para combatir el ruido de la madera carcomida. Amargo veredicto se aproxima, pocas semanas quedan de complacencia. Recojo una pericia y luego desentraño otra. Soy el magistrado que espía a los vecinos con un catalejo de plata.

Lugar de cenizas, me abruman las dilaciones. Esta rabia inunda las malditas astucias, iguales que las desplegadas antaño. Nada cambia, todo continúa exactamente igual. Emancipado de ofuscamientos y, aun timorato, me revuelco en el pedregoso légamo.

Contemplo una ventana que desemboca en otra ventana, penetro una muralla prisionera de otra muralla. Cae aserrín desde el cielo raso. Reflexión adormecida. Atlántida que emerge convertida en aerolitos volcánicos.

Ahora es necesario hablar de Willy, mi antiguo vecino, amigo íntimo. Su padre trabajaba en la discotheque Papú. Era portero, tal vez guardia. Willy siempre me contaba todo lo relativo a la sacrificada labor de su padre. La dulce vida noctámbula, la lubrica pista de baile era nuestra pequeña obsesión. Y como buenos hermanos, prometimos que apenas cumpliéramos los dieciocho años iríamos a la Papu a bailar, tomar y vomitar hasta la madrugada. Claramente, nada de eso aconteció. Willy tenía la espalda marcada de bellas cicatrices. Su abuela lo azotaba con una varilla de coligue. Acertijos infinitos, niños reformados. Al alcanzar la mayoría de edad, mi sinuoso derrotero me llevó a otros templos, otras escaleras. Mi amigo corrió el mismo júbilo, eso creo. Letargo en las pestañas. Willy vive hoy en Argentina, trabaja en una pastelería y se tiñó el pelo color ceniza. A veces me envía un emoticon por Instagram, yo nunca le respondo, no quiero saber de él.

Otros templos, otras escaleras, otros ámbitos. Vamos tensando el alambre.

Aún los años me derrumban en O’Higgins, casi llegando a Blanco. Absolutamente nada permanece, todo siempre decae. No es un artificio. En estas noches prefiero quedarme viendo series nórdicas por tevé. Pero, de vez en cuando, acepto una invitación y entonces invoco chispazos. El Barbudos era mi amante, mi subterránea madriguera. Todo pasaba en el Barbudos, nada pasaba en el Barbudos. Sombras chinas, enfermedades fugaces. Aquella casona semejaba una inacabada plataforma petrolífera.

No recuerdo la primera vez que visité el Barbudos y prefiero no rememorar la última. Píntame bien, le dije esa vez al retratista. No me obedeció, mi imagen aún se extingue en la malograda acuarela.

Manchas carmín, lengua bífida. Perdurable la infección.

Barbudos; bar – budos. Todo era fruta ácida en enero, vasos desechables de flúor, libros agonizando en los estantes. Podría asegurar que nadie había hojeado esos libros en decenios. Obstinada cosecha. Extraño me parecía que un bar tuviera libros como ornamento, libros ubicados tan altos. Sospechaba que ese decorado estaba pensado en mí. El decorado no siempre se calla. En medio del huracán, el decorado construye una fábula. Me evoco en el Barbudos solo, acompañado, otra vez solo, abatido en el patio grande, extraviado en el patio interior. Hace algún tiempo, los baños quedaban en el lugar donde hoy se levanta la cocina. Lloré mares y océanos en ese baño, aunque un muchacho me trataba de consolar. Minutos antes, ese mismo muchacho se rio de mi caligrafía. Creo que me hizo un favor, pero las lágrimas no se debían al arranque de sinceridad. Nos reconciliamos pertinaces. Pulsaciones que oprimen. Afuera la noche más gélida del invierno y un hermoso universitario de jockey morado, que vendía sándwich veganos, nos vigilaba obsequioso. Todo fue rápido, sin preámbulos. Nuestro destino: una casa pareada con olor a orina de gato moribundo. Mi primera trinidad. Las lágrimas nunca cesaron esa noche, las lágrimas fueron la ilustración del destiempo. Tantas ansias en el Barbudos, tantos designios en esos recovecos. Puro plástico, nunca vidrio. Fui feliz saltando en la barra con mi amiga muerta, cantando una canción de TLC, sacándonos fotos absurdas frente a los cristales, aspirando el polvo que te quita el hambre, leyendo miserable poesía y descubriendo que fuimos los únicos embusteros de la providencia.

Pretendía escoger algunas historias del Barbudos y plasmarlas acá. Pero esta letra no resiste y termino armando un sándwich grasiento, sin carne ni médula. Y es mejor así.  Anhelo un estilo tardío, pero me abruma encontrar el sinsentido a todo. Extraigamos, sin ningún capricho, el corazón de una lechuga. Porque los sábados eran verdaderamente horribles. Lechuga y agua, agua y lechuga. Sábados en que no escribía y me maldecía por eso. Otro sábado descarriado, el computador sin prender. La culpa la tenía ese perfecto edificio tan viejo, tan flamante. Cabriolas suspendidas. La culpa la tenía la resplandeciente fogata del patio, la culpa la tenía la compacta gravilla que tapizaba los trancos. En todas las mesas del Barbudos se dibujaban relamidas consignas. Y aunque no existiera una pista de baile, igual se bailaba. No tanto como en la Mundo, pero se bailaba. La Mundo se merece otra crónica, estudio aún pendiente.

No tengo nada de bohemio. Carne en extremo débil. Por eso, siempre me terminaba arrebatando. A Francisco, una noche no lo dejaron entrar al Barbudos, demasiado alcohol anegaba su cuerpo. Yo lo miraba desde la ventana, a la distancia. Francisco discutía vehemente con el guardia hasta que giró su cuerpo y caminó muy aprisa. Quise irme con él, pero una mano se apoyó en mi hombro, y después otra. Luego un baile, y después otro. Yo te amo Barbudos. Aciago el éxodo bajo la garúa. Una casa vacía, media botella de pisco, oro en gramos. Pronto más gente. Cuatro, seis, ocho  personas. Las camas tan angostas. Ruido de cuerpos furiosos, sudores mojando las paredes. Y en la cocina, donde fui a buscar algo de vino después del enganche, un hombre sostenía una cámara fotográfica. Me saludó como un lobo solitario y me mostró sus trabajados bíceps. Lucía un apagado tatuaje en el antebrazo. Decidí estamparme a mi abuela para que siempre me acompañe, señaló circunspecto. Se ve demasiado joven tu abuela, contesté entornando los ojos. ¿Estás seguro, amigo?, preguntó en tono mordaz. Sobre un estante se alzaban cinco fastuosos gallos de loza. Una rotunda, perfecta elección. En ese momento comenzó a temblar. Primero despacio y luego más fuerte. Ni idea por qué, pero el sonido de  los gallos de loza estrellándose contra el piso me marcó a fuego. Las recientes parejas se  arrojaron a la multitud, el sobresalto estropeó los apareamientos. Ahora solo existía un refugio, peligro inminente en la autopista

Estoy adulterando. No alcanzó a existir aglomeración, tampoco descarga.

Por los adoquines, una niña pelirroja caminaba muy altiva. Cargaba una gatera en su mano derecha, mientras que en la izquierda arrastraba una maleta. Es una vida cruel, reflexioné, aunque se advertía que la niña nunca había pasado hambre. Ella avanzaba por avenida Freire como si nada hubiese ocurrido. Observo mis pies astillados, sangrantes. Cascajos de loza. Gallos y gallinas aguijoneando mi piel. ¿Es este el latido de la soberbia juventud? Nos creímos enemigos internos e impávidos nos arrellanamos en el umbral del cielo. Decido seguir a la niña pelirroja a paso firme. O más que firme, perdurable. La niña pelirroja desvía el camino y en unos minutos arriba a una imposible bocacalle. Entonces se para frente a un desvencijado edifico, salta la reja de acceso, quiebra un precioso vitral e ingresa aplomada. La imito sin sopesar las consecuencias, sin ninguna dilación. Bostezo contenido en la garganta. Estamos en una enorme y muy particular escuela. Caupolicán con San Martín. Versos de Jorge Teillier se imprimen en los muros.

Alguna tarde, siendo escolar, disputé un partido de ajedrez en ese establecimiento. Y después otro, y otro, y otro más. Pasé etapas, llegué a la consabida final. Pero nunca me gustó el ajedrez, lo jugaba solo para agradar a mi padre. Intento vano, nunca le simpaticé a mi padre, ni siquiera cuando le ayudé a traficar arena. Apróntense a escuchar esa historia. Arena negra que acarreábamos desde Puerto Saavedra.

El fin de la noche. Cada paso es una proeza. La niña pelirroja me escruta, pero no dice nada. Nos encontramos en la sala de lectura. Ampolleta siempre encendida. Saco un encendedor de mi bolsillo y prendo la estufa. Por suerte, en un cajón descansaban astillas, leña seca y diarios viejos. Me quito la polera y curo mis pies. Es una sortilegio. El gato, al fin libre, ronronea y lame mis orejas. Es una indulgencia. Cosquillas en el corazón, ten cuidado con el corazón. La niña pelirroja me dice que abra su maleta y entonces frente a mis ojos asoma una espléndida caja de música. Ámbar gris, casi azul. Una bailarina  de porcelana danzando solo para mi sosiego, para mi goce. Minutos sin amor. Cuando la música acaba, la niña pelirroja me tira el pelo y me arma una hermosa trenza maría.

Aburridos en el Barbudos, con el Willy decidimos buscar otro perímetro. Fue justo antes que se largara a Argentina. Laberinto pagano. Montt casi al llegar a Pratt. Pastelería Pinki, un pasadizo secreto, escalinata caracol. Esplendida odisea fue entrar en aquel lugar. Una amiga, mi única amiga del liceo, me había dado todas las instrucciones y yo las traía cuidadosamente anotadas en una hoja. Esa noche fuimos casi encantadores con el Willy. Todo era humo y cenizas, todo era un torrente que se desborda incontrolable. De aquella correría solo queda una foto, que atesoro en el correo electrónico, en la impenetrable nube. Palabras ruedan por el despeñadero, una niña pelirroja que duerme abrazando a un gato agónico. ¿Puedes sentir calor en esta oscuridad?  A la mañana siguiente el gato escapa, abandona el algodón y la tormenta.

Un último sándwich vegano, el muchacho de jockey morado me recorre la espalda con su huesudo dedo. Nada terminaba en Barbudos, todo comenzaba ahí. Aunque, en algunas andanzas, Barbudos era justo la mitad del festejo, y la otra mitad eran nuestras zancadas planeando sobre el pedregoso légamo.

Acaricié tierno las cicatrices del Willy, su abuela recopilaba botones de distintos tamaños y colores. Inmensa resignación. Gemas de plástico, nunca de vidrio. Cada botón acariciando el ombligo, cada diamante mordiendo los hirsutos pezones.  

La greda se resquebraja, esta combustión no resultó como esperaba. Horno de  endurecido barro. Pan siempre carbonizado, pero crudo en su interior.

Antes de dormir contemplo videos de caballos y lechuzas. Solo así logro abandonarme en el delirio. Siempre a pelo la montura, siempre filoso el plumaje. Las luces de la Papú centellearon en mi piel una vez, pero nada resultó como quería.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).

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